Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
Benito el tonto: cuento.
Benito el tonto
Tenía las manos vacías de tanto dar: los ojos secos de llorar a los que me dejaron. Grité con todas mis fuerzas: "!No quiero estar solo; quiero tener un amigo!" Cuando desperté, vi a mi perro que dormía junto a mí.
¡Nunca! Nadie le había querido dar un perro. Se lo había pedido a la dueña del almacén de piensos, y a Tino el de la vaquería, y a todos los que tenían perras que parían. Nadie le había querido dar un perro, porque Benito era tonto; pero él tenía uno atado al extremo de una cuerda: un perro que nadie le
había dado, que nadie podía ver: un perro que sólo estaba en su mente. Se lo inventó una noche que tuvo miedo de la tormenta. Buscó una cuerda, hizo un nudo alrededor de nada y le puso un nombre: "pan", porque el pan que le daban era bueno, y bueno tenía que ser su perro.
Lo llevaba a todas partes, a la orilla del río para que se tumbara a la sombra de los juncos, a la puerta de la taberna y a la iglesia.
Por las noches, cuando se acostaba en el jergón de paja que le servía de lecho, ataba fuerte la cuerda a su brazo, para que no se le escapara mientras dormía, y en Semana Santa lo llevaba a ver a Dios azotado por los judíos.
Arrastraba el cordel por calles y plazas, y de vez en vez se detenía para que "pan" pudiera oler un árbol y alzar la pata después.
Cuando los chicos del pueblo le veían venir arrastrando la cuerda, se agachaban a cojer piedras y Benito corría perseguido por los muchachos hasta que la fatiga le vencía; entonces, se sentaba jadeante, con la boca abierta, respirando como un pez en la cesta de un pescador, vigilando a través de sus ojillos pitañosos el fondo de la calle donde se habían quedado las risas y los gritos de los chicos del pueblo. Después, miraba al otro extremo de la cuerda y sonreía pasando su mano por el aire, acariciando al perro que sólo estaba en su mente, y sentía en su mano el calor de su perro y el contacto de su pelo suave.
Una mañana, Benito cruzaba la calle. El cordel se arrastraba por el suelo caliente de agosto. Benito ya estaba al otro lado de la calle, pero la cuerda aún no. Pasó un coche, Benito miró hacia atrás y después de un grito comenzó a gemir.
Con sus manos temblorosas, recogió aquel puñado de nada, y apretándolo contra su pecho se sentó junto a la pared a llorar la muerte de su perro. De aquel perro que sólo había vivido en su imaginación.
Benito murió unos años más tarde, con el trozo de cordel apretado en su mano. El pequeño cementerio del pueblo donde descansa tiene una puerta de hierro, y junto a la puerta es muy frecuente ver algún perro vagabundo asomándose a través de los barrotes, con esa mirada de ternura que sólo los perros
tienen.