Texto publicado por Isabel Blanco
No lo acompañaba su padre.
Mi hijo Gastón tenía ocho años y llevaba muy poco tiempo en los scouts. En una reunión le entregaron un papel con instrucciones, unas maderas, cuatro pequeñas ruedas y le dijeron que se lo entregara a su padre.
No fue una tarea fácil para él. A papá no le hacía mucha gracia aquello de ayudar a su hijo en las tareas y actividades, fueran estas del colegio o de los scouts.
En ese momento papá, que estaba leyendo el periódico, descartó la idea de construir en compañía de su ansioso hijo menor un coche de carreras, de manera que las maderas y las ruedas quedaron guardadas durante unos días.
Por fin, su mamá intervino para ver si descubría la manera de hacerlo. Comenzó la construcción, pero como no tenía muchos conocimientos de carpintería, llegó a la conclusión de que lo mejor sería leer las instrucciones y dejar que poco a poco Gastón lo hiciera.
A los pocos días, las maderas se iban convirtiendo en un auto de carreras. Un poco desalineado y nada estético, pero de cualquier manera era un auto de carreras. Gastón lo bautizó «Relámpago Azul» y estaba muy orgulloso de su obra, especialmente por haber hecho algo con sus propias manos.
Llegó el gran día, el día de la carrera. Gastón con su coche de madera azul y sobre todo con una gran emoción se dirigió a la línea de salida.
Estaba claro que el auto de Gastón era el único construido en su totalidad por un niño. Todos los demás los habían hecho con ayuda de sus padres y tenían líneas aerodinámicas, estaban pintados y brillantes; y eran muy hermosos.
Al ver el auto de Gastón los demás niños se rieron y burlaron.
Por si eso fuera poco, Gastón era el único niño, que en la línea de salida no estaba acompañado por su padre, lo había reemplazado su mamá.
Empezó la competición y se hizo por el sistema de eliminación. Solo podían participar en la siguiente carrera los autos vencedores, hasta que al final, solo podían quedar dos.
Y curiosamente quedaron como finalistas el auto de Gastón y el de otro niño, que por cierto era el más hermoso de todos los que habían participado.
Cuando estaba a punto de darse la salida a la última carrera, mi hijo pidió con timidez a los jueces que le permitieran orar. Un poco extrañados, todos asintieron.
Y Gastón se arrodilló junto a su auto mientras hablaba con Dios. Lo hizo silenciosamente, pero con mucho fervor. Al terminar, se puso de pie con una sonrisa y dijo: «Estoy listo»
El público animaba a los corredores. Cristian, el otro competidor estaba de pie junto a su padre viendo como su hijo bajaba a toda velocidad por la rampa, pero Gastón estaba solo, su padre no estaba a su lado, estaba entre el público, observando cómo el destartalado auto de su hijo bajaba por la rampa a toda velocidad.
Inexplicablemente para casi todos los asistentes, el auto de Gastón llegó a la meta segundos antes que el de Cristian.
Nadie se lo podía creer. Gastón, saltaba de alegría y gritaba: Gracias, Dios…, Gracias, Dios… mientras los presentes vitoreaban su nombre.
El jefe de los scout se acercó a Gastón y le preguntó:
-Oraste para ganar, ¿Verdad, Gastón?
-No, respondió, no sería justo pedir a Dios que me ayudara a derrotar a un amigo. Le pedí que me ayudara a no llorar si perdía.
Gastón no pidió a Dios que ganara la carrera; no le pidió que decidiera el resultado. Le pidió fuerzas para encarar el resultado.
Tal vez pasemos demasiado tiempo en oración pidiéndole a Dios que nos haga ganar la carrera de la vida, solo pedimos por el triunfo, por la gloria y para que nos libre de la pruebas. Cuando en realidad deberíamos pedirle fuerzas y valor para no abandonar y llegar al fin de nuestras vidas con entereza, valor y gratitud.
«La soledad, el abandono, no siempre nos tienen que llevar a la frustración o el desánimo, Gastón siendo un niño es un claro ejemplo para nuestras vidas. A él, el abandono y la soledad lo llevaron a Dios y Él no lo defraudó. Dios, está siempre a nuestro lado, pídele que te ayude a no llorar, si te sientes perdido»