Texto publicado por El Atlante
LA HISTORIA DE CÓMO CONOCÍ A MI PERRO GUÍA.
Amigos, les regalo este capítulo de un librito que escribí hace tres años, donde describo la escuela de perros guías de España y sobre todo mi encuentro con mi fantástico perro guía. Para el libro utilizé un viejo seudónimo al referirme a mí, llamándome Lórex, pero el nombre de mi perro sí es el verdadero. Un abrazo, ojalá les guste. Les quiero.
Escrito por: el Atlante.
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Una mañana me llamaron por sorpresa de la Fundación ONCE del Perro Guía, que como su nombre indica, se dedica adiestrar perros para invidentes. Me explicaron que había un perrito que se adecuaba a mí, y a continuación me preguntaron que si estaba dispuesto a ir a realizar el curso previo para obtenerlo. Emocionado, les di un si rotundo. Ya había renunciado una vez al perro por mis inseguridades, esgrimiendo argumentos que hoy me parecen estúpidos. En esta ocasión, no estaba dispuesto a caer en el mismo error. Fueron un poco ajetreadas las pruebas que tuve que superar para que me concedieran el perro, y mucho el tiempo que había esperado, Más de dos años calculo. El equipo de adiestradores, me aguardaría en la escuela de Madrid veinte días después. En ese tiempo, me hice ilusiones de todo tipo, y conté la noticia a los cuatro vientos. Sentía mucha curiosidad por el nombre que tendría, la raza, el sexo, y el color de su pelaje. Ellos no me dijeron ni un detalle, para que la expectación en mí fuera mayor.
Pero entonces sucedió algo que yo no había previsto. Una semana antes de marchar a por mi nuevo amigo a la escuela, me llamó por teléfono la instructora, y me dijo con una voz triste estas fatales palabras: - Lo sentimos de veras Lórex, pero tu perrito esta semana a sufrido una repentina enfermedad y ahora lo tenemos en observación, pero con seguridad el incidente hará que ya no sea acto como perro guía. Por lo tanto, lamento comunicarte que tu viaje se suspende hasta que aparezca un nuevo animal que sea adecuado para ti. A mí se me saltaron las lágrimas, y ella muy sensibilizada me consoló dándome ánimos. Lloré con fuerza toda la tarde, mientras agradecía una y otra vez a ese perrito anónimo el gran entrenamiento, y el trabajo que había tenido que desempeñar para mí, aunque ya no nos sirviera a ambos.
Yo temía que el tiempo se prolongara otros dos años en el caso de que no apareciera un nuevo perro guía. Pero como la providencia provee y conoce las necesidades de cada ser, tan solo un mes y medio después, una nueva llamada telefónica me devolvió la esperanza. Entre tantos perros de los que habían terminado el entrenamiento, había uno que encajaba perfectamente con mi perfil, y por tanto me lo pudieron asignar. Tampoco esta vez sabía nada de cómo era ni como se llamaba.
En la estación de tren de Atocha, me esperaban un par de instructores y dos señores también ciegos, que iban a recibir como yo sus perros guías. Nos saludaron y nos dieron la bienvenida. Para caminar hasta la salida, nos poníamos en fila india sujetándonos al hombro del que iba delante. Un servidor que caminaba detrás de Aída, mi instructora, se percató de que le colgaba una trenza larguísima, muy bonita. No pude evitar tomarla en mi mano, pues me pareció graciosa, y ella con voz chistosa me dijo que me dejase de sobeos. Los adiestradores no paraban de gastarnos bromas para que nos relajásemos. Yo apenas me había relacionado anteriormente con personas ciegas, y me pareció que aquella sería una vivencia muy interesante. Junto a la puerta de salida, había un enorme perro inflable de una publicidad, y Aída nos insistió con mucha guasa que tocáramos la oreja de nuestro perrito.
Para cuando llegamos a la escuela, ya nos habíamos contado nuestras vidas unos a otros dentro del minibús, aunque aún quedaban por conocer a dos alumnos más. Eran dos mujeres de diferentes edades. Una señora de unos cincuenta años, y una joven que además de no ver apenas escuchaba. El edificio estaba en una zona rural a una cierta distancia de las perreras. Era de una única planta baja. Todos los dormitorios y las diferentes estancias, se situaban sucesivamente a derecha e izquierda de un pasillo, según cruzábamos la puerta de la escuela. De manera, que el lugar me pareció un largo rectángulo, aunque seguramente no era así. En un lado quedaba la sala donde se guardaba el pienso, la sala de cepillado de los perros, y también la lavandería y el bar comedor. Al otro lado se ubicaban las diferentes aulas, y un pequeño gimnasio al fondo, para quien quisiera hacer algo de ejercicio en su largo hospedaje. Justo al entrar, debíamos guardar nuestros bastones con la idea de que nos orientásemos sin ninguna ayuda en el espacio interior. Esto, era menester para que cuando tuviésemos el perro, conociéramos perfectamente el entorno, ya que dentro de la escuela, el animal nos guiaría sin el arnés. Nos orientábamos siguiendo con los pies los gruesos bordes de una larga alfombra, que atravesaba el salón central. Dicha alfombra, se iba ramificando hacia los laterales hasta llegar a las puertas de las salas. De esta manera, siguiendo los relieves del suelo podíamos acceder al lugar que quisiéramos. Cuando Aída me enseñó mi habitación, aluciné. Era prácticamente un apartamento amplio y con terraza exterior. Tenía un ropero bastante espacioso, incluso una mesa escritorio. La bañera era enorme, tanto que pensé que por ahí cerca debían estar las aletas y la escafandra para poder meterme dentro. En el dormitorio, había hasta hilo musical.
Ya en el comedor, recuerdo que unas simpatiquísimas camareras, nos dieron a elegir unas comidas a cual más apetitosa. En el primer almuerzo, fue cuando conversamos entre todos los compañeros, ya un poco más calmados. Aída (nuestra instructora) se sentó a mi derecha, y esa sería su silla durante las tres semanas que duró el curso. Cada persona tenía asignado un sitio en la mesa, y era invariable. Debía ser así para facilitar nuestra orientación. Frente a mí, siempre se sentaba Patri, una chica sordo-ciega que tuvo que haber trabajado muy duro, para adquirir su autonomía. Una vez me contaron que algunas personas sordo-ciegas, llegan a desarrollar tal sensibilidad en su piel, que incluso el simple roce de la ropa les puede dar como repelús o cosquillas.
En los tres primeros días, los monitores nos enseñaron mucha teoría sobre psicología canina, y las órdenes a las que obedecían los perritos. Nos instruyeron acerca de como debíamos posicionarnos en la calle, y la manera en la que habíamos de entrar y salir por las puertas. Incluso ellos hicieron de perros, colocándose en su espalda el arnés y emulando al andar los movimientos del animal, mientras nosotros le seguíamos sujetados al asa. De vez en cuando, los monitores aprovechaban para ponernos “los dientes largos“, especulando acerca de cómo sería el perrito que nos tocaría a cada uno. Eso iba generando en nosotros mucha expectación. El segundo día, Aída sacó un “Pluto” de goma que pitaba al aplastarlo, y nos dijo que ese era el juguete favorito de uno de los perros, pero que lo tendríamos que adivinar nosotros. Así, que una llegaba por la mañana al desayuno, diciendo que en sueños había visto a su futuro compañero, y era de color canela. Otro, aseguraba que el suyo debía ser grande y macho, pero Aída que lo escuchaba todo se reía maliciosamente de nosotros.
La madrugada antes de que me entregaran el perro, soñé que Aída me traía desde lejos, una vaca mediana, blanca y amarilla, y que al llegar a mí, me decía con sarcástico entusiasmo: - ¡¡Mira Lórex, ella es tu nueva acompañante!! ¡ja ja ja ja ja ja!.
Todavía puedo rememorar con dulzura, los nervios del instante previo a conocer la identidad de mi perro. Estábamos los cuatro alumnos en una de las aulas, junto a nuestra instructora. Tras hacerse un poco de rogar, nos fue revelando el nombre, la raza y el color de nuestros héroes. A mí me dejó para el final, ya que era el que estaba más atacado de todos. - Lórex, tu perro se llama ¡Vino! y es un labrador negro, macho. Yo di un bote en la silla, y reí porque me encantó el nombre. Allí mismo me acordé que durante años, los amigos de la chirigota donde yo cantaba, a menudo bromeaban diciéndome que a mi futuro perro guía, le pondríamos un barril en el cuello, para que nos llevara el vino cuando fuésemos cantando por las calles.
Llegó la soñada hora de la entrega. Estaba claro que sería una cita a ciegas, con todos los ingredientes. Nosotros al menos sabíamos lo que estaba sucediendo, y cual era el sentido del encuentro. Pero los perritos quedaban en desventaja, ya que ellos no imaginaban que iban a tener un nuevo amo. Tampoco conocían el futuro que les esperaba en una nueva ciudad, y lejos de sus compañeros de manada. Ya nos habían advertido del estrés que probablemente sufrirían los animales, ante las inesperadas novedades de todo tipo. Lo único que conocían, era que desde que vinieron al mundo, fueron cambiando sucesivamente de dueños y de hogar. Pues nacieron en las perreras de la escuela, luego los adoptaron durante un año unas familias que les adoraban tanto como ellos a cada miembro. Después fueron llevados de nuevo a las perreras, para ser adiestrados durante varios meses, por profesionales que aunque les daban mucho afecto también iban variando. Según nos explicaron, los perritos no se fiarían ya de sus nuevos protectores, por el temor a encariñarse con ellos y que de pronto desaparecieran. De ahí a que tuviéramos que ganárnoslos poco a poco con nuestro amor y nuestra astucia. Es curioso como la experiencia de los adiestradores, les había llevado a conocer tan profundamente la psicología y las emociones de estos nobles animales.
Era media mañana, yo aguardaba sólo en mi dormitorio, sentado en una butaca. Mis tres compañeros hacían lo mismo en sus habitaciones. Me abrumaba la idea de que Vino no me aceptara, y su rechazo fuese decisivo para que me tuviera que volver a casa sin él. Mientras esperaba nervioso a que Aída apareciera con mi peludo amigo, fui recordando cada momento de mi vida. Desde que era un enano con gafas, que revolvía la consulta del doctor Angúlo, hasta que salí por primera vez con un bastón por mi barrio, pasando por mi agridulce etapa escolar, y los terribles viajes a Barcelona de urgencias. Gracias a las muchas personas solidarias que me ayudaron, entre las que destaco a mis amados padres, y gracias a la creación y a mi fe, ahora la vida me daba una oportunidad maravillosa de liberarme de algunas situaciones del día a día que me atormentaban.
En ese momento estaba tan motivado por cambiar aspectos de mi vida que me ayudaran a desenvolverme, que no entendía como con catorce años me negaba rotundamente a utilizar una de esas tele-lupa que ofrece la ONCE, las cuales amplían las imágenes contenidas en las hojas. Pero a la vez, comprendía que con aquella edad no era consciente de nada, y aún no tenía la suficiente sabiduría ni experiencia.
Pensaba que si en aquellos tiempos hubiese poseído el arrojo de ahora, me hubiera importado un carajo lo que dijesen los demás por utilizar un aparato adaptado para personas con problemas visuales. Con que facilidad habría gozado aquellos cómics de Spiderman que eran mi devoción, pero que por entonces me hacían forzar demasiado la vista, para leer las minúsculas letritas de las viñetas.
Por el pasillo se oyó una cadena metálica. La puerta del dormitorio se abrió y un desbocado ser entró jadeando. Aída venía a su lado. Se dirigieron flechados hacia mi. Dos patitas frías se posaron en mis rodillas, y una lengua juguetona lamió mi cara de arriba a bajo, desplazándome la diadema añil hacia la coronilla. - Vino te presento a Lórex. Y me puse a acariciarlo. ¡Buen comienzo! me dije. - Nos encontramos luego, te dejo con tu amigo. Cantiñeó Aída, y se fue. Vino, al verse sólo con el extraño corrió hacia la puerta ya cerrada, y allí se quedó pegado, aguardando que volviera quien hasta entonces había sido su última referencia como ama. Esto va a ser complicado pensé. Me aproximé a él despacio y lo volví a acariciar. Vino giraba la cabeza hacia el lado contrario a mi, pero sin separarla de la puerta. Después de hablarle y rascarle detrás de las orejas, lo dejé y fui al armario a por comida. En cuanto olió el pienso, se olvidó del susto y corrió como loco hacia la butaca donde me había sentado con la bolsa. Se zampó 225 gr de bolitas en mi mano. Yo se las debía dar de tres en tres para que no se atragantara.
Al rato nos reunimos todos en el pasillo con nuestros respectivos perros. Eran pura energía, dando tirones y levantándose sobre sus patas traseras. La instructora nos insistía en que los controlásemos con la voz, y yo le respondía que como coño se hacía eso. Los encabritados animales se buscaban unos a otros, dando saltos y lanzándose hacia delante. Entre risas y gritos sentíamos que se nos salían los brazos de los hombros. Aída con su humor característico, nos animaba diciéndonos, que había llegado a ver a más de un usuario de perro en momentos parecidos, rebotando en el suelo.
Para la hora del almuerzo, ya se habían calmado, y pudimos sentarnos a la mesa con nuestros leones tumbados a los pies. Pero ese rato tampoco fue fácil, porque se levantaban cada momento para acercarse unos a otros, consiguiendo que las correas se enredaran entre si. A la izquierda de Vino estaba echado Dimi, un enorme Labrador Golden de pelo blanco. Enfrente tenía a Vodka la perrita de Patri, y que compartía con Vino el color y la raza, puesto que eran hermanos. A la derecha de Vodka se encontraba desparramada Siria, una bonita perra de color canela, y delante de ella se hallaba una labradora negra muy pequeñita y tranquila, que asignaron a un compañero que pertenecía a otro grupo.
Aquella noche me fue imposible dormir, por los ladridos de Vino, que desde su canasta respondía a la llamada de su hermana, quien se hallaba en la habitación contigua.
Al día siguiente, fuimos todos en el minibús a un pueblo cercano para comenzar el trabajo con nuestros perros. La primera vez que caminé con Vino lo hice en una acera ancha. Fue realmente emocionante sentir como ese animal, me guiaba con la misma ligereza y seguridad con la que yo andaba cuando veía. Hacía movimientos en zigzag para esquivar Dios sabe que obstáculos. La monitora me decía desde lejos que Vino llevaba el rabo levantado, lo que era señal inequívoca de que se sentía contento y a gusto conmigo. Para mis otros compañeros, la experiencia había sido igual de emocionante con sus perritos. En los días posteriores, anduvimos por todo tipo de terrenos y ambientes para practicar. Salimos al campo, y a pueblos tranquilos, donde tomamos trenes y autobuses. También estuvimos en pleno centro de Madrid, cruzando complicadas avenidas, y entrando y saliendo del metro.
En el camino de regreso a la escuela, nuestra instructora solía contarnos mientras conducía divertidas anécdotas, que les sucedieron a algunos usuarios de perros. Nos contó, que un día se hallaba con unos alumnos en un parque de Madrid, cuando uno de ellos decidió moverse con el perro a su aire, saliéndose del parque. Los instructores lo seguían con la vista. Resultó, que mientras andaba hacia delante sintió una cuesta empinada y la subió muy derechito. Los instructores lo buscaron extrañados. De pronto, un trabajador de la construcción les indicó a los monitores donde estaba el señor del perro. Todos se partieron de la risa, cuando descubrieron que lo que había hecho fue subir con su labrador la rampa de un camión de mudanzas, y meterse dentro, hasta el fondo.
La primera semana, debíamos llevar a nuestros amigos a evacuar cada dos por tres, puesto que aún estaban muy inestables y podían hacerse sus necesidades en cualquier momento. La zona de evacuar quedaba a varios metros de la entrada del edificio. Para llegar a ella, seguíamos con la mano una barra de acero, que por cierto achicharraba como la armadura de un caballero andante, dándole el sol a las tres de la tarde. Tampoco en los exteriores del edificio usaban los perros sus arneses, así que nos guiaban hasta el pipicán sólo por la correa. La zona de evacuar estaba dividida en dos partes. La primera era una pista de cemento delimitada con pósters y cadenas, donde solían defecar algunos de los animales, y una zona de árboles y hierba, en la que yo ponía a Vino. Nos habían enseñado, que para hacer sus necesidades, debían estar siempre sujetos a la correa para evitar que escaparan.
Una mañana, nos encontrábamos todos en la zona de evacuar, estimulando a los perros con la voz para que orinasen, cuando de pronto llegó la jardinera montada en su pequeño vehículo. Ellos al escucharla, comenzaron los cuatro a ladrar y a dar tirones. Vino jaló con tal fuerza hacia el lateral, que caí de espaldas al suelo, partiendo con el homóplato uno de los pósters de madera que allí había. Vino se escapó a juguetear, y yo me quedé tirado en la pista, riéndome y quejándome a la vez.
Al día siguiente, tras dejar a los perros tranquilos en los dormitorios, nos llevaron a conocer las perreras. Yo pensaba que sería un lugar sucio y deteriorado, con pequeñas jaulas infestadas de pulgas. Esa era la imagen que conservaba de todas las perreras que hasta entonces había visto. Cuando nos enseñaron las instalaciones alucinamos de nuevo. El edificio según nos explicaban, tenía forma de estrella y en su interior no faltaba un detalle. El aire olía a limpio, y me resultó entrañable escuchar la coral de ladridos que a veces se creaba. Nos mostraron la sala de recuperaciones de los animales operados, los criaderos, y hasta un parque con especie de atracciones para que corrieran y se divirtieran haciendo deporte. Vimos la suite de nuestros perritos, ahora vacía, y algunas curiosidades más que ya no logro recordar.
Una de aquellas tardes, vinieron a visitarnos a la escuela las familias que habían adoptado a los perros en su primer año de vida. Cuando aquel matrimonio y sus dos hijos adolescentes, vieron desde detrás de un cristal al travieso Vino convertido en un perro guía, concentrado y trabajando con su arnés por la pista de obstáculos, lloraron conmovidos. El perro dio saltos de alegría cuando los vio a todos juntos. También se alegró cuando devoró las galletas de pienso que le regalaron. Les agradecí en el alma su servicio desinteresado.
El día que volví a Cádiz con Vino, hacía un calor tremendo. Como era natural, él iba muy despistado durante el camino de la estación a casa, y mis padres lo observaban con incredulidad. Aquella tarde mi familia conoció a mi perrito, y yo conocí a mi primer sobrino, hijo de mi hermana Elena, que nació mientras me ausentaba en la escuela de perros guías.
Hasta que Aída no llegó dos semanas después a mi ciudad para realizar el seguimiento de Vino, el animal apenas quiso bajar a la calle. Tenía pánico al viento de levante, que agitaba violentamente las copas de las palmeras. Es un viento que a veces sopla por estas tierras, y puede hacerlo con cierta fuerza. Con relativa paciencia, y no sin haberme desesperado en muchos momentos, logramos que Vino perdiese el miedo al viento y también a los ventiladores de los bares.
Sucedió que una mañana, aún muy reciente la llegada de mi perro a casa, el estrés que todavía arrastraba el animal nos pasó factura a ambos. En mitad de una calle peatonal, se le soltó el vientre, arrojando un gran regalo sobre mi pie, que hasta ese instante lucía una estupenda sandalia de cuero. Al tacto era como una suculenta mousse de chocolate de artesanal textura. Aquello inundaba tobillos, pantalón y manos. Juro que no había visto tanta mierda concentrada, desde que vi posando a los tres presidentes en la famosa "foto de las azores". Me quedé paralizado y sin un papelito con el que limpiarme. Vino se hacía el tonto, mientras que las tinieblas ensombrecían mi ser. Cuando todo parecía acabado, acaeció que se presentó un Ángel del Señor ofreciéndome unos pañuelitos de papel perfumado. Le agradecí a aquella gentil mujer su auxilio. Lo más increíble fue que la señora se llamaba Bienvenida. - ¡Bien venida sea! le dije. ¡Coño! La única persona en toda España que debe haber con ese nombre y se había cruzado conmigo. Para que luego digan que las cosas ocurren por casualidad ¡y un huevo!.
La adaptación de Vino fue muy lenta pero totalmente positiva. Paulatinamente, aprendíamos juntos mis recorridos habituales y nuevas rutas. Al fin podía ir al gimnasio sin depender de que mi padre me llevase. Él fue quien me acompañó durante el último año, y para mi era una situación incómoda, pues el hombre tenía que interrumpir alguna de sus actividades. Hoy en día, no sólo continúo entrenando sin movilizar a amigos ni familiares, sino que cuando el monitor está ocupado, me desplazo con mi maravilloso perro por el interior de la sala a mi aire. Incluso he adquirido práctica cargando las máquinas, sin ayuda y sin machacarme los dedos.
Hoy estamos tan unidos, que no se si Vino es una prolongación mía, o yo soy una prolongación suya. Gracias por todo, mi incondicional corcel negro, mi cómplice de orejas de piel de ante, mi fiel escudero.