Texto publicado por Germán Marconi
De lo que estoy leyendo - Las ciudades carnales, de Zoe Oldembourg.El conde se fue renegando como un carretero, era lo único que podía hacer. La ciudad era como una casa en llamas, no se podía entrar ni salir de ella. Los burgueses que intentaban huir era
El conde se fue renegando como un carretero, era lo único que podía hacer. La ciudad era como una casa en llamas, no se podía entrar ni salir de ella. Los burgueses que intentaban huir eran descalabrados en las puertas a hachazos y de la muralla se arrojaban al foso cadáveres desnudos: los de los soldados cuyo equipo aún podía servir.
Y el clamor seguía creciendo, pero el toque fúnebre había cesado. Aquello sólo duró cinco o seis horas; para quien ha oído alguna vez tales gritos los minutos resultan tan largos como horas, y parecía que el sol se hubiera detenido y que hiciera días que llevaban matando en la ciudad. Mataban. A cientos de lindas muchachas a las que ni tan sólo se habían tomado la molestia de violar y a enfermos que ni siquiera habían sacado de la cama, y a hombres fuertes y audaces que se defendían con martillos y con atizadores. Y a los ladrones en las cárceles, y a los burgueses ricos en sus viviendas fortificadas, y a las mujeres viejas y a las nobles damas que ofrecían como rescate todas sus joyas, y a los mendigos inválidos y cubiertos de llagas, y a los niños pequeños enteramente desnudos que corrían a esconderse bajo los bancos. Y en las iglesias el trabajo era fácil: no había que buscar a la gente y correr tras ella; estaban allí encerrados como corderos en el redil, demasiado apiñados para poder batirse siquiera. Mataban a los sacerdotes y a los sacristanes y a los monaguillos, a las mujeres públicas y a las embarazadas, y a los muchachos y a los mancebos, y a las madres que estrechaban contra sí y entre sus sayas a tres, cuatro, cinco criaturas. Y a los tejedores y a los carreteros, y a los tahoneros, y a los carniceros, y a los herreros, y a los mozos de cuerda, y a los notarios, y a las lavanderas, y a las bordadoras, y también a los perros y a las aves de corral y a cuanto podían encontrar vivo en la ciudad aparte de los caballos. Si hubo supervivientes, no fue por culpa de los peregrinos, pues corrían y buscaban por doquier, como perros que corren tras la caza.
Y todo terminó mucho antes de la noche y, cuando por fin la caballería pudo entrar en la ciudad, la soldadesca vagaba por entre los cadáveres, rojas de sangre las piernas hasta las rodillas, el hacha o la navaja en la mano buscando aún, buscando para ver si no había nada más que matar, y descubriendo tan sólo, acá y allá, algún recién nacido disimulado en el heno de un establo, o algún herido demasiado enloquecido para hacerse el muerto.
Hombres de armas, hartos de tanta muerte, con la túnica tan roja que ya no se distinguía la cruz, pegada al guante la espada, ojos despavoridos, se tambaleaban y parecían prestos a arrojarse sobre los jinetes. Otros vomitaban sobre los cadáveres y lloraban, no de compasión sino porque estaban ya sin fuerzas: pues muchos de ellos no eran soldados de oficio y aún no habían matado en toda su vida.
En las calles cercanas a la iglesia y al ayuntamiento, la fiesta estaba en su apogeo, pues eran barrios ricos. En las casas, todo era risa, cantos y ruido de vajilla, y se arrojaban mezclados por las ventanas cabezas y miembros cortados, cazuelas, libros, lámparas, cuartos de carne, almohadas... Se tendían por las calles piezas de pesada seda briscada, muselinas, tapices con flores; y bailaban hombres, vestidos unos con traje de mujer cubierto de bordados de oro, otros con un manto de marta cibelina, otros con vestimenta roja de cónsul..., sus rostros sangrantes y jocosos, negros de sol, hacían grotescas aquellas prendas como las de los bufones, y reían, reían, hasta caerse por el suelo, pues estaban más que medio borrachos.Y otros corrían en cueros, adornados con collares y llevando a modo de sombrero vestidos de fiesta de niños pequeños recamados de encaje de oro. Nunca se echó a perder en menos tiempo tal cantidad de vino bueno: los truhanes agujereaban los toneles y los hacían rodar por la calle, por encima de los cadáveres, de tal modo que ya no se sabía si lo que corría por los regueros era sangre o vino; había diez veces más del que podían beber, y a esas gentes no les gusta dejar para los otros lo que no pueden llevarse ellos. No recogen sino lo que es de oro y plata; lo demás, se divierten saqueándolo, pues no le es dado a todo el mundo destruir en una hora unos bienes lo bastante grandes como para pagar a un ejército durante dos años.
Realmente se habían ganado aquella fiesta y fue todo el provecho que sacaron de su acción bélica, pues cuando la caballería pudo alcanzar los barrios ricos, empezó la contienda; y les arrebataron su botín a aquellos hombrones demasiado borrachos ya para defenderse. (Se vengaron, no obstante, arrojando antorchas encendidas a los graneros y reservas de leña: conocían bien el oficio de incendiario. Los caballeros y sus hombres, atrapados por las llamas y el humo, no tuvieron más remedio que abandonar las casas ocupadas ya, dejando en ellas los sacos llenos de vajillas de oro y de alhajas, para tratar de salvar al menos sus caballos.)
Los jefes cruzaron la ciudad, sin placer, pues el espectáculo no era grato de ver, el calor era grande y el cansancio también. Hasta aquellos que no habían tenido tiempo de batirse se sentían rendidos, debido al tumulto y a los gritos, y a la excesiva sorpresa de haber tomado una ciudad tan fuerte de aquella manera. Nunca ciudad alguna había sido tomada así.
Tan cargado de sangre, sudor, excrementos y vómitos estaba el aire que no se podía respirar. No había hombre que no se sintiera pegajoso y que no tuviera sabor a sangre en la boca. Busca ban acomodo, querían vaciar las casas, seleccionar el botín y ni siquiera había donde hacer cantar vísperas: las iglesias estaban atestadas de cadáveres. Para que pudieran pasar los caballos por la calle, había que apartar los cuerpos a paletadas.
¿Que qué hacemos? Lo que se puede hacer en una plaza abarrotada de todo aquel montón de carne sangrante que mañana olerá mal y que ya no huele bien. Había demasiada, había tanta que los vivos, en aquella ciudad, no se sentían en su sitio dentro de su piel. Los muertos eran aquí los más fuertes, juntos todos por una vez y todos de acuerdo, amigos y enemigos, ricos y pobres,jueces y reos, acreedores y deudores... sin odio ni amor entre ellos, sin preocupaciones ni disputas por una vara de paño o por una mujer liviana. Todos unidos y todos de acuerdo, para siempre y de una vez. De una ciudad rica y fuerte habían hecho un pueblo de cadáveres.
Allí estaban, tendidos en el suelo, como gente borracha, retorcidos en posturas extrañas u obscenas, tirados sobre la piedra de las fuentes de agua roja, arrodillados junto a las puertas o mostrando, en las ventanas, sus cabezas machacadas y sin cara. Sólo habían desnudado a los ricos, y éstos exhibían sin pudor sus cuerpos gordos o velludos, o arrugados, o jóvenes y lozanos, dejando escapar las entrañas por los vientres abiertos.Y entre los harapos de los pobres se extendían como flores blancas los cuerpos rubios y tersos de las criaturas.
Y aquellos cuyas caras se veían aún miraban a los vivos con sus ojos locos, fijos, estúpidos, aterrados o indiferentes, unos ojos que aún parecían ver. Y ver mucho más de lo que los vivos verían jamás.
Y los vivos estaban allí mirando también sin entender, pues se puede compadecer a un hombre muerto o a diez, pero ¿a veinte mil? No hay corazón lo bastante grande para semejante compasión. Estaban aturdidos aún por el ruido y el calor del asalto; y ahora, no repicaban ya las campanas, no se oía más ruido que el estrépito habitual que acompaña las reyertas entre soldados; lo que parecía aún mucho ruido, pero se creía no oírlo, daban casi ganas de volver a oír el clamor y el redoble de las campanas, parecía que cualquier otro ruido carecería en adelante de sentido.
Los muertos eran allí los más fuertes, con su sangre viscosa y roja y brillante que cubría las calles como una alfombra y adornaba los cuerpos con extraños arabescos.
Los de Tolosa pasaron también, no por el botín (del que no les hubieran dejado nada, aunque hubiesen querido su parte), sino porque su conde tenía su lugar entre los jefes cruzados; y de buena o mala gana, tuvo que apurar aquel cáliz y ver hasta el fondo qué era aquella cruz que había adoptado. Adoptado no como signo de combate y victoria sino como escudo. La llevaba siempre sobre su cota de mallas encima de su túnica de seda blanca; y al pasar por delante de las iglesias rebosantes de cadáveres y por las plazas cubiertas de cabezas de niños y de mujeres, no se inmutaba, y miraba, y grababa todo aquello en su cabeza, preparando de antemano -con una ira contenida y ardiente como vitriolosus autos de inculpación. Lo que había que decir, si aún había un hombre para decirlo, un hombre a quien ni los reyes ni el Papa pudieran desdeñar nunca bastante como para cerrarle su puerta, lo que había que decir se diría y se diría como era debido... y ¡por laVirgen María! ¡Qué profesión tan necia! Habladles hasta Navidad de Cristo crucificado y vuelto a crucificar en su cruz, pero ¿moverán un dedo si no tienen nada que ganar?
Estar allí con los otros que tampoco tenían aspecto tan ufano ni alegre, pero que al menos se decían: «Vaya golpe más bien dado y que se recordará mucho tiempo». Llevar en el pecho la cruz roja que se abre en el pecho de los asesinos; extraño calvario y una peregrinación que no se tendrá en cuenta como obra pía el día del Juicio.
No tenían nada que ver en ello. Y si algo había que pensar, se pensaría primero: «Gracias a Dios, el conde sabía lo que hacía: nuestras ciudades no recibirán el mismo trato.Y si a este precio salimos bien librados, todo aquel que no esté loco debería pegarse no una sino cuatro cruces...»».
A nosotros no nos sucederá esto. De buena nos hemos librado.Y por más que se sepa, todo sigue igual: lo que vieron los ojos aquel día fue algo tan feo que casi se cree que importa poco que todas las demás ciudades sufran el mismo calvario. Ahora, en todas las calles y en todas las iglesias, no se verán más que cadáveres. Y a nosotros no se nos podía echar nada en cara.Y aun cuando hasta el día del Juicio Final los habitantes de Carcasona nos traten de falsos hermanos y de traidores, nunca podrán decir que los hombres del conde Raimundo intervinieran en aquel suceso, ni que hubieran podido impedir que ocurriera aquella desdicha, ni por consejo ni por fuerza.
Y no hubo que ocuparse de los cadáveres; al anochecer ardía la ciudad, y de tal modo que fue preciso salir a escape: muchos caballos y pertrechos de los cruzados se dejaron allí con todo el botín.
Y no había pasado nada más: el ejército reemprendía el camino, ligero como al llegar, puesto que ya no había botín que acarrear y la ciudad tomada ya no era (de momento al menos) una ciudad que ocupar.
No lo habían hecho los católicos, ni los caballeros, ni los obispos y los clérigos..., ni los franceses, ni los de Champaña, ni los borgoñones, ni los provenzales, ni los arqueros, ni los zapadores, ni los vivanderos; y en cuanto a los truhanes, a los que muy bien se había visto manos a la obra, no eran bastantes en el ejército para acabar con toda una ciudad... ¿Quién lo había hecho? Dios. Nadie más que Dios puede hacer cosas que rebasan en tal medida las fuerzas de los hombres. Dios, pues era inevitable que hubiera puesto su mano en ello, ya que la acción iba a resultar tan provechosa para el ejército de Cristo; incluso es seguro que sin aquella loca jornada, jamás se hubieran mantenido ni asentado los cruzados en el país. Por miedo a aquel día, se sometieron en pocos días más castillos de los que hubiera podido tomar en dos años el ejército más poderoso.
Dios.
De "Las ciudades carnales", primera parte, de Zoe Oldenbourg.