Texto publicado por El Atlante
CLAVES PARA UNA ALIMENTACIÓN SANA Y EQUILIBRADA. (DESMITIFICANDO CREENCIAS FALSAS SOBRE NUTRICIÓN)
Hola gente guapa.
Este artículo no es mío sino del prestigioso naturópata Juan-M Dupuis.
Aunque en la última parte se han incluido otros aspectos de alimentación saludable de total importancia.
Un besito.
Alimentación saludable.
Una dieta sin grasa... ¡engorda!
Como sobre las dietas ya está todo dicho, yo había decidido quedarme al margen de cualquier discusión.
Sin embargo, a fuerza de prestar atención a esas discusiones, creo que hay una idea que sin duda merece ser transmitida por encima de todas las demás: una buena alimentación es aquella que es buena tanto para el cuerpo como para la mente.
Si la dieta que está siguiendo le hace sufrir, mental o físicamente, va por mal camino.
Su objetivo debe ser conseguir sentirse bien después de cada comida. Si se encuentra hinchado, ligeramente empachado, con principio de dolor de cabeza o con muchas ganas de dormir, probablemente no haya comido como debía.
A la inversa, si al terminar de comer está aún muerto de hambre y de mal humor, tampoco es buena señal.
Y finalmente, si una hora después de comer vuelve a tener hambre, nos encontramos ante otro problema. Por lo general debería estar haciendo la digestión y el hígado estar trabajando. Comiendo lo correcto no hay razón para que su cuerpo le reclame comida de nuevo tan pronto.
En resumen, como pasa con cualquier tipo de placer, al sentarnos a la mesa nuestro objetivo no debe ser sólo la satisfacción mientras dura la comida. Elija alimentos que le gusten y que satisfagan su apetito sin atascar el sistema digestivo, ni dejarlo a punto de reventar. No es tan difícil.
Mastique más de lo normal, para que el alimento suelte su vitalidad y nutra mejor al organismo. La digestión será bastante más liviana.
El cuerpo sabe lo que es bueno para él
No deberíamos darle muchas vueltas. Nuestro cuerpo sabe de sobra lo que le sienta bien y lo que no. Sabe perfectamente que, cuando tenemos hambre, nos abalanzaríamos sobre una bolsa de patatas fritas y no dejaríamos ni una… pero también sabe que cuando nos la hemos terminado nos queda una sensación desagradable (una mezcla de “he comido demasiadas” y de “me comería otra bolsa”). Y por supuesto sabe que, por mucho que le gusten las patatas fritas, sería impensable alimentarse sólo de ellas.
Y lo mismo pasa con todos aquellos alimentos ante los que caemos rendidos, desde barritas de chocolate a pizzas y hamburguesas. La sensación de “placer” al ingerir el alimento es rápidamente reemplazada por una sensación de hastío cuando ya lo hemos comido.
El cuerpo nos está lanzando señales extremadamente claras de que no aprecia el capricho que le damos.
En teoría, el problema de la alimentación se podría solucionar entonces fácilmente: bastaría con buscar sentirnos lo mejor posible al terminar de comer, y seleccionar los alimentos en consecuencia.
Sin embargo, nuestra respuesta “natural” ante la alimentación ya no es tan natural y no podemos fiarnos de ella.
Desconfíe de los cereales no integrales.
El ser humano lleva millones de años comiendo frutas, bayas, raíces, plantas varias, frutos secos, carne de caza, pescado, crustáceos... (Es la alimentación ancestral). Queramos o no, estamos hechos para esa dieta.
Con la aparición de la agricultura en el Neolítico (hace 10.000 años, es decir, hace nada como quien dice…), el hombre comenzó a consumir glúcidos, presentes en los cereales, en gran cantidad.
La digestión transforma rápidamente los hidratos de carbono en glucosa, una sustancia que el cuerpo asimila mal. La glucosa puede incluso convertirse en veneno mortal para el organismo si sus niveles en la sangre son excesivos.
Por suerte contamos con el páncreas, que inyecta insulina en el cuerpo cuando nota que el nivel de azúcar está aumentando. La insulina abre las “puertas” de nuestras células, que absorben glucosa hasta que su nivel en la sangre vuelve a ser normal.
Asimismo, el hombre lleva mucho tiempo consumiendo cereales de tipo integral, que contienen gran cantidad de fibra, que ralentiza la digestión y, por tanto, la absorción de glucosa. Y sigue tomando mucha verdura. En cuanto a los frutos secos, por su alto valor energético, han constituido un alimento importante en todas las épocas, sobre todo entre la población rural.
Sin embargo, la introducción de alimentos feculentos en la dieta a partir del Renacimiento (las judías verdes procedentes de América y después la patata en el siglo XVIII), la Revolución Agrícola y la progresiva industrialización de la agricultura, provocaron una alteración de los hábitos alimenticios, con el consiguiente incremento del consumo de hidratos de carbono.
El consumo de almidón en estado puro (en forma de patata o cereales refinados) ha crecido hasta representar un 60% de las aportaciones calóricas diarias. Es importante saber que el almidón de la patata, por ejemplo, comienza a transformarse en azúcar puro en cuanto entra en contacto con la saliva, hasta tal punto que el nivel de glucosa en la sangre al comer patatas aumenta más rápido que al masticar un terrón de azúcar.
La catastrófica publicidad antigrasa
El desastre alimenticio se aceleró ya en los años sesenta, cuando las autoridades públicas (es de suponer que orientadas hábilmente por el lobby agrícola) llevaron a cabo grandes campañas publicitarias para disuadir del consumo de grasas y animar a tomar aún más cereales.
El descenso del consumo de grasas por parte de la población occidental, así como el incremento del de hidratos de carbono, ha desencadenado la epidemia de sobrepeso, obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares y cáncer que todos conocemos.
Nos encontramos ante la absurda paradoja de que una gran parte de la población está pasando hambre porque evita comer grasas (que son las que nos proporcionan la sensación de saciedad) y poniéndose a hacer dietas que, al ser más ricas en glúcidos, les acabarán haciendo engordar.
Y ya no digamos las depresiones y tragedias personales (infelicidad y desajustes alimentarios) que este desastre ha generado, aparte de las enfermedades relacionadas con el progreso y el estilo de vida, enfermedades que se producen con más frecuencia en países industrializados.
¡La falta de grasa engorda!
Hace poco asistí a una conferencia de Isabelle Robard sobre la alimentación y la epidemia de obesidad en los países desarrollados en la que mediante un gráfico presentó el paralelismo absoluto existente entre el incremento del consumo de hidratos de carbono en Estados Unidos desde hace cuarenta años y el incremento de la obesidad.(1)
Según Walter Willet, jefe del Departamento de Nutrición de la Escuela de Salud Pública de Harvard, una de las universidades americanas más brillantes, al que citó: “La comunidad científica ha contribuido a la epidemia de obesidad al transmitir el mensaje de que sólo se deben evitar las calorías que proceden de las grasas, lo que ha llevado a mucha gente a creer que podían consumir cereales en cantidad”.
Isabelle Robard nos enseñó otro gráfico aún más llamativo, realizado a partir de un estudio norteamericano sobre la relación inversamente proporcional entre el consumo de grasas y la obesidad: cuantas menos grasas se consumen, ¡más se engorda!, ya que siempre se tiene hambre, puesto que las grasas desempeñan un papel fundamental en el metabolismo.
La invasión de productos “con poca grasa” (aunque cargados a menudo de sustancias químicas) ha hecho que los estadounidenses tengan hambre, y por lo tanto, se pongan a consumir más cereales, azúcar y bebidas azucaradas, con los consiguientes resultados desastrosos para su nivel de glucosa en la sangre. El páncreas ya no es capaz de generar toda la insulina necesaria y las células del cuerpo desarrollan una resistencia hacia ella. De ahí procede la epidemia de diabetes, y las enfermedades que la siguen.
Europa sigue el mismo camino
Europa no está a salvo. Ni siquiera los países que disfrutamos de la famosa “dieta mediterránea”. Aunque hayamos resistido un poco más, hace tiempo que en España han saltado también las señales de alerta en forma de espectaculares incrementos en los casos de sobrepeso (incluso infantil), diabetes, etc. Y mientras tanto, quienes deberían velar por nuestra salud siguen empeñándose en que huyamos como de la peste de las grasas y en su lugar nos atiborremos a cereales.
Como resultado, millones de madres de familia les dan a sus hijos copos de maíz y arroz inflado en todas sus variedades (chocolateados, enriquecidos con miel…) con toda su buena intención, mientras que desde el punto de vista de la nutrición tiene el mismo efecto que darles terrones de azúcar.
Podría pasarme horas y horas escribiendo del tema; por ejemplo, del hecho de que no exista ningún estudio científico que haya permitido relacionar la cantidad de grasas consumidas y el nivel de colesterol en la sangre (como mínimo el 75% del colesterol se produce en el propio cuerpo), o de que dejar al cuerpo en situación de “hambruna” imponiéndole regímenes hipocalóricos hace que se ponga en modo “ahorro” y acumule grasa precisamente como previsión ante los tiempos difíciles que se avecinan.
Dos reglas sencillas para elegir los alimentos
A día de hoy resulta por tanto complicado fiarse de nuestro propio sentido común para elegir correctamente los alimentos. Según el bioquímico Thierry Souccar, un buen método para elegir los alimentos es comer aquellos que tienen:
• Una menor densidad calórica, es decir, un número reducido de calorías por gramo. O dicho de otra manera: elija las uvas antes que las pasas.
Un índice glucémico bajo. El índice glucémico es la velocidad con la que un carbohidrato se transforma en glucosa durante la digestión. Cuanto más elevado sea el índice glucémico, más radical será el aumento del nivel de glucosa en la sangre, y el páncreas tendrá por tanto más problemas para controlarla.
Lo interesante de estas dos pautas es que nos permiten comprender por qué las palomitas, que son tan ligeras, en realidad resultan tan negativas para la salud. La razón es que el número de calorías por gramo es muy alto, y ya no digamos si están azucaradas. De ahí la sensación de malestar que nos sobreviene al comer demasiadas.
Controlar el índice glucémico (IG) es complejo. Por ello Isabelle Robard aboga por obligar a los fabricantes de productos alimenticios a que lo indiquen en las etiquetas de sus productos.
Nunca antes nos habíamos preguntado por ello, por lo que era imposible imaginar que los alimentos feculentos tuvieran un índice glucémico muy alto, o dicho de otra manera, que se transformaran tan rápido en azúcar puro en nuestro cuerpo.
Los alimentos con un IG elevado (>70) son las patatas, el pan, las pizzas, el arroz blanco, el arroz inflado, las galletas, las barritas de cereales, los cereales del desayuno, las palomitas, las barritas de chocolate, etc.
Los alimentos con un IG bajo son la mayoría de las frutas y verduras, los cereales integrales, el arroz basmati, algunas galletas, la pasta integral, las nueces y avellanas, la carne y el pescado.
Por supuesto, las verduras son el mejor alimento y deben representar nuestra base alimenticia, sobre todo las verduras de colores (brócoli, lombarda, canónigos, rúcula, etc.), que además de un índice glucémico bajo tienen también una densidad calórica menor.
Las dietas de IG bajo son las que nos permiten adelgazar y, lo que es más importante, mantenernos en ese peso.
Verá cómo al terminar de comer se siente mucho mejor.
Recuerde que comer es un acto alegre, sereno, vital y trascendente. Evite por tanto las prisas, y ver programas de violencia o mantener discusiones durante la comida.
Incorpore la merienda.
Merendar es fundamental para adquirir la energía suficiente que le permita llegar a la cena sin estar cansado. Al merendar, evitamos darnos el gran atracón en la cena, el que puede llevarnos a engordar y a dormir incómodo por tener el estómago muy lleno.
El pescado debe ser variado. No consuma sólo pez espada, atún y salmón, varíe, ya que estas especies contienen muchas trazas de mercurio y han de ser consumidas con moderación.
Evite en lo posible el pollo de granja industrial, por su alto contenido en hormonas de engorde. Mucho mejor es el pollo de campo.
La yema de huevo no hace subir la tasa de colesterol
En los años 1980 se acusó injustamente a la yema de huevo de hacer subir la tasa de colesterol. Hoy en día se sabe que la tasa de colesterol en sangre tiene poco que ver con el colesterol de los alimentos, ya que es fabricado por el hígado a partir del azúcar.
No olvide que el colesterol no es un veneno: cada célula de su cuerpo necesita colesterol. Contribuye a fabricar la membrana celular, hormonas, vitamina D y ácidos biliares para digerir las grasas. El colesterol ayuda también a conformar recuerdos y es indispensable para las funciones neurológicas. El colesterol de los alimentos es su amigo.
En cualquier caso, numerosos estudios han concluido que los huevos no hacen subir la tasa de colesterol. Por ejemplo, investigaciones publicadas en International Journal of Cardiology (1) han mostrado que en los adultos con buen estado de salud, comer huevos todos los días no provoca ni efectos negativos sobre las funciones endoteliales ni una elevación de los índices de colesterol.
Así que puede comerse con toda tranquilidad seis huevos a la semana probando recetas variadas y deliciosas. La mejor forma de comer huevos es: Crudos (salvo embarazadas) pasados por agua o revueltos. Los verdaderamente saludables son los de etiqueta marcada con el número 0.
La leche.
La leche es un producto mitificado, siendo erróneamente el remedio usado para gripes y refriados. Pero hoy sin embargo está muy cuestionada por nutricionistas, naturópatas y endocrinos .
La leche de vaca no está diseñada para el ser humano sino para el ternero, el cual posee un esqueleto considerablemente mayor que el de un recién nacido humano. Por tanto sus concentraciones en nutrientes y otra spropiedades son las adecuadas para un ternero.
La leche además de que en la mayoría de personas es indigesta por carecer de encimas para digerir la lactosa, produce alergias, humedad, moco y contiene trazas importantes de antibióticos usados para las ubres infectadas de las vacas, así como hormonas muy desaconsejadas. Además, la leche industrial, está tan pasteurizada por cuestiones de su conservación, que ha perdido la mayoría de sus vitaminas, minerales y proteínas.
El calcio se puede obtener de otras vías como la cáscara de huebo y otros productos vegetales.
Un buen sustituto es la leche de soja, de almendra o de avena, que aportan proteínas vegetales así como variedad de vitaminas.
El azúcar:
El azúcar refinado, es directamente un veneno que altera el sistema nervioso y daña a la sangre, además de que es adictivo y produce diabetes, (incluido el azúcar moreno) Mejor obción es la panela. Pero sin duda lo más recomendable son: La miel, la melaza, el sirope de arce natural y por encima de todos, la planta Stévía, que es un regulador pancreático y gran antioxidante. Son unos edulcorantes naturales y sanos.