Texto publicado por Fátima Osores
“Quise existir por mí mismo, pero no rechazo esta herencia” - ENTREVISTA A SACHA TOLSTÓI, POR SILVINA FRIERA
“Quise existir por mí mismo, pero no rechazo esta herencia”
En su infancia dio muestras de rebeldía que llevaron a que sus padres lo enviaran lejos; así, Sacha terminó en estas costas. “En materia de cultura tenemos un alma que dramatiza y exagera todo. En eso nos parecemos los rusos y los argentinos”, sostiene.
Por Silvina Friera
El moscardón rebelde fue educado en el culto a su bisabuelo con reticencias iniciales. Un apellido famoso puede ser una auténtica maldición, una sombra opresiva. Su padre hacía lo que creía correcto: le leía en voz alta, por las noches, Guerra y paz en ruso. El niño Sacha Tolstói –nacido en París– se aburría mortalmente, víctima de una religión que entonces no comprendía. A los 15 años, cuando se perfeccionaba en irritar a su padre y había coleccionado expulsiones de varios colegios –maristas, domínicos y jesuitas–, irrumpió el “castigo”: enviarlo muy lejos, a Montevideo, con la esperanza de que un tío banquero materno –Constantin Gortchacow– lo domesticara. La tentativa fracasó. Pocos meses después tuvo que viajar su madre a Uruguay, para remediar la situación. Un grave accidente que sufrió ella y un llamado de Francia cambiaron el destino de ese joven que ya tenía 19 años. Regresó a su ciudad natal, hizo el servicio militar, estuvo en la guerra en Argelia, volvió a la vida civil y se casó, fueron naciendo sus tres hijos, abrió un comercio dedicado a la pesca, viajó por todo el mundo y capturó peces de todos los tamaños. Después de pasar más de la mitad de su existencia gambeteando el síndrome de su apellido, llegó la liberación en el preciso instante en que una personalidad del mundo intelectual parisino le preguntó: “¿Usted es Tolstói, el gran pescador?”. El nuevo siglo empezó mal: enviudó en abril de 2000. Necesitaba encontrar un refugio, un trampolín, un vientre para regenerarse. Sacha, que vive en Punta del Este hace doce años, saludablemente aquejado por la escritura, una enfermedad de familia, inauguró la exposición León Tolstói: el espejo del alma rusa en el Centro Cultural Borges, una muestra fotográfica que se podrá visitar hasta el 8 de junio.
“Natural es la palabra clave”, dice Sacha frente a una de las imágenes de su bisabuelo con esa barba tupida que se extendía más allá del pecho. “No se cortaba la barba ni las cejas –los pelos parecen que le van a tapar los ojos– porque entonces era natural. Por eso, en la mayoría de las fotos los hombres tienen la barba tan larga. Yo tengo una hipótesis: la barba les permitía ocultar, en algunos casos, la falta de dientes”, sugiere el bisnieto a Página/12. En la muestra, organizada por el Museo Yasnaya Polyana de Rusia (que fue la casa donde vivió el escritor), la Embajada de Rusia y la Casa de Rusia en Argentina, están las fotos del autor de Anna Karénina posando con Anton Chéjov, con Máximo Gorki, con su numeroso clan familiar, y jugando al ajedrez. Hay fotos postales con inscripciones en ruso al pie, pertenecientes al acervo del Museo, que fueron realizadas por Sofía Tolstói, su esposa, para juntar fondos a favor de los campesinos de la villa de Yasnaya Polyana, quienes habían perdido sus casas en un incendio. La curadora Virginia Fabri expande el sentido de la iconografía tolstoiana para inscribir al escritor en su tiempo. La exposición despliega también fotografías inéditas de la Rusia zarista, tomadas por el fotógrafo Maxim Dmitriev, donde abundan los hombres barbudos que parecen réplicas de Tolstói, y una serie de trajes típicos de la época. El menú se completa con un ciclo de charlas y la proyección de films (ver aparte).
–¿Qué tipo de legado dejó Tolstói?
–La cultura clásica está desapareciendo por la cultura electrónica. Como decía el señor Ruy Blas en la pieza de Victor Hugo: “La iglesia en ruinas está llena de culebras, todo se va”. Y se puede comparar la cultura clásica con esa iglesia que se está arruinando de a poco. Para las generaciones como la mía, la cultura clásica sigue vigente y todavía, por suerte, hay gente que lee. El legado de León Tolstói está más allá de la literatura y por eso creo que no va a desaparecer. Su mensaje de vida, su filosofía, inspiró a Gandhi por el tema de la no violencia. Y a muchos otros. Este es el legado real de mi bisabuelo a la humanidad. Esto no puede desaparecer nunca, aunque la gente se vuelva zombie.
–¿Cuál o cuáles son las obras de Tolstói que permanecerán en el tiempo?
–Unas cuantas, sobre todo Guerra y paz porque es una obra genial, en el sentido de que hay muy pocos escritores que supieron involucrarse y entrar en los personajes, incluso hasta en un roble para hacerlo hablar. ¿Qué escritor hace hablar a un roble, a una silla? Tolstói lo logró. Y parece creíble. Es una obra que no se puede apreciar tanto cuando uno es joven, se necesita un poco de madurez. Cuando me la leían de pequeño, no la podía entender. Hace poco, cuando volví a leerla, encontré verdades, filosofía y una belleza que no había comprendido antes. A todos los que pasan los cuarenta o cincuenta años, les recomiendo leer la Guerra y paz. Después hay otras obras como La muerte de Iván Ilich. El escribió sobre la muerte cosas que después de él ningún escritor puede escribir, porque lo ha dicho todo; es un pequeño libro que suelo aconsejar para empezar a leerlo por ahí. O Los cosacos, cuyo tema es muy actual por los chechenos –siempre hubo problemas entre los rusos y los chechenos–, y Tolstói cuenta esa maravillosa historia de los cosacos. Hay otro libro extraordinariamente escrito, Hadji Murat, la vida de un cazador, de un salvaje, que es muy interesante. Y por supuesto, Anna Karénina. Tolstói escribió 80 libros, así que hay para elegir.
–Además del diario que llevaba y la correspondencia...
–Sí, él tenía una fuerza de trabajo enorme. Creo que escribía por día 45 páginas, entre respuestas a cartas que recibía, estudios que emprendía, la obra que escribía y los dos diarios que llevaba: uno que escondía, porque era para él y su mujer Sofía trataba de encontrarlo, y el otro que era para todo el mundo. Todos los escritores escriben diarios; es normal.
–¿Usted lleva un diario?
–No, escribo crónicas. Yo tengo una formación periodística. Empecé en France-Presse (AFP), donde aprendí los rudimentos del periodismo, y después me mudé hacia la literatura. Al principio escribía cuentos de pesca. Como viajaba mucho por la pesca, contaba a la manera de (Ernst) Hemingway sobre la gente que conocía y sobre los peces. Escribí 15 libros. La primera obra de ficción que acabo de terminar se llama Crónica de la vida de un guerrero, sobre la vida de un joven nacido en Rusia durante la revolución de 1917 que vive el éxodo, el exilio en Francia, y participa de la segunda Guerra Mundial al lado del general (Charles) De Gaulle. Los libros los publico generalmente en dos idiomas: de un lado en francés, el idioma en que escribo, y del otro en español.
–¿Y el ruso?
–Lo hablo, pero nada más.
–¿Le hubiera gustado escribir en ruso?
–Mi cultura ancestral es rusa, pero mi cultura verdadera es latina, francesa. Mi padre era ruso, mi madre era rusa, mi Niania (nodriza) era rusa y mi primer idioma fue el ruso hasta los tres o cuatro años. El francés lo hablé después. Pero cuando empecé la escuela en Francia se alejó la posibilidad de hablar ruso en la vida cotidiana y perdí la costumbre. Olvidarse el idioma no es posible. Yo hablo ruso y nunca me lo voy a olvidar; es como andar en bicicleta o nadar. Tal vez me pueda caer de la bicicleta. Y puedo nadar mal, pero voy a seguir nadando.
–¿Por qué tenía tanta rebeldía hacia su bisabuelo? ¿Por qué le pesaba el apellido?
–¡Me sofocaba, yo no existía! Había un solo Tolstói. Fijate en las fotos de esta muestra: Tolstói es el gurú, todos alrededor de él. Cuando uno nace en una familia donde hay un personaje mítico, nadie existe. Había muerto hacía tiempo cuando yo nací, pero seguía esa influencia, se hablaba mucho de él, sobre todo mi abuelo Michel que se consideraba heredero espiritual de Tolstói. Al final de la vida de mi padre, le decían “el señor Serge Tolstói”, porque se había vuelto conocido como doctor. Pero cuando yo era adolescente, no tenía existencia propia. Estaba el ancestro, el mito, y del otro lado todos los demás, dependiendo del apellido. Eso me rebelaba. Yo quería existir por mí mismo. Pero esto no significa que rechace esta herencia. Cada vez que envejezco más, me acerco más a las raíces rusas y tolstoianas. Y cada vez que puedo le hago propaganda, por eso estoy acá (risas). Y lo voy a hacer hasta el fin de mi vida. Lamentablemente, no me queda mucho.
–¿Cómo que no le queda mucho, si son longevos los Tolstói?
–Si me quedan diez o quince años, es poco. Tengo 75, voy a cumplir 76 el 19 de mayo. ¡Qué horror! (risas).
El parto fue agotador para Olga aquel jueves 19 de mayo de 1938, un hermoso día de primavera cuando nació Sacha y su hermano mellizo en París. Después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Serge y Olga se separaron. Sacha peregrinó por varios internados y colegios. “Me echaban de todos porque tenía una personalidad rebelde. Yo estaba buscando afectividad. Mi padre no me daba cariño, mi madre estaba muy lejos, en Suiza. Cuando la veía, me lo daba. Pero la veía poco. No podés encontrar el afecto si te quedás en tu rinconcito, mudo y no haciendo nada. Yo exploté, hice algo”, evoca Sacha. “Me di cuenta tarde de esta explicación que estoy dando. En uno de mis libros, Cambalache, hago una crónica que se titula ‘Autopsia de un divorcio’, donde analizo el divorcio entre mi padre y mi madre. Yo perdí el amor de mis padres y quise conseguir parte de un afecto que creo que nunca conseguí. ¿Por qué se separó, finalmente, mi bisabuelo de mi bisabuela? Porque ya no hablaban más, no había afecto. Tolstói estaba refugiado en sus libros y en su pensamiento, bajo la mala influencia de su discípulo Chertkov (no confundir con Chéjov).”
–Cuando murió, Tolstói legó su obra a la humanidad y los dejó sin herencia. ¿Le desagrada ese aspecto tan polémico de su bisabuelo?
–No, no, no, no fue así. A partir de los años ’50 –1850– le vino la crisis moral y aparecieron todos los chiflados, Chertkov y todos esos. Y lo pusieron en el pedestal: que era un genio de la humanidad, que el resto no contaba. Entonces había dos clanes: el clan de los discípulos y algunos pocos hijos, como la hija Sacha (Alexandra), y su mujer que quería seguir viviendo como una aristócrata, de una manera moderada, no arrogante, pero quería el bienestar. A él sólo le interesaban sus ideas. Tolstói nunca hizo un huevo frito (risas). Nunca cocinó nada. Estaba en su trono; era como un Dios con esa barba blanca. Se estableció un abismo entre estos dos clanes. Chertkov tuvo demasiada influencia y Tolstói desheredó a la familia de manera simbólica y legó la obra a la humanidad. El murió en 1910; siete años después llegó la revolución rusa y los aristócratas se tuvieron que ir de Rusia. Mi abuelo tenía un talento particular para componer romanzas rusas, cantaba bien y se ganó la vida con eso en Francia. Estoy de acuerdo en que no hay que heredar tanto dinero porque seas el “hijo de”... Pero necesitás algo para comer y tener un techo para sobrevivir. Y no lo tuvieron; fue una medida injusta. Tolstói estaba en contra de la mentira, de la violencia y la sangre. La Revolución Rusa se basó en la mentira, la violencia y la sangre.
–Pero es muy violento desheredar a la familia, ¿no?
–Claro, pero Tolstói estaba viviendo en una nube.
–Su bisabuelo suele tener en la mirada algo desgarrador, como un dolor empozado en los ojos. Pero también parece alguien que está por desbarrancarse hacia la locura. Hay fotos en las que da miedo. ¿Qué siente cuando ve estas fotos?
–Lo puedes ver como un Papá Noel de barba blanca (risas). El tenía una mirada capaz de hipnotizar a cualquiera, tenía unos ojos muy penetrantes. Pero era muy suave. Yo oí su voz grabada y es muy dulce. También era capaz de transmitir cierta violencia. A veces era una violencia verbal, sobre todo cuando iba contra decisiones tomadas por el zar. Tenía mucho coraje, Tolstói era muy corajudo.
–A propósito del título de la muestra, se suele plantear que parte de la melancolía y la tristeza en el Río de la Plata puede tener similitudes con “el alma rusa”. ¿Coincide?
–En materia de cultura y de arte, tenemos un alma que dramatiza y exagera todo. En eso nos parecemos. No sé si finalmente los argentinos, desde el punto de vista social, tienen algo similar a los rusos. El látigo fue inventado por los rusos para que los dueños castiguen a los siervos. Cuando ves la historia rusa, hubo zares, príncipes y dictadores. Y hoy en día: (Vladimir) Putin. A los rusos les gusta el látigo.
–¿Le parece que a los argentinos también?
–Sí.
–Pero está el peronismo, muy difícil de explicar, pero que poco tiene que ver con esta idea de látigo.
–El peronismo fue tan importante que una democracia en Argentina sin peronismo no puede existir. A los rusos les gusta más el látigo que a los argentinos (risas).