Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La bolsa de basura: cuento.

La bolsa de basura

Leo Maslíah (Uruguay)
Rodríguez iba saliendo de su casa para ir a trabajar, pero volvió para
buscar una bolsa plástica llena de basura, que tenía preparada desde la
víspera
para una ocasión así, es decir, una ocasión en la que él, camino hacia
alguna parte, tuviera que pasar por donde estaba el tacho de basura que
se alimentaba
de las bolsas de basura producida y envasada en cada uno de los
apartamentos del edificio.
El plan era sencillo y Rodríguez se iba acercando al tacho de basura sin
pensar demasiado en nada relacionado con eso, pensando sí más bien en
otras cosas
relacionadas con otras cosas. Pero cuando se encontraba a menos de siete
metros del tacho, Rodríguez detectó la proximidad de una agente
perturbador, un
elemento desestabilizador de la posible calma que acompañaba el
automático, necesario, lógico, humano, social, comprensible,
perfectamente justificado,
habitual, cívico acto de tirar la basura. Era un individuo que,
arrodillado junto al tacho, extraía de allí restos de alimentos, los
cuales clasificaba
y separaba en distintas bolsas que traía consigo, según el contenido
proteínico, el tenor graso o el nivel de adición vitamínica que
tuvieran; pero el
individuo no daba la impresión de ayudarse, en la detección de las
gradaciones específicas alcanzadas por cada uno de estos parámetros, con
ningún tipo
de instrumental técnico, excepción hecha de una protuberancia que él
llevaba incorporada al rostro y que le servía para medir con precisión
asombrosa el
índice de putrefacción operante en cada residuo alimentario, ya que
entre dos mitades de cáscara de naranja aparentemente iguales, el
individuo descartaba
una y se quedaba con la otra, y no era, como se dice vulgarmente, porque
estuviere en condiciones de tirar manteca al techo. En efecto, su nivel
de ingresos
no parecía ser muy alto, a juzgar por unas pequeñas roturas visibles en
un costado de su toga de arpillera.
Rodríguez empezó a vacilar. Luego siguió haciéndolo.
No sabía si ignorar al individuo y depositar la bolsa en el interior del
tacho, o ignorar al individuo para dejar la bolsa a unos metros de él, o
tomar
otras actitudes cuya descripción se verá momentáneamente demorada por el
análisis de aquellas otras ya mencionadas.
La primera de éstas, es decir, de aquéllas, a saber, ignorar al
individuo y tirar la bolsa en el tacho, era casi imposible de llevar a
la práctica, porque
la posición de la cabeza y las manos del perturbacionista era tal que
obligaba a Rodríguez, en caso de decidirse a tirar la bolsa en el tacho,
a decir
"con permiso". Esta opción implicaba no ignorar al individuo y
considerar el acto de depositar la bolsa como una entrega, era como
decirle "tomá", y eso
requería reconocer previamente en el objeto alguna cualidad capaz de
valorizarlo como obsequio.
Dejar la bolsa a una distancia prudencial del tacho implicaba también,
quisiéralo o no Rodríguez, reconocer el origen humano de la
perturbación, y localizarlo
en la persona del espécimen que revisaba la basura, ya que, de haberse
tratado de un perro o una rata, Rodríguez no habría tenido
inconvenientes en tirar
la bolsa en el tacho dejando por cuenta del animal la tarea de
defenderse del impacto, y siendo en este caso dicho impacto únicamente
de tipo físico, y
no también emocional, social o como quisiera llamarse a las
connotaciones extrafísicas que puede haber en la actitud de regalarle a
alguien una bolsa con
basura. La única forma de dejar la bolsa a pocos metros del tacho y al
mismo tiempo ignorar efectivamente la presencia del foco problematizador
era concretar
una súbita mudanza al edificio de al lado, cuyo tacho de basura estaba
en ese momento libre de incursiones extractivas (aunque no por mucho
tiempo, ya
que en cuatro o cinco tachos más adelante y con próximo asiento en los
tachos sucesivamente más cercanos había otro qué sé yo). Esa mudanza
súbita sólo
podía producirse si llegaban a confluir allí en ese momento una serie de
factores, como el que Rodríguez no fuera miope y pudiera ver en la
pizarra del
quiosco de enfrente si su número de lotería había salido favorecido.
Dándose una solución afirmativa a esto, Rodríguez, en la euforia del
triunfo, habría
podido cruzar a cobrar portando un tácito perdón por la distracción
consistente en no desprenderse todavía de la bolsa de basura. Al volver
a su vereda,
con el dinero en una mano y la bolsa en la otra, debía pasar el
propietario de alguno de los apartamentos vacíos del edificio vecino al
suyo, y Rodríguez
podría entonces decirle "tome este dinero, le compro el apartamento;
supongo que ahora puedo hacer uso del tacho de basura correspondiente a
ese edificio".
Pero la miopía de Rodríguez invalidaba todo esto aun cuando su número de
lotería hubiese resultado premiado y el dueño del apartamento vecino
vacío estuviese
llegando desde la otra cuadra.
No era posible entonces ignorar la presencia del individuo, había que
tenerla en cuenta. Desde este punto de vista, dejar la bolsa en el tacho
era una
descortesía, estando como estaba Rodríguez en conocimiento de que el
otro iba a tomarla y revisarla de todas maneras. Pero dársela en las
manos no dejaba
de constituir para él una ofensa, atendiendo al contenido repugnante de
la bolsa. En cuanto a si para el otro ese acto podía resultar ofensivo o
no, era
algo difícil de prever. Más allá de sus intenciones de apropiarse la
bolsa, el individuo podía contar con una dosis de orgullo que superara
con creces
en intensidad a la que se necesitaba para realizar el esfuerzo de
levantar una bolsa no muy pesada que alguien le deja a uno al lado, o el
de desatar un
nudo mas o menos provisorio que alguien hizo en la boca de una bolsa de
nailon. Otra posibilidad era dejarla en el tacho, pero abierta, dando a
entender
que no se ignoraban las intenciones del sujeto en cuanto a revisar la
bolsa. Pero todos estos pensamientos pasaron con mucha rapidez por la
mente de Rodríguez.
Vencido por la ambigüedad contenida en el acto de darle a alguien algo
que es una porquería, siendo que este alguien tiene de todas formas
mucho interés
en recibirla, Rodríguez empezó a pensar en otro tipo de salidas.
Pensó, por ejemplo, en darle al individuo, no la bolsa de basura, sino
una limosna. Sin embargo el análisis de esta posibilidad le reveló que
esto no habría
de librarlo del dilema de qué hacer con la bolsa. Sea cual fuere la
magnitud de la limosna, era evidente que nunca bastaría para consolidar
en el otro
una posición económica suficientemente holgada como para abandonar el
hábito de hurgar en los tachos de basura. Entonces el individuo
aceptaría quizá la
limosna, pero metería inmediatamente después las manos en la bolsa. En
cuanto a decirle "tome, le doy esto con la condición de que no revise la
bolsa",
no parecía esto contener mayor cantidad de urbanidad que dejar la bolsa
ahí nomás y retirarse del lugar sin decir ni siquiera "bolsa va".
Rodríguez empezó a retroceder. Mientras lo hacía siguió examinando otras
posibles maneras de deshacerse de la bolsa sin entrar en actitudes que
hirieran
sus principios.
Consideró el no dejar la bolsa en el tacho, sino sólo su contenido,
vaciándolo en las manos del individuo. También consideró el dejar la
bolas cerrada
y decirle "mire, le dejo esto, y sé que lo va a abrir; no me gusta la
idea pero sé que es lo único que usté puede hacer para vivir; yo
quisiera ayudarlo,
pero no puedo por razones salariales, etc.". Luego pensó en vaciar la
bolsa en el tacho del edificio vecino, pero volver luego y tirar la
bolsa vacía en
el otro tacho, mostrando su necesidad de evitar entregarle basura al
otro, pero mostrando al mismo tiempo también que no era su intención
hacerle un desaire
ni fingir que no lo había visto ni que lo había visto pero que no quería
roces con él.
Ninguna de estas opciones satisfizo a Rodríguez. Siguió retorciendo
hasta entrar de nuevo en el edificio. Subió las escaleras también
retrocediendo, y
sacando la llave de su apartamento consiguió, luego de unos minutos de
esfuerzo, abrir la cerradura permaneciendo él de espaldas a la puerta.
Así entró
al apartamento, y siguió retrocediendo hasta que se topó con la ventana,
que estaba abierta. Supo detenerse en ese momento, y permaneció allí
quieto como
un muñeco a cuerda detenido en su marcha por algún obstáculo, siempre de
espaldas a la ventana, con la bolsa de basura en la mano. Y así pasó un
rato,
hasta que de pronto Rodríguez oyó que desde abajo el tipo le gritaba
"che, loco, aunque sea tirámela por la ventana".