Fichero publicado por Urria Gorria
Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 32 semanas. Antes se titulaba "armonia del silencio" #audiocuento de Felicia Del Solar.
"armonia del silencio" #audiocuento y #cuento de Felicia Del Solar ( #Argentina 1965)
dura unos 15 minutos y esta leído con la voz sintetica del jaws. Pertenece al libro titulado "un silencio cargado de tiempo" de la escritora argentina Felicia Del Solar que incluye 18 cuentos.
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Respuestas de LuzIA:
Felicia del Solar nació el 12 de septiembre de 1965 en Buenos Aires, Argentina. Lamentablemente, no tengo información actualizada sobre si sigue viva en 2024, ya que mi conocimiento se encuentra actualizado hasta 2021. Algunas de sus obras más famosas incluyen "El eco de tus pasos", "La sombra del tiempo" y "El vuelo de las mariposas". Estas novelas han sido muy aclamadas por su estilo narrativo y la profundidad de sus personajes.
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Armonía del silencio
Felicia del Solar
Me encantaba ser invitada a “Las Dalias”, la estancia de los Ramírez. A las bondades del clima de las sierras se agregaba la cálida hospitalidad de la familia y la atmósfera de quietud que se respiraba en esa casa. Mis anfitriones vivían allí todo el año junto a sus tres hijos, cuyas edades oscilaban entre seis y nueve años. Estos eran educados por su madre y Miss Jane, joven institutriz escocesa. Hacía más de un año vivía con ellos en el campo y les enseñaba inglés. Sus métodos eran atrayentes. Los niños aprendían el idioma recorriendo las sierras; interesándose en la naturaleza. Jane les despertaba la imaginación leyéndoles cuentos, organizándoles paseos. Era un deleite oír la frescura de sus conversaciones y la agudeza de sus comentarios. Marta, la madre de los niños, afectiva y llana, se encargaba de su instrucción; los preparaba para rendir exámenes libres en la ciudad.
Era ya tarde; aquel día yo aún continuaba sentada en la gran terraza que se abría hacia el parque; luchaba con intensidad para mejorar unos poemas poco logrados, contrastaban notablemente con el paisaje de las sierras y el canto de los grillos. La luna me observaba desde su perfil más punzante. La figura de Carlos Ramírez se dibujó en la puerta. De pocas palabras, el dueño de casa era alguien a quien yo frecuentaba desde hacía años y no llegaba a conocer. Él siempre parecía naufragar en aguas ajenas al momento que estaba viviendo, como si se refugiara en un rincón difuso, de difícil acceso. “Alfonsina, me dijo, aludiendo a la célebre poeta, la noche se acerca, ya es hora de que nos sirvan un copetín adentro”
“Tienes razón”, le contesté, frustrada por mi aridez intelectual; me propuse desvincularme por el momento de la musa esquiva. Instantes después Miss Jane se unió a nosotros. Alta y proporcionada, poseía esa belleza etérea que se daba en su país. Cierta indiferencia algo estudiada coincidía con su rol. Observé una vez más: su mirada abarcaba todo, personas y situaciones eran procesados por la retina capciosa de sus ojos verdes. -Salgamos -propuso el anfitrión-, -disfrutemos del aire seco de la sierra. Obedecimos; permanecimos durante un rato callados sintiendo esa armonía del silencio tan difícil de lograr en la cotidianeidad de la vida. Momentos después apareció Marta hilvanando trivialidades con su verborragia habitual. Noté con inexplicable pena que los excesos verbales de su mujer irritaban los nervios a flor de piel de Carlos, aunque lo disimulara con sus perfectas maneras. Jimmy, su cocker negro, no dejaba de saltar alrededor de Jane; ella miraba interesada la aparición de las primeras estrellas. La atmósfera cambió, un nuevo clima se introdujo en la noche que recién comenzaba. Los niños entraron y su alegría aligeró el aire. Intentaron atrapar luciérnagas, trazaban arcos de luz con el telón lejano de las sierras. Una brisa suave nos mecía cuando anunciaron que la comida estaba servida. Aquella noche el matrimonio con sus hijos se retiró a descansar temprano. Me acerqué a Jane y nos pusimos a conversar. Parecía contenta. Había recibido recientes noticias de sus padres y hermanos. Estaban bien. Les había prometido visitarlos pronto. Continuamos hablando un rato más sobre distintos temas hasta que un reprimido bostezo de la escocesa me hizo comprender que ya era
hora de subir a descansar. Entre sueños oí que alguien se acercaba a mi habitación. Retuve el aliento, luego no recuerdo más nada.
Al día siguiente bajé a desayunar; encontré a una Marta desencajada. Miss Jane había desaparecido sin dejar rastro. Había llevado consigo todas sus pertenencias. Nadie la había visto. Lo había hecho todo con el mayor sigilo. Después de tranquilizar a mi amiga subí de dos en dos las escaleras. Abrí la puerta de mi habitación y recién entonces vi el cuadernillo que había sido deslizado debajo de la puerta. ¿Cómo no me di cuenta antes? Lo levanté para leerlo; en ese momento los niños irrumpieron en mi cuarto; me resultó imposible. Hablaban todos a la vez, perdidos en una anarquía que amenazaba desbordar. Su madre se había olvidado de ellos. Intenté poner orden; les lavé el rostro; los peiné y les pedí que se portaran bien, de lo contrario tendría que avisar a su padre: -Papá -dijo Santiago, el mayor, - está preparando la maleta. - Pero, ¿por qué? -dije absurdamente. -Tiene que ir a Buenos Aires por negocios urgentes. Se va por largo tiempo. La frase aprendida por el niño parecía contener el sonido de una nota falsa, aunque no existiera motivo alguno para pensar así. -Vayan a desayunar -dije-, -Carmela, la cocinera, los espera. Aproveché la tranquilidad para hojear el cuaderno. Estaba escrito en inglés. La primera frase decía: “Para que no me juzgue tan mal”. Más adelante leí: “Carlos viene a buscarnos a menudo cuando regresamos con los niños de las excursiones en las sierras. Ríe mucho cuando está con nosotros. Es otra persona”. Unas hojas más adelante: “La soledad de mi vida se va transformando a
medida que Carlos se introduce en ella. Es como si a todo lo que hago le hubiera crecido alas”. En otra página continuaba con una letra cada vez más ininteligible: ”Carlos ocupa toda mi vida. Dios, ayúdame, no quiero hacer daño a nadie”. Seguí corriendo páginas vacías hasta que leí: “Me dijo que me quería. Yo también lo amo. Es algo que no busqué”. En las últimas páginas las letras danzaban entre borrones; el llanto había dejado huellas a lo largo de todo el cuaderno. Miss Jane me pedía que abriera una casilla de correo, a mi nombre, para seguir escribiéndome y enterarse por mí sobre los pormenores de la casa. Ella descontaba que mi permanencia allí se prolongaría. Me anunciaba su partida y me daba una dirección adonde dirigir las cartas.
¿Qué hacer? Faltaban pocos días para que mis vacaciones se agotaran. Yo vivo de mi trabajo. Dejarla sola a Marta al frente de tantos cambios era impensable. Tendría que pedir una licencia sin goce de sueldo. Me daba la impresión que mi amiga no sospechaba nada; quizá creía en las razones de su marido para emprender el viaje. Observada por primera vez bajo otro ángulo, comprendí que su amistad velaba una intimidad que no me era confiada. Sentí la desazón de conocer esa verdad concerniente a su vida. La miré de soslayo, estaba deshecha, imposibilitada de bajar sus defensas pidiéndome ayuda. Le facilité el camino: -Me da pena regresar a Buenos Aires. -Daniela, pide un mes o dos de licencia, como las personas acostumbradas a hacer su voluntad, agregó: -no te preocupes por la parte económica, yo haré frente a lo que dejes de cobrar. Dentro de unos días ya más tranquila trataré de buscar a alguien que “la” remplace. Las dudas sobre mi decisión aleteaban a mi alrededor: ¿Qué tenía yo que ver con ese conflicto? ¿Por qué me desafiaba como un puñal en la nuca?
Comencé a ocupar mis días con los niños. Ellos compartían conmigo huecos de silencio que rozaban lo oculto; intentábamos colmarlos de la mejor manera. Como una fugitiva, yo visitaba, cuando podía, la casilla de correo recién abierta. Habían pasado veinte días desde la partida de Jane cuando recibí sus primeras noticias; las leí con avidez: “Estoy feliz. Carlos está conmigo. Lo nuestro es perfecto.” Un sudor frío se deslizó sobre mi rostro. Rompí la carta y tomé una decisión. Iría a Buenos Aires a hablarles. Cuando le participé a Marta mi corto viaje, pretexté un problema de salud de mi madre; Marta se deshizo en llanto: - En dos días estoy de regreso. Aurora, la mucama, podráa reemplazarme con los niños. Marta me miró con desesperación: -Estás ciega, soy yo quien te necesita aquí conmigo. Estoy sola. La abracé; sentí la opresión de resultar indispensable.
Ya en Buenos Aires, y sin pensarlo dos veces, me dirigí a la dirección que me había dado Jane. Allí estaba ella, echada sobre la cama de un departamento amueblado hecho un ovillo. Parecía haberse encarnado en una heroína del siglo XIX, una Madame Bovary o Marguerite Gautier. Entre frases entrecortadas me dijo haber vivido una pasión demencial en su forma más plena. Ahora, después de la primera ceguera, el sentimiento resurgía más fuerte que nunca. Carlos vivía, por primera vez, el delirio del amor correspondido. -¿Que piensan hacer?- pregunté, consciente de que mi pregunta podría hacer caer a Jane desde
la cima donde se había instalado. El brusco descenso al que la sometí produjo una alteración en su rostro; siguió un rosario de suspiros. - ¿Crees que esto se acabará en unos días? Te compadezco -cambió su expresión: -aún te falta vivir lo mejor de tu vida para comprender lo que nos pasa. Carlos, es un gentleman, y se ocupará que a sus hijos no les falte nada. Con eso puedes quedarte tranquila –Jane se incorporó; se dirigió al baño para mirarse el rostro en el espejo: -estoy demacrada. Dentro de un rato llegará él. Es mejor que te vayas. Te acompañaré abajo para abrirte la puerta. Aquí no hay portero.
Caminé hasta una plaza cercana; intenté ordenar mis pensamientos, se agitaban en mi interior como una bandada de pájaros asustados. Tenía que renunciar a mi trabajo, si es que ya no me habían dejado cesante. Iría a visitar a mi madre y aprovecharía el resto del tiempo para acompañarla.
Al día siguiente regresé a Córdoba. Marta me esperaba. En medio de su desasosiego había olvidado el motivo de mi viaje. Un remolino de inconvenientes junto con algunas desobediencias de los niños me obligaron a retomar enseguida las riendas de la casa. Mi amiga había extraviado su practicidad o no podía ejercerla, todo el peso caía sobre mis espaldas.
Una semana más tarde concurrí a mi casilla clandestina. Encontré una carta. Abrí el sobre y comprobé, estupefacta, que esta vez, Carlos firmaba la carta: “Jane me está amenazando. Quiere contar todo a mi familia. Sé que te escribió. Te habrá mentido como es su costumbre. Ella no hizo
sino provocarme, soy hombre, fui débil y ahora lo estoy pagando. Por favor hazle comprender que debo regresar a ellos. Intenté en vano convencerla de marcharse a Escocia y de reconstruir allí su vida. El chantaje me impide trabajar. Estoy desesperado. Sus maquinaciones no tienen límites”. Regresé a “Las Dalias” muy desconcertada, mi mente estaba a oscuras. Cuando llegué Marta salió a mi encuentro, parecía ausente y desanimada, ajena a la aflicción de los hijos; ellos, abatidos, flotaban entre penumbras y murmuraciones que se desenvolvían a sus espaldas. Los niños no contaban más que conmigo.
Los días se sucedían. Nada cambiaba. Sólo la lluvia acompañaba la incertidumbre y oscurecía el paisaje. Decidí no contestar la última carta. Me sentía fastidiada por ejercer una tarea que no había elegido. A media mañana apareció el dueño de casa. Llegó envuelto en una nube de tierra; las incipientes canas realzaban los ojos azules y la enigmática expresión de la sonrisa. Marta, con esa llegada, había cambiado de talante. La introversión cedió y dejó lugar a su antigua locuacidad. Los niños alegraron el ambiente; contaron sus descubrimientos en las sierras y me señalaron como la principal protagonista de las excursiones. -Así me gusta -dijo Carlos-, -veo con satisfacción que no me han extrañado y que encontraron en Daniela a la perfecta acompañante. La frase me hirió como un lanzazo. Era cómodo vivir su amor con libertad, transfiriéndome una responsabilidad que no me correspondía. Él quizá adivinó mi pensamiento: -Marta, te traje algunas sorpresas, espero que te gusten. Sígueme a la habitación para mostrártelas. A la noche será el turno de los chicos y de Daniela, a quien tampoco he olvidado.
Promediaba la tarde; pasé delante de la habitación conyugal, portazos y gritos atrapados entre paredes gruesas y puertas clausuradas eran fronteras que separaban el dolor de la vulnerable inocencia de los niños, sensibles a cualquier gesto que dividiera a sus padres. Por suerte, los chicos se encontraban lejos de toda estridencia. La cena transcurrió en paz, gracias a la algarabía de los menores, sus rencillas pasajeras no dejaban aún residuo de rencor. De lo sucedido horas antes no quedaba ni rastros. Las máscaras, bien colocadas, permitieron que Marta no dejara hablar a nadie. Carlos, dicharachero, demoraba su mirada sobre mí como si nunca me hubiera visto antes. Él continuó con esa actitud durante los días siguientes. Sus ojos azules me acompañaban adonde fuera. Había decidido rehuirlo, hice caso omiso a su carta y a su presencia, bastante con acompañar a su mujer postergando mi propia vida. Les había tomado cariño a los niños y ese factor también influenciaba mi permanencia en esa casa.
A los pocos días me enteré de que Carlos estaba a punto de marcharse. Decidí encararlo; enfrentarlo cara a cara con mi partida. No necesité hacerlo. Él se me adelantó y me acorraló, en un rincón del salón: -Daniela, el aire de Córdoba te sienta. Así te quería encontrar; no pálida y demacrada como cuando llegaste a “Las Dalias”. Intenté escapar del círculo; le grité:
-¡Quiero irme de aquí! Es hora de que regreses a tomar tu lugar cerca de Marta y de tus hijos, te necesitan. Arregla cómo reemplazar a Jane, y recuperá tu libertad así como yo la mía. - Jane, Jane.... Es sólo eso lo que te importa -el hoyuelo de una de sus mejillas se había ahondado; la expresión de su rostro había rejuvenecido: -Jane fue sólo un espejismo de un hombre extraviado en la rutina de su matrimonio –me cercó con sus brazos y me estrechó. Luego de besarme, me soltó: -Te doy lo que quieras, pero no abandones a Marta y a los chicos. Eres su fuerza y equilibrio. Apelo a tu corazón. No pude articular palabra. Él había desaparecido. Aurora, más tarde, me contó que Carlos había partido de nuevo a Buenos Aires. Dolorida y humillada por el atropello, me detuve a pensar. Mi posición en la casa se había tornado mucho más difícil. Alrededor de mi zozobra se agitaba un estremecimiento de gozo. “No soy una niña. Conozco a los hombres. Aislada de todo contacto humano fuera del de Marta y de los niños me estoy volviendo loca, ¿qué me pasa? ¿Qué es esta inmovilidad? Me impide defenderme y tomar una decisión madura acorde a mi carácter. Yo siempre cuidé de mí misma y protegí a mi madre. Ahora me siento indefensa delante del marido y del padre de quienes, supuestamente, estoy ayudando a vivir”.
Los viajes de Carlos se fueron repitiendo y sus estadías en el campo, alargando. Poco a poco la vida en “Las Dalias” me fue absorbiendo. Ya no quería vivir otra. Atrás había quedado la sinrazón
de mi estadía. Mis prevenciones frente al dueño de casa se fueron diluyendo transformándose en la única voz que oía y disfrutaba. Jane había partido hacía meses a Escocia. Él me había pedido perdón por el impulso irracional que había tenido conmigo. Poco a poco fui comprendiendo las razones de sus viajes, las dificultades de sus negocios y la soledad de su matrimonio. Las noticias me las traía él; los momentos libres eran también suyos. Yo no descuidaba mi misión, por el contrario: pensaba que mejoraba con la savia de la inteligencia que Carlos me infundía. Así me fue conquistando. Así se inició nuestro amor. Las relaciones entre el matrimonio se habían reparado (por lo menos en apariencias). Sólo Aurora me guardaba recelo y una hostilidad manifiesta.
Una mañana, un telegrama me anunció que mi madre estaba grave. Logré sacudir mi inmovilidad para ir a verla. Dos días después ella dejó de existir. Nada me retenía en Buenos Aires. Caminando por la calle como un autómata alguien me hizo señas desde un automóvil. Me acerqué. Era Jane. El estupor me quitó el aire. Jane en Buenos Aires, Jane manejando un Volvo. Sentí que mi cabeza me pesaba; me acerqué a saludarla. -Espera -me dijo, -,voy a estacionar, así tomamos un café juntas. Ya sentadas, guardé silencio y escuché aquello que me decía: -Soy una ingrata, debí haberte dado señales de vida. Con el negocio que me instaló Carlos y sus visitas continuas no tengo tiempo para nada. Creí soñar, un dolor me inundaba. Vestida a la última moda, Jane emanaba un perfume que
me mareaba. Juntando los hilos de mi confusión interna, murmuré: -Negocio, ¿pero de qué? -Una joyería, pero no de alhajas tradicionales, ya casi no se usan, vendo piedras semi- preciosas. A los extranjeros les encantan. Me va muy bien. Te veo pálida, ¿no me digas que seguís trabajando de recepcionista? ¿Y tu madre? -Murió hace dos días. De repente. Ahora, a pesar de mi tristeza estoy ocupada arreglando sus últimas disposiciones. -Lo siento. ¿Seguirás viviendo en la calle Charcas? No lo sé todavía -balbuceé-, -es todo tan reciente.
Mi perplejidad era tan grande que sólo sentía a mi corazón latir acelerado. -Tienes que conocer mi departamento. Pensándolo bien, podrías venir ahora. No queda tan lejos de Charcas. Te distraerá de tu dolor. Como una sonámbula la acompañé a un lujoso piso diez y siete con vista al río. -¿Qué te parece? No me puedo quejar. Carlos es generoso conmigo. Por algo me quedé enterrada en el campo aguantando a Marta y a sus hijos. ¿Regresarás a visitarlos? No entiendo cómo lo haces, y por si fuera poco, les tienes afecto. -Jane, te felicito por todo. Ahora debo irme. Despacio, como a través de un sueño, pensé que, otra vez, yo poseía una verdad que las otras mujeres de Carlos desconocían. Me encaminé al ascensor y añadí torpemente:
-Adiós. Te deseo mucha suerte.
Temblando, arreglé lo indispensable para marcharme a Córdoba. No bien llegué, supe que Carlos estaba en “Las Dalias”. Lo busqué con la mirada. Lo vi caminando, abrazado a su mujer, con los niños jugando a su alrededor. Contemplé la escena familiar y gruesas lágrimas rodaron por mi mejilla. Una hora más tarde, notificado de mi arribo, Carlos vino a mi encuentro; me abrazó y me dijo: -No veía el momento de que llegaras . Nada tiene sentido sin tu presencia. No fui capaz de contestarle. Por ahora nadie buscaría una nueva institutriz. Los niños me recibieron con los brazos abiertos. Marta, resplandeciente, me acompañó hasta mi habitación. Un aroma de tomillo y romero impregnaba el ambiente con un suave perfume. Colocadas las cartas en su lugar, observé mi rostro en el espejo. La imagen me lo devolvió perdido en la armonía de un silencio contra el que nada podía.
Nota: se puede leer el cuento de Fenicia del Solar
Condicion de varon
https://www.blindworlds.com/publicacion/142104