Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
El arte mortífero, Robert Bloch.
El Arte Mortífero.
Era una noche muy calurosa, incluso en los trópicos. Vickery se estaba
preparando un combinado de ginebra cuando oyó el discreto golpe en la
puerta de
la habitación del hotel.
-¿Eres tú, Sarah? -murmuró.
Entró un hombre, rápida y silenciosamente, corriendo el pestillo de la
puerta tras él.
-Soy Fenner -dijo-. El marido de Sarah. -Hizo una mueca a Vickery-.
¿Sorprendido, verdad? Sarah también lo estuvo.
-Realmente, yo...
Vickery trató de levantarse.
-No se moleste -le dijo Fenner-. No se mueva de donde está.
Sin dejar de sonreír, sacó una enorme "Webley" del bolsillo de su
chaqueta y apuntó al estómago de Vickery.
-Un blanco inmóvil -observó Vickery-. No resulta muy deportivo, amigo mío.
-Miren quién habla de deportividad, después de lo que ha hecho con mi
mujer. ¿El gran cazador blanco, eh? Habitaciones contiguas en el hotel y
todo...
Habrá sido un interesante safari.
Vickery suspiró.
-Supongo que no servirá de nada que lo niegue. Dispare, pues, y que lo
ahorquen después.
-Esto sí que no. No deseo que me ahorquen. Por consiguiente, no dispararé.
Sin dejar de apuntarle con la pistola, Fenner buscó algo en el bolsillo
de la chaqueta y extrajo de él una pequeña bolsa de cuero. La abrió con
precaución
y dejó caer un objeto movedizo y de vivos colores a los pies de Vickery.
Parecía un diminuto brazalete de coral, pero estaba vivo.
-Será mejor que no se mueva -murmuró Fenner-. Sí, es una krait. La
serpiente más pequeña y mortífera que existe en el mundo, según me han
contado.
-¡Espere, Fenner! Escúcheme...
El diminuto brazalete de coral se desenroscó de repente. Antes de que
Vickery pudiera apartarse, se lanzó contra él como un relámpago
escarlata. Una y
otra vez, la krait hundió sus colmillos en la pierna derecha de Vickery,
a través de la delgada tela de sus pantalones.
Vickery profirió un gemido y cerró los ojos, sin intentar aplastar a la
serpiente. De pronto, ésta cesó en su ataque y volvió a enrollarse en el
centro
de la alfombra.
Fenner tragó saliva, se enjugó la frente y depositó la pistola sobre la
mesa.
-Le dejo esto -dijo-. Tal vez quiera usarla. Me han dicho que en menos
de diez minutos...
Vickery se echó a reír.
-Fenner, ¡es usted un crédulo!
-¿Qué quiere decir?
-El nativo de un bazar le vende una inofensiva culebra cristal, y usted
acepta su palabra de que se trata de una krait. Como aceptó las
explicaciones de
una mujer celosa cuando ésta le contó que ella y yo nos entendíamos. En
realidad, amigo mío, estaba enojada porque yo no quise saber nada de
ella. -Vickery
volvió a reírse-. Admito que mis palabras no resultaban muy galantes,
pero tiene usted derecho a saber la verdad.
-¿No esperará que me trague esto, verdad?
-Como usted guste. -Vickery agitó una mano-. ¡Oh, no se marche! Siéntese
y charle un rato conmigo. No va a ocurrir nada, como usted mismo podrá
comprobar.
Y no ocurrió nada, exceptuando que Fenner tomó una copa y una breve
charla le convenció de que Vickery era tan inocente e inofensivo como la
minúscula
serpiente enroscada sobre la alfombra.
Cuando se marchó, presentó rendidas excusas a Vickery por todo lo
ocurrido. Enviaría el equipaje de Sarah en el primer avión que saliese
para Londres,
y él pensaba seguirla allí a la mañana siguiente.
Vickery le deseó un buen viaje.
-Llévese su pistola -dijo-. Y también la serpiente. No se moleste en
meterla en la bolsa, póngala en su bolsillo. A las serpientes les gusta
el calor y
el contacto con el cuerpo humano.
Cuando Fenner salió para dirigirse a la habitación antes ocupada por su
esposa, Vickery siguió haciendo sus preparativos para acostarse. Su
mente estaba
llena de cálculos matemáticos. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo se precisaba
para que Sarah llegase a Londres y él pudiese llamarla por teléfono?
¿Cuánto dinero
había dicho ella que poseía su esposo? Y cuánto tiempo necesitaría la
krait para rebullir encolerizada en el bolsillo de Fenner y morder sus
carnes grasientas
a través de la ropa?
La respuesta a esta última pregunta no tardó en llegar.
Vickery oyó los gritos del hombre a través del delgado tabique de la
habitación contigua, en el preciso instante en que él se sentaba en la
cama y aflojaba
las correas de su pierna artificial.
Fin.