Fichero publicado por SUEÑOS;
04 - Radio Rebelde; Hoy, turismo en la argentina;
Por Julián Varsavsky
“A conocer la región Cuyo” es la consigna disparadora del viaje. Y de paso seguir hasta La Rioja, que a fines de los ’80 se sumó oficialmente a la región Nuevo Cuyo, aunque sigue siendo percibida como parte de la región Noroeste. Sin mucho plan, con una línea circular roja trazada en el mapa, salimos a la ruta. Ya pasaron las vacaciones de invierno con sus muchedumbres y la primavera se acerca, así que no habrá mayores problemas en ir improvisando este viaje al pie y sobre la Cordillera de los Andes, tomando como eje el sector centro-norte de la Ruta 40. La idea es explorar Cuyo en quince días con un auto común. Es decir, Mendoza, San Juan y San Luis, más el agregado de La Rioja, que está en la parte más austral del Noroeste.
Los colores del paisaje sanjuanino, vistos desde la ventanilla en la travesía por las rutas cuyanas.
VAMOS A LA RUTA Antes del alba de un lunes sin brillo avanzamos por la RN7 semivacía. Viajamos tres horas de un tirón hasta la ciudad bonaerense de Junín. Cafecito tempranero con medialunas calientes y otra vez a rodar, ahora por la RN188, hasta General Alvear en Mendoza, para un almuerzo bien tardío –casi merienda– de un chivito asado, tan suave que se deshace en la boca como manteca. Ya estamos a 900 kilómetros del punto de partida en Buenos Aires.
Por la RN 143 llegamos en una hora más a la ciudad de San Rafael –eje turístico del centro de la provincia–, pero elegimos doblar a la izquierda en la RP173 para entrar en el Valle Grande. Allí buscamos unas cabañas a la vera del río Atuel para pasar la noche.
Al día siguiente descendemos en un gomón de rafting por el Cañón del Atuel, cuyo río corre entre dos líneas de montaña. Y por la tarde visitamos el dique de Los Reyunos, una pequeña villa turística rodeando un espejo de agua encajonado entre altas montañas.
La idea de este viaje es el descanso y la contemplación de paisajes, así que pasamos un día entero tranquilo, con asado junto a la cabaña, dejando de lado las opciones de trekking, 4x4, escalada, cabalgata y kayak, que hacen de Valle Grande una de las mecas para las excursiones de aventura de la Argentina.
De nuevo en la RN143 vamos hacia el oeste en busca de la Ruta 40, ese eje troncal de la Argentina que va en paralelo a la Cordillera de los Andes. Una vez en “la 40” rumbeamos hacia el norte hasta la ciudad de Mendoza, la base para explorar los circuitos montañosos del norte de la provincia.
Desde la capital mendocina recorremos el circuito “Villavicencio-Caracoles” –totalmente pavimentado– que atraviesa la zona precordillerana por la antigua RN7 hacia Chile. El paseo nos lleva hasta un mirador enclavado en una zona rica en manantiales, desde el cual se ve el Gran Hotel Villavicencio, el de la etiqueta del agua mineral. El trayecto continúa por el camino de Caracoles, sinuosas cornisas, hasta Uspallata. Al regreso descendemos entre abruptas paredes de color rojizo en la montaña, que parecen cortadas de un certero hachazo.
Un día entero lo dedicamos a la excursión más famosa desde la capital mendocina –llamada Alta Montaña–, para recorrer los principales valles andinos desembocando en el Parque Provincial Aconcagua. Allí caminamos 400 metros por suaves lomadas hasta el mirador de la Laguna Los Horcones, donde aparece de repente el monarca de los valles mendocinos: el Aconcagua. Este gigante disimula muy bien sus 6962 metros de altura que lo consagran como el más alto del continente, rodeado a su vez de otras altísimas montañas que nos hacen perder toda noción de las proporciones.
Luego seguimos hasta el Puente del Inca, formado de manera natural hace millones de años cuando un cerro se derrumbó sobre el río Cuevas. El río erosionó después el suelo formando un cañón que, en un pequeño segmento, está techado por esta extraña formación sedimentaria.
Ya casi al final del trayecto aparece junto a la ruta la villa fronteriza de Las Cuevas, erigida a 3151 metros sobre el nivel del mar, con sus pintorescas casas al estilo nórdico. Y por último, un sinuoso camino de tierra de nueve kilómetros conduce hasta el monumental Cristo Redentor, esculpido por el artista Mateo Alonso a 4000 metros de altura. Las posibilidades de llegar hasta el Cristo de seis toneladas son remotas, ya que el camino permanece tapado por la nieve la mayor parte del año. De modo que unos pocos afortunados alcanzarán a leer personalmente una significativa placa que reza junto al monumento: “Se desplomarán primero estas montañas antes de que chilenos y argentinos rompan la paz jurada al pie del Cristo Redentor’’.
La inconfundible silueta, digna de otro planeta, que identifica al Valle de la Luna.
VALLES SANJUANINOS Mendoza queda atrás y retomamos viaje por “la 40”, siempre con rumbo norte, 160 kilómetros hasta la ciudad de San Juan. Allí visitamos ese mismo día el dique de Ullum, la bodega de vino Graffigna –con su didáctico museo sobre la producción– y el Museo de Ciencias Naturales. Este museo paleontológico merece una atención especial, ya que es uno de los más importantes del mundo en su tipo (grandes museos del planeta darían cualquier cosa por tener al menos una de las piezas únicas que se exhiben en este lugar). La visita permite entender el valor paleontológico de la cuenca Ischigualasto-Villa Unión –donde están Talampaya y Valle de la Luna–, algo que no se ve a simple vista en el terreno.
Ambos parques fueron declarados Patrimonio de la Humanidad, no por su indiscutible belleza sino principalmente por los hallazgos que se hicieron en el lugar, entre ellos los de orden paleontológico que se extrajeron y están en el museo. Lo que se ve es una muestra casi completa de la evolución de los dinosaurios desde su aparición sobre la tierra durante el Triásico, comenzando por los más pequeños como el Eoraptor Lunensis –de 1,20 metro de altura–, hasta el Herrerasaurus, que medía cuatro metros de largo.
Para no andar a las corridas hacemos noche en la capital sanjuanina, aunque también sería posible seguir directo hasta el siguiente destino: el pueblo de Rodeo.
Subimos por “la 40” hasta el cruce con la RN150, donde doblamos a la izquierda rumbo a Rodeo (180 kilómetros desde la capital de San Juan). Nos alojamos en una hostería y vamos directo a visitar el sitio más interesante de la zona: el dique Cuesta del Viento.
Cualquier viajero un poco desorientado podría llegar a Cuesta del Viento y pensar que está frente al famoso Valle de la Luna inundado por un gran diluvio. En ese espejo de agua sobresalen las puntas de los cerros más altos, que parecen coloridos islotes perdidos en medio de un mar de aguas color turquesa. Pero se trata de un ventoso lago artificial originado hace quince años por la construcción de un dique, que por un azar de la intervención humana conformó uno de los paisajes más sorprendentes de nuestro país.
El pueblo de Rodeo está a cinco kilómetros del dique y desde allí se organizan salidas de mountain bike, cabalgatas, paseos en 4x4, trekking y bajadas de rafting por el río Jáchal.
Fauna andina: una vicuña y un zorro, al borde de las rutas más altas de la travesía.
LLAMADO RIOJANO De regreso en la ruta, “la 40” nos lleva ahora hacia tierras riojanas, recorriendo 370 kilómetros hasta Villa Unión, una ciudad donde nos detenemos varios días para explorar la zona.
El segundo día, aun en plena noche, partimos con una excursión contratada –se necesita camioneta 4x4 y guía– hasta la Laguna Brava, uno de los paisajes andinos más espectaculares de la Argentina. El amanecer nos alcanza en la Quebrada de la Troya, una cuesta de ripio donde se dibuja el perfil de una pirámide natural casi perfecta, formada por el desprendimiento de una gran placa sobre la ladera de la montaña.
Luego atravesamos el pueblo de Alto Jagüe, donde desde hace décadas –en los días de lluvia– la única calle del pueblo se convierte en el lecho de un río fugaz que ha ido cavando una barranca a cada costado. Por eso, al transitar por la calle se ve a cada lado una pared de tierra de dos a tres metros de altura. Y arriba están las casas de adobe, que alguna vez estuvieron a la altura de la calle.
Por la Quebrada del Peñón subimos hasta los 4350 metros, donde la vegetación desaparece por completo y el suelo pasa a estar cubierto por millones de piedritas redondeadas. A la distancia las montañas parecen cubiertas por finas capas de terciopelo azul, verde, naranja, violeta, rosa y gris. Y en una pampa de altura nos cruzamos con una manada de vicuñas de terso pelaje marrón.
Tras una lomada se abre al pie del camino un amplio valle con una laguna en el centro, un espejo de agua azul zafiro con 17 kilómetros de largo por dos de ancho. Es la Laguna Brava, rodeada de volcanes nevados que superan los 6000 metros de altura. El chofer se desvía a campo traviesa buscando esa laguna que duplica la silueta invertida de medio centenar de flamencos rosados, inmóviles dentro del agua. Un viento helado sacude los escasos pastos dorados y un ambiente árido al extremo crea el aura onírica de un espejismo. Hasta que la serenidad del paisaje se rasga como una hoja de papel cuando todos los flamencos remontan vuelo al unísono, para desaparecer aleteando tras una serranía cual una nube rosada. Y dejan detrás una colorida desolación, una dolorosa belleza sumida en el silencio absoluto que es la esencia misma de los yermos paisajes riojanos: son los colores de la soledad.
La increíble huella de un dinosaurio, en el Parque Nacional Sierra de las Quijadas.
PARQUES TRIASICOS Al día siguiente visitamos el Parque Nacional Talampaya para recorrer no solamente sus circuitos clásicos sino también uno llamado Ciudad Perdida. Este circuito de trekking alternativo arranca en camioneta por el lecho seco del río Gualco, para continuar caminando sobre unas rojizas dunas y pampas de arena pobladas por guanacos. Al llegar a un mirador natural sobre una elevación del terreno, aparece a nuestros pies una especie de “cráter lunar” de tres kilómetros de diámetro con fantásticas formaciones que se asemejan a las ruinas de una ciudad antigua.
Ciudad Perdida es una gran depresión del terreno rodeada por farallones de 250 metros de altura. Vista desde arriba parece un intrincado dédalo de grietas y galerías sin salida, con sinuosos cursos de agua resecos que se bifurcan al arbitrio de las lluvias y el terreno.
Por un flanco descendemos hacia el interior de la Ciudad Perdida para recorrer sus interminables laberintos diseñados por las corrientes de agua de lluvia. Entre sus tesoros escondidos hay una pequeña pirámide casi perfecta y un pozo de 100 metros de ancho por 30 de profundidad.
“Levantamos campamento” y seguimos viaje para visitar el Valle de la Luna, otra vez en San Juan. Abandonamos ahora “la 40” para tomar la RN76 y visitar ese parque con las valijas en el baúl.
El árido Parque Provincial Ischigualasto o Valle de la Luna era hace 200 millones de años una selva con lagos rebosante de vida –igual que Talampaya– donde habitaron los primeros dinosaurios, cuyos huesos perduraron petrificados entre la arenisca de un valle que brotó de las entrañas de la tierra cuando se levantó la Cordillera de Los Andes. Hacemos la visita guiada, que lleva una hora y media, y luego el trekking hasta lo alto del Cerro Morado para tener una visión completa del parque.
El viaje continúa ahora hacia la provincia de San Luis, donde el objetivo principal es visitar el Parque Nacional Sierra de las Quijadas, que aun con sus similitudes con los dos parques anteriores tiene otras perspectivas y dimensiones que justifican la visita.
La siguiente parada es entonces en la ciudad de San Luis, a 517 kilómetros desde Villa Unión. En el trayecto se pasa por el portal del Parque Nacional Sierra de las Quijadas, pero recorrer dos parques en un mismo día no es recomendable (conviene ese día visitar el Santuario de la Difunta Correa, 30 kilómetros antes de Caucete). Así que en la jornada siguiente, desde la capital puntana, desandamos 120 kilómetros hasta el Parque Nacional, cerrando ya el círculo rojo trazado en el mapa al comienzo del viaje.
Ingresamos al Parque Nacional Sierra de las Quijadas por un camino de tierra roja. Tras una lomada aparece el asombroso valle del Potrero de la Aguada. Desde un mirador natural vemos esa laberíntica depresión del terreno de 4000 hectáreas, rodeada por los farallones de una gran muralla roja con 250 metros de altura.
En un sendero aparece una gran huella de dinosaurio. La experiencia es algo impresionante, porque no se trata de una huella borrosa sino de un molde perfectamente definido en el terreno, con una profundidad de cinco centímetros. Están impresas las tres pezuñas de la pata de un saurópodo de cola larga, una especie de cuadrúpedo que fue el mayor de la zona. Y se trata de una ignita, que es una huella inmune a la lluvia y al paso del tiempo que perduró petrificada por millones de años. Que, sin embargo, parece haber sido hecha ayer.
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