Texto publicado por Germán Marconi

De lo que estoy leyendo - Las ciudades carnales, de Zoe Oldenbourg.

"Roger hincó la rodilla en tierra y ella se inclinó y le puso las manos en los hombros. Se miraron largo rato, él con la cabeza alzada y tendida, ella doblada hacia delante y tan temblorosa que debía apoyarse fuertemente en el caballero para no caer de rodillas también. Pues sabían que ese don de la boca era casi el último y porque se lo habían prohibido tanto tiempo por miedo ante un deseo demasiado fuerte. Por fin, Roger alcanzó la boca vacilante que le evitaba sin querer y fue como si mordiera en ella y como si comiera; y se incorporó lentamente, recibiendo en sus brazos el cuerpo entero, desde las caderas hasta los hombros, desde las rodillas hasta el pecho; todo el peso y el calor y la flexible dureza de un cuerpo joven protegido apenas por los pliegues del vestido.
¿Cómo hay que recibir y dar el amor? Esta fiesta es la del cuerpo que no conoce más razón y que busca su propio gozo. Se saltan todas las etapas y se llega en unos minutos a lo que se había deseado y esperado y meditado durante meses y más meses, como la culminación de todos los placeres posibles. Apenas estaban empezados los cirios y la sombra del gran abeto en la bóveda de la tienda no se había movido ni tres pulgadas. Un mirlo negro en su pequeña jaula colgada de la cima del pilar silbaba sin parar las diez notas primeras de una canción de amor. ¿Cuántas veces? Millares.
El inmenso olvido de todo pudor, de todo miedo, de todo lo que no es voluntad animal dura horas o el tiempo de un grito de alegría capaz de asustar a los pájaros de la jaula. Desde los primeros minutos de violencia lo habían sabido los dos: que su hambre el uno del otro ya sólo podía aumentar.
Durante largo rato no se hablaron más de lo que se hablan los animales, mirándose tan sólo, rozándose, enrollándose y desenrollándose uno con otro como dos bailarines o dos contendientes que giran lentamente y se evalúan antes de lanzarse al ataque.
Y no había ya ataque ni defensa, sino la necesidad de impregnarse uno de otro y de conocerse -no con los ojos solamente ni con la cabeza y las manos, sino con todo el espacio, y la largura y el peso y el calor y la fuerza del cuerpo entero- de aquel cuerpo siempre oculto, mudo y secreto que es la primera riqueza de los verdaderos amantes.
Pues cualquiera puede amar un rostro, pero el cuerpo es un animal sin defensa y sin espíritu; hay que amar mucho para aceptarlo hasta el final, para entregarlo con franqueza. (... Esta desnudez que ni yo misma, ni mi madre, ni mis compañeras de cama han observado nunca, salvo casualmente y sin pensarlo, y que mi marido ha podido ver a la fuerza y a mi pesar, pues siempre me ha dado vergüenza -hela aquí expuesta a unos ojos que no la hieren, envuelta en otro cuerpo cuya desnudez no me hiere la vista-; ¿y no es verdad que este hombre está poseído por el demonio, para cambiar un acto natural y animal en un gozo tan grande? Pues sirvo ahora al demonio y es mi amigo y no veo en él más que bondad.) Lo que es ella -delgada y morena como un muchacho que tuviera pechos y un talle demasiado fino-.Tendida entre las listas de color violeta y verde de la manta como una gran cruz de San Andrés, morena y sonrosada y blanquecina y amarillenta, caliente y dura, con los pezones como largas yemas pardas, y su cabellera negra tan dificil de soltar, tan fresca, tan intacta ..."

De "Las ciudades carnales", de Zoe Oldenmbourg.