Texto publicado por Fátima Osores

Y A P´ROPÓSITO DE PELO LARGO O PELO CORTO, AQUÍ LES REGALO ESTE BELLO CUENTO DE MANUCHO

La larga cabellera negra

Esta verdadera historia no me la creerás. Y sin embargo es verdadera. De cualquier modo, jamás me atreveré a contártela, a sentarme delante de ti y contártela. La escribo, eso sí, para detallármela a mí mismo. Acaso, dentro de muchos años, te mostraré el cuaderno. Y nos reiremos juntos. Quién sabe, quién sabe si nos reiremos.
Te informo, por lo pronto, a fin de ubicarte exactamente, cuándo sucedió.
Fue el 29 de mayo del año pasado, un domingo. Si tuvieras, como yo, un carnet en el que apuntaras tus diarias obligaciones –y tus felicidades-, te enterarías de qué pasó el 29 de mayo. Pero ¡qué vas a tener! Nada te interesa, nada. Te dejas llevar por el tiempo. En cambio yo conservo mis carnets de doce en doce meses. ¿Te ríes? ¿Juzgas que es una ingenuidad; que el tiempo quizá no existe; en todo caso que es absurdo pretender encerrarlo, archivarlo, dentro de las hojitas de un carnet; coleccionar tiempo como se coleccionan estampillas? Somos tan distintos... Mi carnet avisa que el 29 de mayo de 1966, domingo, fuimos a lo de Aída Carballo, la grabadora. Estuvimos allí casi la tarde entera. Tú jugabas con su gato, el del nombre italiano que olvido siempre. Debería consignarlo en mi carnet. Ella dibujaba y yo copiaba un relato mío, de "Crónicas Reales", penosamente, en altas páginas, para que lo ilustrase Aída. Oíamos, sin hablar, unos discos de antigua música, refinados. También debí anotar sus nombres: cosas del siglo XIV o del XV, españolas, si no me equivoco. De tanto en tanto, yo alzaba los ojos y te miraba el pelo. La larga cabellera negra. Hay que decirlo así, sonoramente, románticamente, ubicando el sustantivo entre dos adjetivos. Y esa palabra: cabellera... tan descalificada. Pero si en vez pusiera aquí: el largo pelo negro, no me entenderían otros lectores; supondrían que me refiero a un pelo, a un cabello solo y largo. ¡Bah! Te miraba el pelo, o los pelos, y volvía a escribir, a la copia. De la calle Velazco entraba un aroma a fogatas, a tarde, a melancolía. La luz de la lámpara los aislaba en su círculo a ti y al gato. Se adhería, como un barniz, al largo pelo negro, a tus hombros. Todo en ti me gusta, te lo he repetido a menudo, todo, fuera del carácter, a ciertas horas, en ciertos inexplicables minutos. Calculo que me odias entonces. O no... Todo me gusta, pero nada me gusta tanto como tu larga cabellera negra. Lo sabes; de ella te ufanas. La cuidas. Te he visto cepillarla hasta que la cara se te enciende. Larga y negra, lacia, no muy fina, partida a la izquierda por una raya inconstante. Mas no definitivamente lacia, y en eso finca, me parece, su seducción, porque se ondula sobre las orejas con ancha onda y luego recupera su lisura. Negra, renegra. El cuervo, etc.
Recuerdo que aquel día, en lo de la buena, admirable Aída Carballo, mientras me dolían los dedos de tanto copiar y los frotaba suavemente, se me ocurrió que tu pelo tiene vida propia, que vive aparte de ti, por su lado; que cuando duermes, por ejemplo, se mueve apenas, como si se desperezase. Aseguran que la cabellera de los muertos sigue creciendo, en el silencio del ataúd, que vive en medio de la muerte. La tuya -adivinaba yo- vive en medio de la vida, su vida, como la de las Gorgonas. Pero no tiene nada que ver. Las Gorgonas... ¡Qué imagen! Voilà la littérature. Nos fuimos a casa antes de comer. Te estiraste en el sillón amarillo, con el vaso de whisky en la mano. Algo murmuraste sobre tu fatiga. De eso no me acuerdo, pero lo supongo: esos cansancios, esos cansancios permanentes... Dejaste el vaso y te dormiste. Yo intenté leer. Empero, la certidumbre, la extraña certidumbre de que tu pelo es como un animal negro o, mejor aún, como un bosque, no como un bosque sino un bosque, misterioso, viviente, me obsesionaba. En lo de Aída había bebido dos whiskies y un vaso de vino: bebí otro whisky en casa y sabes que no soy fuerte. De manera que puedes, si te resulta cómodo -y te resultará- atribuir lo que sigue al alcohol. No fue el alcohol. Fue.
Me puse de pie, mirándote, mirando la larga cabellera negra, aparentemente inofensiva, que se te volcaba, por la inclinación de la cabeza, sobre el hombro derecho. Tu larga cabellera negra -voilà la littérature, la deformación profesional- es como un río nocturno, es como una fúnebre bandera yacente, es como un gran pájaro dormido, es como un arpa oscura (¿un arpa? ¡qué idea!), es como...
Adelanté un dedo, dos dedos, hasta rozarla. Me incliné a respirar su olor, su olor familiar, que reconocería entre miles y millares y millares, fresco, con un dejo de violetas. Luego volví a mi asiento, detrás de la mesa, y reanudé la lectura. Leía (carnet) una antología voltairiana, y lo señalo para afirmar que ninguna extraordinaria influencia -fuera, acaso, de la del alcohol... pero había bebido poco- contribuía a crear un clima de singularidad, propicio a la alucinación. Al contrario, el escepticismo de Voltaire, su vigilante burla, me armaban contra la tentación mágica.
De repente se apagó la luz eléctrica que a la espalda tenía, fija en la biblioteca, la única del cuarto. Estaba habituado, como leal porteño, a los apagones súbitos, a los desperfectos, a los ensayos que me privaban de luz durante media hora. Sin duda alguien, en alguna oficina, sacudía hilos, desajustaba y ajustaba. No me importó. Ya reaparecería la luz. Hasta prefería aquella penumbra, pues la tenue claridad que el esplendor de la noche filtraba desde el jardín, a través de las persianas, confería a la habitación un aire irreal, una -no me queda más remedio que llamarla así- dimensión poética, en la que sobrenadaban, pálidos, lunares, los cuadros de Susana Aguirre y los vagos libros. A ti no te tocaba; se deslizaba hacia los muros, como si respetase tu sueño. Eras, en la sombra, una sombra más densa. Tu pelo apenas brillaba. Fue entonces -busco en vano otra palabra-cuando tuve la impresión de que tu pelo empezaba a fluir. Eso es: a fluir, como si fuese líquido, como si fuese un pequeño manantial negro, silencioso. Pensé en la ilusión óptica, modifiqué mi posición, detrás de la mesa; nos separaban sólo dos metros, pero la distancia parecía mayor, por los muebles que entre nosotros se interponían, y no logré restablecer la disciplina lógica, el ritmo convencional. Tu pelo seguía fluyendo, insinuándose, extendiéndose sobre tus hombros, sobre tus brazos, sobre la mitad indecisa de tu cara. Me incorporé y entrecerré los ojos. Tu cabellera se desparramaba lentamente sobre tu pecho, sobre tus piernas, descendía, en la desconcertante visión, hasta la alfombra, y allá también captaba yo, cuando lo permitía la incierta lobreguez de mi cuarto, su pausado andar, su manar mínimo y secreto.
Conjeturaba las flexibles ondulaciones y el discurrir calmo de la corriente, porque no veía casi nada. Una especie de vibración reptaba por la alfombra, sin rumores, y nacía de tu cabeza, de tu trémulo pelo esparcido. Las viejas metáforas, tu pelo es un bosque, es un río nocturno, es como..., sumaron su tenacidad literaria, irritante, a la angustia que me sobrecogía. Quise adelantarme; quise empujar las persianas, admitir, cruel, la franqueza de la luna, romper el espejismo, el sortilegio engañoso, y no bien di un paso sentí, bajo las suelas, un crujido, algo como una suavidad que cruje y que no correspondía a la alfombra, sino a otra presencia sutil -todo esto es muy difícil de explicar-, mientras que se intensificaba en el cuarto el olor a violetas. Fascinado, retrocedí a mi asiento. No me restaba más que alzar los ojos, tal vez entregarme. Y tu pelo no cesaba de fluir. Ya estaba alrededor de mi silla; ya ascendía, acariciándome las piernas, ya me envolvía despacio, despacio, el torso, imponiéndose a mi aterradora rigidez; ya estaba alrededor de mi cuello, de mi boca. Abrí los ojos y sentí su sabor familiar, querido. Era tarde para gritar, para tratar de aflojar sus nudos. Me cubría los ojos, me ahogaba en un caudal que olía a violetas -no era una metáfora, no era un manido adorno literario, era una realidad, el río, el río de la cabellera negra- y se desplazaba, como una lánguida serpiente (la Gorgona), inmovilizándome en su perezosa torsión.
Voy a morir -me dije-, esta es la extravagancia, la monstruosidad de la muerte. Pero con la misma naturalidad con que me había aprisionado, tu pelo, cuando menos lo esperaba yo, cuando me creía condenado, aflojó sus nudos y empezó a desandar el camino, liberándome, remontando su curso. Gradualmente, su liviano cabrilleo, en la alfombra, me indicó que se retiraba la marea, que cedía terreno, y que el escapado ser -un ser hecho de infinitas hebras inestables- reasumía su esclavizada condición de casco negro y hermoso. La sombra que por tus brazos subía terminó situándose en torno de tu rostro, al que la luna, por un juego más, en las mudanzas de la iluminación, imponía una lividez celeste.
Me estremecí, y en ese instante se encendió, en la biblioteca, la lámpara. La luz se apoderó del cuarto, imperiosa, inmediata, con una rabia brusca que nada tenía que ver con la posesión lograda, minutos antes, por tu paciente cabellera. Sobre la mesa, proseguía abierto el "Comentario Histórico" de Voltaire; tú seguías durmiendo, la cabeza doblada en el hombro, el largo pelo todavía volcado, quizá palpitante todavía: seguías ignorando, como siempre, en el refugio de tu inocencia feroz, las cosas incalculables que a los demás nos afligen.

1967

Manuel Mujica Láinez
de su libro "El brazalete y otros cuentos"