Texto publicado por Rody Armando Mora
EN QUÉ CONSISTE SER FELIZ?
Generalmente, se asocia la felicidad con el bienestar, lo cual implica poder “estar bien” en los diversos aspectos de la vida individual y social, como salud y otros recursos y condiciones. Sin duda alguna que el bienestar es una gran ayuda para ser feliz; hasta podríamos decir que para ser felices se requiere de una base de bienestar. Sin embargo, la historia muestra que no basta con poseer bienestar para ser feliz, pues han existido y existen personas con alto nivel de bienestar que no han sido o no son felices. Empecemos considerando algunos casos hipotéticos que reflejan la realidad, sin tender a ningún extremo.
Carolina es una muchacha afortunada, si consideramos las comodidades y recursos con que cuentan ella y su familia, y las condiciones que favorecen su posibilidad de disfrute con sus seres queridos. Eduardo es un hombre de una posición socio económica holgada, con mucho de lo que desea tener y disfruta también de comodidades y deleites. Un día, Carolina se mostraba no sólo triste sino con una amargura muy pesada, como un gran fardo sobre sus hombros, que le impedía disfrutar de sus recursos y condiciones favorables. No sentía ganas de comer a pesar de la deliciosa comida y los exquisitos postres en su mesa, y tampoco le provocaba ir a ninguno de sus sitios preferidos.
Definitivamente, estaba viviendo un día que podemos calificar de “negro”. Al preguntársele qué le pasaba, contestó: “me siento mal”. ¿Los motivos o razones? Pues, para no entrar en detalles, una de ésas condiciones que —a veces— cualquiera puede encontrar en su andar por la vida, derivada de alguna situación muy indeseada, como el haber arrollado a un motorizado o a un peatón, o alguna discusión acalorada con alguien importante en lo afectivo. Algo similar le ocurrió un día a Eduardo, por haber expresado con ligereza su opinión con respecto a una persona, sin darse cuenta que quienes estaban escuchándole interpretaron lo que él dijo como algo casi criminal, y le cayeron muchos males encima como si hubiese tropezado con un gran nido de avispas; recibió ofensas de todo tipo, humillaciones y expresiones de odio de personas amigas, tanto que sintió haber probado “las sales de la amargura”.
Vivió unas horas tan malas que le pareció que duraron un siglo. Fernando y Carmen son otras personas muy diferentes en cuanto a posesiones materiales. Ambos, todavía jóvenes, tienen que trabajar y afrontar diariamente apuros e incomodidades para cumplir con un trabajo del cual cada uno devenga un sueldo que apenas les alcanza para sus gastos y cubrir sus necesidades. Viajan en transporte público y visten en forma modesta. En sus casas, hay pocas comodidades y sus familias siempre están buscando algunos reales para completar el pago de compromisos adquiridos. Carmen y Fernando viven en sitios diferentes, y hay poca relación hay entre ellos. Sin embargo, tanto a ella como a él siempre se les ve bien dispuestos a charlar, a compartir con buen sentido del humor; o sea, la mayoría de las veces “se sienten bien”. Recordemos la respuesta de Carolina aquel día negro: “me siento mal”.
Guardando las distancias del tener y del disfrutar, podríamos decir que la disposición a “fluir en la vida” y el estado de ánimo de Fernando y Carmen es casi equivalente a lo que observamos en Carolina y en Eduardo cuando éstos “se sienten bien”, que es la mayoría de las veces. Unos, apoyados en sus posesiones materiales, ventajas y personas felices que les rodean, y otros apoyados en su actitud ante la vida y en la habilidad desarrollada para fluir bien en la vida.
Llegamos a un punto interesante: poco importa tener mucho dinero, amigos y comodidades cuando hay un motivo suficiente para “sentirse mal”. O sea, una persona rica sufre igual que una persona pobre cuando vive una situación de ésas que podemos calificar como negras o indeseables.
Olvidemos un momento la palabra felicidad, que ofrece tanta dificultad para definirla y todos los que han estudiado el tema concuerdan con que no existe nadie que sea siempre feliz, y sólo nos encontramos con personas que “se sienten felices”, unos la mayoría de las veces, otros de vez en cuando. Vamos a usar arbitrariamente la expresión “sentirse bien” en lugar de “sentirse feliz”, sin entrar a considerar tampoco la diferencia existentes entre los términos bien, muy bien y excelente. ¿Por qué? Por algo muy simple, una lección que nos ofrece la vida o la experiencia común: cuando enfrentamos situaciones indeseables, nos sentimos tan mal, aunque tengamos muchos recursos y otras ventajas, que descubrimos que nos bastaría con “sentirnos bien”, pues lo que más interesa es “fluir bien en la vida”.
En los momentos oscuros de la vida anhelamos tanto “sentirnos bien” que casi llegamos a envidiar a aquel muchachito pobre que juega alegre y entretenido cerca de nosotros con un juguete barato, o esa pareja de chicos, más allá, que sonríen con picardía compartiendo quizás un motivo que nos parecería fútil. En tales momentos, llegamos a valorar —en su justa dimensión— el tener motivos y razones para “sentirnos bien”. ¿Para qué? Pues, para poder “fluir bien en la vida”. Es que cuando nos sentimos mal no logramos fluir bien, nos sentimos como estancados, pesados, ahogados, casi paralizados y con un sentimiento amargo que nos parece insoportable, y deseamos salir —lo más pronto posible— de ese “sentirse mal” que casi nos resulta agónico.
Llegamos a otro punto interesante: lo más importante —para poder ser feliz— es “sentirse bien” —aunque no se tenga todo lo que se desea— y poder “fluir bien en la vida”, así que podemos decir que ser feliz —por lo menos, a un nivel modesto— equivale a sentirse bien y fluir bien, sin esa sensación de ahogo y amargura que acompaña a los momentos negros o indeseables. Y poder ser feliz o sentirse bien —para fluir bien en la vida— es una cuestión de actitud y de habilidad. Actitud en cuanto a la disposición a valorar —en su justa medida— las cosas buenas que tenemos y están a nuestro alrededor, aunque sean modestas, entre ellas la salud y los amigos. Y habilidad para saber administrar lo que tenemos, poder desenvolvernos en la vida sin meternos en problemas que nos podrían derrumbar y hacernos saborear “las sales amargas” de los momentos indeseables.
Esto implica saber controlar nuestro hablar —qué decir, cómo decirlo y qué callar— y pensar o reflexionar bien antes de tomar ciertas decisiones, hacer ciertas cosas o elegir entre opciones clave que nos ofrece la vida. ¿Y la alegría? Fernando Savater, destacado filósofo español actual, en su obra El Valor de Elegir, al referirse a la felicidad y considerar las ambigüedades asociadas al término, debido a la dificultad de encontrar una definición “aplicable a todos”, por las enormes diferencias que existen y han existido entre los seres humanos, no sólo culturalmente sino en cuanto a la posibilidad de disfrutar de bienestar —otro término que admite tantas interpretaciones— destaca que más que hablar de felicidad es mejor hablar de la alegría.
Siguiendo a Savater, la felicidad es un término tan ambicioso de contenido que pareciera querer implicar la vida en un sentido amplio. Tanto que a la pregunta ¿eres feliz?, al responder vinculamos en forma inconsciente el pasado con el presente y la posibilidad de futuro. Es como si nos preguntaran ¿tu vida es feliz? La alegría, en cambio, está directamente asociada al momento o lo que sucede en un instante, y no a la vida en su conjunto. La alegría trae consigo el sonreír y hasta el despliegue de la risa, en forma libre y suelta. La alegría despierta la espontaneidad, nos libera y nos aísla del mundo circundante. Por eso la gente que se siente alegre —en una fiesta o momento de alegría—, es capaz de charlar, hacer chistes o bailar a su antojo sin importarle la mirada curiosa de otros, pues en ese momento se siente aislada del mundo; es una forma de liberarse.
Entonces, diremos que ser feliz se relaciona con la posibilidad de vivir la mayor cantidad de momentos de alegría o —por lo menos— el sentirse bien la mayoría de las veces, pues el tener o recibir motivos para sentirse bien es condición básica para acceder a la alegría.
Es necesario agregar algo más acerca del “fluir en la vida”. La vida es, precisamente movimiento, fluir hacia objetivos, o hacia el cambio. De hecho, la vida se detiene cuando se deja de fluir. No poder fluir bien es como una parálisis a nivel del poder ser y del estar con efectividad en el mundo, entendido esto último como “la capacidad de hacer hacia el logro”. Existencia significa ser y estar, en la concepción más simple o menos compleja. Cuando no podemos fluir bien es como si dejáramos de estar; seguimos siendo, pero sin estar con efectividad.
Cuando un preso anhela con fervor recuperar su libertad —entendida como autonomía—, sin importarle vivir luego fuera de la cárcel en condiciones muy simples y sencillas, lo que realmente desea es poder fluir bien en la vida, y superar el “sentirse preso” que equivale a sentirse mal. Le sucede al revés de quien sí tiene autonomía, donde el sentir está primero y luego el fluir. Poder fluir es una condición primaria del vivir. Si el poder fluir bien se asocia al sentirse bien, ¿qué nos permite esa continuidad en el sentirse bien? Pues, llegamos a las mismas recomendaciones que encontramos en libros antiguos y en los consejos de la gente sensata: la importancia de las actitudes, virtudes y habilidades del buen vivir, donde destacan:
Sensatez, humildad y prudencia (lo contrario de la soberbia, el ímpetu descontrolado o el orgullo envilecido), la sencillez (evitar complicarse la vida y encontrar motivo de estar bien con las cosas más simples), paciencia (no forzar los acontecimientos; entender que todo pasa y todo llega), generosidad y tolerancia (para la sana convivencia), laboriosidad y responsabilidad (para el buen uso del tiempo y la energía).
Según Aristóteles, la felicidad se realiza mediante el ejercicio de las virtudes, entre las que destaca la prudencia, y afirma que también requiere de una combinación de condiciones exteriores como el bienestar material, la salud, las amistades y las buenas acciones.
Citemos ahora a otro notable pensador, esta vez Maurice Merleau-Ponty, filósofo francés fallecido en 1983, quien —aun no habiendo escrito sobre la felicidad— nos da valiosas claves para entender la vida y vivir mejor. En su famosa frase “el hombre es un ser condenado al sentido” —pues buscamos continuamente algo más allá de la satisfacción de la necesidad— y en otras valiosas proposiciones suyas, nos orienta sobre el tema que nos ocupa. Él insiste en la conveniencia de no caer en la trampa de la racionalización engañosa. Es muy útil razonar para guiarnos en la vida, pero sin alejarnos de la realidad, de la vida, del mundo. Para él, la primera y fundamental verdad real es que “estamos en el mundo y somos parte de la vida, del mundo”.
Todo lo demás, afirma él, son interpretaciones y racionalizaciones —creaciones mentales— y van a condicionar nuestras intenciones, palabras y actos. Mediante éstos, la vida del sujeto se reanuda y “se proyecta”, pero muchas veces con errores de proyección. Por ello, hay que tener cuidado con nuestros argumentos o criterios para la vida. Las proyecciones “racionales” o los esfuerzos verbalizados sobre la felicidad son la búsqueda de un espacio para vivir, no un real vivir. Esta búsqueda y su logro no dependen del pensamiento sino de lo que ocurra en el mundo. Y esto nunca se limita a lo pensado o verbalizado, y entonces se debe partir, por encima de todo, de un “situarse en el mundo”.
Siguiendo a Merleau-Ponty, con la ayuda de Javier Camargo —un notable estudioso del tema de la felicidad— encontramos que la “felicidad racionalizada” expresa un deseo, según nuestra noción acerca de las posibilidades que nos ofrece el mundo. Y tanto la felicidad como la infelicidad ocurren al experimentar “lo que el mundo o la vida ofrece”. Pero, a partir de “racionalizaciones” —relación pensamiento-lenguaje— la felicidad resulta ser sólo “una proyección” que toma en cuenta el entorno, pero “no es experimentada” por estar atrapada en la mente. Pensar la felicidad no es lo mismo que experimentarla.
Según el autor, “al yo le pertenece el movimiento, pero al mundo las coordenadas para el movimiento”. Entonces, la felicidad como “esfuerzo de expresión” del sujeto que busca darse “un espacio en el mundo” se traduce en movimiento, acción —no sólo en racionalización—, mientras la infelicidad está determinada por el pensamiento y el lenguaje, que “busca explicarse sin poderse detener” y así el sujeto “no logra coincidir consigo mismo” y con el mundo, con la vida. Es como estar enredado en la interpretación de sí mismo y del mundo, mientras la vida pasa y quedamos estancados. Felicidad e infelicidad son parte de un mismo experimentar el mundo, pues el sujeto se realiza por estar “en situación”, aunque no piense en lo que realiza o cuando realiza lo no proyectado.
Interpretando a Merleau-Ponty, el razonar es útil para ciertas tareas, pero no para la expresión afectiva, pues si nos ponemos a pensar —o racionalizar— en “lo que estamos haciendo” —en un momento de expresión afectiva— estaríamos minimizando su contenido afectivo y, por lo tanto, el disfrute real. Y se trata también de no “racionalizar” demasiado la vida, exigiendo virtudes especiales o calificando deficiencias en los demás o en las situaciones, y rechazando opciones a partir de simples preferencias, sino —ante todo— de “experimentar la vida” y la relación con los demás al margen de conceptos discriminatorios o expectativas exigentes.
O sea, no esperar más de lo que la vida ofrece, pero accionando para conseguir más, dentro de los límites de la prudencia. Mucha gente no es feliz por no coincidir sus deseos —o expectativas engañosas— con las posibilidades que ofrecen el mundo o la vida. Nuestro nivel de aspiraciones —muchas veces— no es que sea demasiado alto, sino que no coincide con lo que ofrece el mundo, la vida. Definitivamente, una habilidad fundamental es la de adaptación, que nos permite aceptar de buena gana lo que no es “tan bueno como quisiéramos”, pero sin tener que calificarlo de “imperfecto”, pues al hacerlo, allí empiezan nuestros enredos.
Quizás la mejor manera de calificar sería “aceptable” y “dejar pasar”, donde lo aceptable es aquello que nos sirve al propósito principal, aunque no sea lo que más nos agrada, siempre y cuando favorezca el sentirnos bien y nuestro fluir en la vida. Obviamente, en la vida se presentan cosas claramente inaceptables, pero si calificamos —a la ligera— algo de “inaceptable”, podríamos caer en la trampa de la racionalización engañosa, pues “inaceptable” es un término que nos mueve al rechazo o nos paraliza, mientras “no aceptable” sólo nos dice “busca algo mejor”.
La gente que se declara infeliz o no muestra ser feliz —aún con suficientes recursos para sentirse bien y fluir bien en la vida— no es más que gente “racionalizadamente” infeliz, pues está decidiendo —a causa de sus ideas, prejuicios y expectativas exigentes— no ser feliz, sin darse cuenta de ello. Regresando con Merleau-Ponty, “el yo participa en la configuración de su vida”, pero debe darse con un proyecto de vida “razonable” —no racionalizado— pero, eso sí, fundamentado en las posibilidades que ofrece el mundo o la vida, y realizando las acciones adecuadas en el momento oportuno. Reflexiones como éstas pueden ayudarnos a vivir mejor.
Una vida feliz no es la que se vive rodeada de riquezas materiales —que sí se tienen, mejor— sino de poder sentirse bien la mayor parte del tiempo, para compartir con los demás, y así fluir bien en la vida. En síntesis, se trata de aprender y poner en práctica la actitud adecuada y la habilidad para evitar los momentos indeseables, y procurarnos una línea más o menos continua de momentos buenos o, por lo menos aceptables, sin exigir demasiado y sin caer en la trampa de la racionalización engañosa. Y la alegría —esa avecilla traviesa que revolotea por todas partes buscando un sitio donde posarse y regalarnos su inspiración— sólo depende de pequeños motivos o detalles fáciles de crear… bueno, cuando estamos fluyendo bien, para lo cual sólo necesitamos la condición básica: sentirnos bien.
Hemos desarrollado el tema al margen de lo teológico, con un punto de partida en la vida cotidiana, “lo concreto”: el tener, el sentir y el fluir. Sin embargo —como punto de llegada— nos encontramos con las virtudes que nos vinculan con “lo trascendente”, con la dimensión espiritual del ser humano y del mundo, donde aparecen nociones como el sentido de la vida y el amor como condición universal, que nos conectan con lo filosófico y hasta tocan el terreno de la fe. El tema de la felicidad es y seguirá siendo siempre abierto…
Colaboración de Pensador
Venezuela