Texto publicado por Jose Antonio
De la evolución.
Si bien se pueden buscar antecedentes en la antigua Grecia, el hecho cierto es que lo que hoy llamamos evolución en biología, la idea de que todos los seres vivos provienen de un antepasado común y que la diversidad de especies se debe a cambios heredados en las poblaciones en sucesivas generaciones, se debatió por primera vez, aunque no exactamente en estos términos, durante la segunda mitad del siglo XVIII.
La palabra “evolución”, sin embargo, ya se venía empleando desde el siglo XVII para referirse al desarrollo embrionario del individuo, sin referencia alguna a la herencia. En este sentido “evolución” significaba habitualmente el desarrollo de partes preexistentes en el embrión, tal y como lo concebían los seguidores del preformismo. Ocasionalmente, los que apoyaban la teoría contraria, el epigenetismo, usaban el término para referirse a lo que ellos concebían que era la adición sucesiva de partes nuevas al desarrollo individual.
Es a partir de la mitad del siglo XVIII cuando, tanto conjuntamente con las hipótesis embriológicas como independientemente de ellas, varios filósofos naturales comienzan a formular hipótesis que tienen en común una concepción dinámica de la historia del universo, de la Tierra y de la vida, en oposición al concepto imperante de una naturaleza estática y acabada (estasis). La estasis comenzó a partir de ese momento a ser considerada cada vez más, y por esto mismo atacada de vez en cuando, como la posición típica y definitoria de las religiones occidentales principales.
La Ilustración produjo una renovación de estas concepciones dinámicas de la naturaleza: en astronomía mediante intentos de usar las leyes newtonianas para, además de describir su funcionamiento, explicar la historia del sistema planetario (Georges-Louis de Buffon, Immanuel Kant, Pierre-Simon de Laplace); en las geociencias por la aparición de distintas pruebas de que la Tierra es mucho más antigua de lo que se creía (Buffon, James Hutton); y en las ciencias de la vida por una posible temporalización del sistema tradicionalmente estático de clasificación de los seres vivos (Charles Bonnet, Jean-Baptiste Robinet), por intentos de encontrar explicaciones materialistas al origen de la vida, a la generación, a la herencia, al desarrollo y al cambio de las estructuras orgánicas (Benoît de Maillet, Pierre de Maupertuis, Erasmus Darwin), por la observación ocasional de variabilidad en las especies (Carl Linæus) y por la transposición de la noción de desarrollo embrionario a toda la historia de la vida en la Tierra (Carl Friedrich Kielmeyer).
Entre 1802 y 1820 Jean-Baptiste Lamarck combinó varios de estos temas para producir la primera hipótesis sistemática, si bien no siempre clara, del cambio orgánico (en esos años la palabra “evolución” en su significado actual sólo está documentada en los trabajos de Julien-Joseph Virey). Alrededor de 1830 Étienne e Isidore Geoffroy Saint-Hilaire desarrollaron y popularizaron las ideas de Lamarck. Charles Lyell discutió las ideas de Lamarck desde un punto de vista crítico en sus textos geológicos de comienzos de los años treinta del XIX, donde usaba evolución en su sentido actual por primera vez en lengua inglesa. Estos libros de Lyell fueron estudiados en profundidad por Charles Darwin. Las ideas lamarckianas, combinadas con especulaciones sobre el desarrollo embrionario y la hipótesis nebular aparecieron recogidas en Vestiges of the natural history of creation (1844) de Robert Chambers, un libro dirigido al público en general que fue el primero en difundir las ideas evolutivas en los países de habla inglesa, preparando el terreno para la recepción posterior de la obra de Darwin.
Desde 1859 On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life de Charles Darwin atrajo una atención enorme sobre la posibilidad de que todas las especies derivasen de una (o unas pocas) forma de vida. Tanto en los círculos científicos, como en los periodísticos y a nivel popular la cuestión a debatir era la “evolución”. Darwin evitaba esta palabra, optando por “descendencia con modificación”. Tanto el filósosfo Herbert Spencer como otros tantos seguidores de Darwin se decantaban claramente por “evolución”, y no ocultaban que su preferencia se basaba en sus profundas implicaciones para una visión de la naturaleza que ponía el énfasis en el cambio gradual y progresivo como resultado de la competencia por la supervivencia y la reproducción. Visión que además la mayor parte de las veces era secularizada y que englobaba tanto a la humanos como a sus sociedades y al universo en su conjunto.
La explicación dada por Darwin al cambio evolutivo, la teoría de la selección natural (darwinismo) se encontró con una fuerte oposición incluso entre científicos con amplios conocimientos biológicos. Este tipo de desacuerdos resultaron en un final de siglo XIX en el que los investigadores estaban más preocupados por encontrar “eslabones perdidos” (olvidando en cierto modo lo que significan gradual y progresivo) en el registro fósil que un consenso respecto a las causas de la evolución. Alrededor de 1900, entre otras hipótesis, el darwinismo, el neolamarckismo y la ortogénesis competían como explicaciones del cambio evolutivo.
Tras el redescubrimiento de las leyes de Mendel en 1900, se necesitaron cuatro décadas para construir el consenso alrededor de lo que se denomina síntesis evolutiva moderna o neodarwinismo, que combina el concepto de Darwin de selección natural con la genética. Desde los años cuarenta del siglo XX la inmensa mayoría de los científicos cuando hablan de evolución se refieren a la evolución neodarwinista.
Sin embargo, desde mediados de los años sesenta empezaron a incorporarse nuevas aproximaciones al estudio de la evolución biológica, incorporando herramientas y conceptos provenientes de la ecología evolutiva, la paleontología y, muy especialmente, de la biología molecular. El estudio del cambio evolutivo a nivel molecular se ha convertido en un importante campo de investigación, y los resultados han llevado a veces a conclusiones que se apartan de los conceptos evolutivos principales.
Así, el hecho de que la variación genética, algunas veces, no esté correlacionada con el éxito reproductivo y la evolución adaptativa (y, por tanto, parezca “neutral” con respecto a la selección natural) llevó a algunos biólogos, como Motō Kimura, a desarrollar a comienzos de 1964 la teoría neutralista de la evolución molecular. La teoría afirma que buena parte del cambio evolutivo observado a nivel molecular ocurre por una deriva genética aleatoria, independiente de la selección natural.
Otro ejemplo lo constituyen Niles Eldredge y Stephen Jay Gould que se centraron en el registro fósil y el proceso de especiación. Esto les llevó a comenzar en 1972 el desarrollo de la hipótesis del equilibrio puntuado, que se aparta del concepto neodarwiniano de que el cambio evolutivo es gradual y continuo. La hipótesis afirma que la historia de muchas estirpes de fósiles muestra largos períodos de poco cambio morfológico (llamados estasis) alternados con periodos breves de cambios rápidos asociados a fenómenos de especiación.
Desde los años sesenta del siglo XX, el interés en la cuestión de la evolución de la especie humana tomó nuevo impulso. El hallazgo de nuevos especímenes fósiles, al comienzo en África, pero después en Asia (Flores, Denisova) o Europa (Atapuerca); el estudio del ADN mitocondrial, lo que permite la datación de las ramas más recientes del árbol familiar humano; y la valoración estadística de la variación genética, que permite evaluar la interacción entre rasgos biológicos y culturales en las poblaciones humanas debida a las migraciones, han conseguido y consiguen portadas de prensa, popular y científica.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
Fuente: cuaderno de cultura científica.