Texto publicado por Belié Beltrán
REGRESO CON CAFÉ EN LA MANO
"Este es un cuentecito que escribí a partir de mis trabajos en un barrio de la capital"
REGRESO CON CAFÉ EN LA MANO
Gogó apretó los dientes, sus ojos miraron fijos un punto en la cara de Manu. Sorbí otro trago de café, ya sabía el resultado de la pelea. Un corro empezó a reunirse alrededor de los dos peleadores. Todos sabían lo que seguía; miraban más por morbo y lástima que por creer que habría un verdadero pleito.
Manu levantó el machete largo con la mano derecha, intentó atacar con la izquierda. Dio uno, dos, tres pasos; luego vio como Gogó corría hacia los callejones. Un segundo después alguien gritó:
-Coño traigan un vehículo, este muchacho se muere. Llamen una ambulancia.
La mamá salió como por ensalmo. La señora gritaba junto al reguero de mujeres de los callejones. Se muere mi muchacho coño. Que no se me muera mi Manu, por Dios.
Ya no tenía nada que mirar en ese sitio, no hubo ninguna sorpresa. Manu necesitaría un buen médico y tendría unas cuantas cicatrices para recordar; como las que yo tenía en el hombro.
No conozco a nadie con más velocidad que Gogó. Sus ojos parecen no mirar más que el rostro del enemigo cuando pelea; pero sus machetazos dan cuenta de lo contrario. Permanece atento a los giros de las muñecas y los movimientos de piernas del oponente. Después recula con un salto, gira el machete de la mano derecha y se lanza adelante para golpear con la izquierda. El resto lo hace con las pupilas. Incluso yo caí ante su mirada de lobo estepario.
Mientras fuimos amigos, aprendí lo que necesitaba aprender sobre su modo de pelear. Era distinto a mi método, pero en general iba por el mismo camino. El se concentraba en la velocidad de la mano izquierda; yo atacaba con el machete derecho. Él se obligaba a temblar, simulaba nerviosismo; yo tensaba las venas del cuello, endurecía las piernas.
Cuando peleaba perdía el sentido, hablaba apenas con gruñidos. Ahora es distinto, ni siquiera uso el estilo del barrio, aunque puedo hacerlo. Desde que me fui, las cosas cambiaron en todas las direcciones, excepto la vieja cuenta entre él y yo. Los cambios seguirán cuando vuelva a salir de estos callejones.
Nuestra amistad duró mucho, éramos los machetes más ágiles de la zona. Pero después de la confesión que me hizo en la azotea supe que todo se iba a joder. Desde que Gogó terminó de hablar, lancé la colilla del cigarro a la parejita que salía de un callejón; fui a casa de Cigua para despedirme. Una o dos semanas después pasó. Él dejó de ser mi socio y yo tuve el motivo que me haría regresar al barrio después de algunos años.
Tiré el vaso vacío en un zafacón. Por todos lados Manu era el tema de conversación; nadie entendía por qué había provocado ese pleito. Compré otro café y caminé hacia el callejón por donde escapó Gogó. Pretendía no perderlo de vista ni de día ni de noche; sobre todo de noche. El suelo estaba lleno de agua sucia, tierra, piedras, algunos condones; había grafitis en las paredes, dibujados sobre las marcas de limo y moho. Un corrillo de chicuelos semidesnudos. Imaginé como corrían tras de Gogó, mezclándose con el griterío de la gente y los ladridos de los perros. Ahora me miraban con curiosidad, haciéndome gestos con los dedos; todos eran muy pequeños para recordarme, tampoco tendrían muchos elementos para hacerlo. En el barrio me conocían como el you o el rapero, cuando estos chamaquitos no pensaban ser un polvo accidental. Habían pasado demasiados años, el regreso sería solo por un fallo de la noche. Un fallo como el que hizo que los carajitos unieran su griterío a los ladridos de los viralatas.
Terminé lo que quedaba en el vaso justo al pasar frente a Cigua, la prima o mujer de Gogó. Su vientre me dio la idea que necesitaba; tanto me dio la idea, que pensé en no seguir el camino. Palpé la queloide que tenía en mi brazo y la saludé:
-Coño Cigua, pero tú le pasas a uno por el lado y no saludas. ¿Tan bien te trata la vida?
-Me miró confusa, parpadeó mucho, torció la boca, me devolvió un saludo tímido.
-¿Tan pronto me olvidaste, Cigüita?
Esta vez me dio la mano, dijo algo sobre lo cambiado que estaba y sonrió. Me despedí, ya iba lejos cuando le grité que me saludara a su primo; ignoré el gesto que provoqué, pero supuse que sería un buen mandado.
No conocía muchas cosas de Manu, apenas era un chamaquito cuando me fui del barrio. Sé que alguna vez bailé con su mamá y que el papá fue un policía que mataron en El Mirador poco después de que yo me largara. De su lío con mi enemigo no sabía nada, salvo que era una insensatez que se atreviera a desafiarlo. También sé que si Gogó aceptó la provocación, no tuvo otra opción; de haberlo querido lo habría matado.
Tenía claro el lugar donde le hallaría. Decidí caminar sin prisa, ya no me gustaba sudar; ahora usaba camisa y la transpiración en la espalda me daba comezón. Al caminar entre los callejones, escuchaba los televisores con escenas de novelas mexicanas, una muchacha que se negaba a fregar los platos, un par de muchachitos que jugaban bolas, un ratón que buceaba en la basura. El barrio no había cambiado gran cosa. Continuaban los mismos grafitis, la misma gente pendenciera. Yo podía moverme en él como antes, Pero ya no quería.
Fueron muchas las ocasiones en las que tuve que correr por los techos, de callejón en callejón para zafármele a la policía o a las pandillas que me buscaban a carta blanca. En una de esas huidas encontré por primera vez a Gogó. Él apenas empezaba a demostrar lo que podría ser con un machete en la mano. Corrimos juntos, los dos estábamos metidos en líos con algunas bandas. Después, yo le vendía chilenas y otras armas ilegales. A veces él me ayudaba a fabricarlas. Nuestro problema vino cuando entre él y el primo intentaron venderme a uno de los grupos que trataba de quebrarme. Pero hablo de los años en los que todavía me decían el Ingeniero; de cuando hacía planos de chilenas y grafiteaba pittbulls con hojas de mariguana colgadas del cuello.
Cigua recién empezaba a sobresalir como hembra. No tenía las tetas paradas y su culo era plano, pero ya atraía a muchos. Gogó la cuidaba como a nadie; más de uno tuvo que durar un tiempo sin volver al barrio por culpa de sus celos. De sus celos vino la necesidad de que me fuera también yo.
Estábamos sentados sobre la azotea de mi casa, los dos fumábamos mientras veíamos las parejitas que se metían en los callejones oscuros. Todavía yo no tenía el vicio del café:
-Ingeniero, le vua decí una vaina, pero si la tira pa’lante lo quiebro.
Después de su comentario fumó otro rato en silencio; le insistí para que continuara con lo que quería contarme:
-Coño Ingeniero, no joda.
Me callé. Una bachata de Luis Vargas sucedió a la de Frank Reyes, luego una de Raulin. Encendí otro cigarro:
-Ayer se lo metí a Cigua, le di una agolpiá, ya no era señorita.
El cigarro iba por la mitad. Una pareja pasó por la calle, la vi meterse en un callejón.
-¿Y qué te importa que no sea señorita? Ya tú se lo metite.
-Pero bugarrón… ¿tú no le llega? Ella me dijo que no era mujer, por eso no se lo había puesto.
La pareja no salía del callejón. Sonaba un merengue de Álex Bueno.
-Tengo to’a la vida cuidándola, tú sabe que se la he pueto a uno cuanto por ella.
Me puse de pie, supe que mis días en el barrio empezaban a contarse hacia atrás. Acababa de salir del cuarto de Cigüita cuando Gogó me dio un planazo con el machete largo:
-Vamo pa su casa Ingeniero pa’que coja sus machetes. De hoy pa’lante uté y yo no somo ni amigo ni socio.
Al día siguiente de la pelea, me fui. Si me quedaba en el callejón uno de los dos mataría al otro. Como la noche de la azotea, visité a Cigua, pero esta vez no la besé, ni sujeté su rostro:
-Cigüita, me voy. Ahí Te dejo a tu primo; que te goce hasta que yo vuelva.
Palpé la herida que tenía en el hombro, todavía estaba vendada y me escocía; luego salí. No volví si no hasta ahora. Pero mi regreso será breve.
II
Lo vi sentado en un contén; apoyaba la barbilla en las manos. Los brazos dejaban ver el tatuaje con letras chinas. Supuse que debía estar pensando en Manu, en lo que acababa de hacer. En las cicatrices que tenía visibles, brillantes de sudor, estaban no sólo el filo de los machetes, sino los rostros de algunos que no pudieron contarlo.
No me miró, parecía pensar grandes cosas, por lo menos las grandes cosas que puede pensar el machetero más ágil de la zona. Hice un cuadre con los dedos, aprendí a hacerlo junto a algunos fotógrafos y pintores con los que hice amistad cuando me fui. Bajo la mira fotográfica, tenía ángulo para la foto de un hombre lejano, un hombre de los que dan imágenes de premios. Las cicatrices del brazo y el mentón, en vez de aumentar su aspecto fiero, lo enternecían. Su fiereza la vi cuando por fin levantó los ojos para mirarme. Me miró esquivo, luego volvió a su meditación. No sé si me ignoró por dejadez, o porque no me reconoció, o por ambas cosas.
Le dejé. Ya tenía todos los elementos que necesitaba. Podía encontrarle cualquier día a la hora que quisiera, sin esfuerzo. Ahora continuaba la segunda parte; lástima que se desarrollaría a costa de Cigua.
Ella fue quien motivó gran parte de todo esto, sería quien motivaría el cierre.
Dejé a Gogó en el callejón con sus cavilaciones. Pasé por el colmado, compré algunos sobres de café. La noche sería larga y los días siguientes, cortantes.
DITSU.
SANTO DOMINGO.
2012.