Texto publicado por Fátima Osores
NOCHES DE TERROR - HOY... EL PATIO DEL VECINO
El patio del vecino
Mariana Enríquez
Paula se miró las manos, enrojecidas y marcadas después de empujar varias canastas de libros, mientras Miguel les pagaba y se despedía de los hombres de la mudanza. Tenía hambre, estaba cansada, pero la casa le encantaba. Habían tenido mucha suerte. El alquiler no era caro y tenían tres habitaciones: una sería el estudio; la otra, el dormitorio; la tercera probablemente quedaría para las visitas. En el patio, el anterior inquilino había dejado plantas sencillas y muy lindas, un cactus crecido y una enredadera sana y alta, de un extraño verde oscurísimo. Y, lo mejor, la casa tenía terraza, con una parrilla y espacio para montar un quincho techado si la dueña no se oponía, y Paula creía que los dejaría hacer todas las modificaciones razonables que se les ocurrieran. Por un lado, le había parecido una mujer muy amable y tolerante («en el contrato dice que no pueden tener mascotas pero no le den pelota, a mí me encantan los bichos») y, por otro, creía que estaba ansiosa por alquilar; los había aceptado con una sola garantía —la de los padres de Miguel: generalmente los dueños pedían dos— y con un solo sueldo, también el de Miguel, porque Paula estaba sin trabajo por el momento. A lo mejor necesitaba el dinero o quería tener la casa ocupada antes de que empezara a deteriorarse por falta de cuidado.
A Miguel esa actitud le había causado un poco de desconfianza y antes de firmar el contrato pidió visitar la casa una vez más. No encontró nada preocupante: el baño funcionaba perfectamente, aunque debían cambiar la cortina de la ducha que tenía hongos; la casa era luminosa, no resultaba ruidosa a pesar de que daba a la calle y el barrio de casas bajas parecía muy tranquilo pero activo, con mucha gente en los negocios de la cuadra y hasta un sencillo bar en la esquina. Tuvo que admitir que se había puesto paranoico. Paula, en cambio, había confiado desde el principio en la casa y en su dueña. Ya tenía planeada la distribución del escritorio y los libros, ya tenía ganas de estudiar en el patio y de comprar un sillón cómodo para sentarse ahí con sus papeles y un café. Tenía planeado terminar su carrera, rendir los tres exámenes que le faltaban para recibirse y quería hacerlo en un año, para después volver a trabajar. Por primera vez ponía plazos, diseñaba los meses por venir, y la casa le parecía ideal para la misión.
Desarmaron cajas y armaron pilas de libros hasta que el desorden resultó insoportable y pidieron una pizza por teléfono. La comieron en el patio, con la radio encendida. Miguel odiaba los primeros días en una casa nueva, cuando aún no había televisión ni Internet y sentía un malhumor anticipado pensando en los llamados que tendría que hacer durante semanas hasta que todo estuviera en orden y conectado. Pero estaba demasiado cansado para preocuparse. Después de fumar un cigarrillo, se acostó sobre el somier sin sábanas y se quedó dormido. Paula se quedó despierta un rato más y llevó la radio a la terraza para escuchar un poco de música bajo las estrellas. Muy cerca podía ver los edificios de la avenida; en algunos años, creía, las casas como la suya —la sentía suya— iban a ser compradas y demolidas para hacer torres: el barrio no estaba de moda todavía, pero era cuestión de tiempo. No quedaba demasiado lejos del centro, tenía estación de subterráneo y fama de apacible. Debía disfrutarlo mientras resultara indiferente.
La terraza estaba bordeada por los habituales muros bajos pero también tenía un alambrado bastante alto, seguramente la dueña había tenido allí un perro, a eso se refería con que adoraba los bichos, y de esta manera evitaba que se escapara. En una esquina, sin embargo, el alambre se había caído. Desde ahí era posible asomarse y se alcanzaba a ver un pedazo del patio del vecino, apenas unas cuatro o cinco baldosas rojas. Bajó y buscó una manta liviana para taparse en la cama: la noche se había puesto fresca.
Los golpes que la despertaron eran tan fuertes que la hicieron dudar: debía ser una pesadilla. Hacían vibrar la casa. Los golpes en la puerta sonaban como puñetazos de unas manos enormes, manos de bestia, puños de gigante. Paula se sentó en la cama y sintió cómo la cara le quemaba y el sudor le empapaba la nuca. En la oscuridad los golpes sonaban como algo a punto de entrar, a punto de derribar la puerta. Encendió la luz. ¡Miguel dormía! Era increíble: debía estar enfermo, desmayado. Lo sacudió brutalmente, asustada; pero para entonces ya no se escuchaban los golpes.
—¿Qué pasa?
—¿No escuchaste?
—¿Qué pasa, Pau? ¿Por qué llorás, qué pasa?
—No puedo creer que no te hayan despertado. ¿No escuchaste los golpes en la puerta? ¡La estaban pateando!
—¿La puerta de calle? Voy a ver.
—¡No!
Paula había gritado. Un grito muy gruñido, animal en su terror. Miguel se dio vuelta mientras se subía los pantalones y le dijo:
—No empecemos.
Entonces Paula apretó tanto los dientes que se mordió la lengua y se puso a llorar. Otra vez él la miraba así y sabía cómo iba a seguir. Primero se ponía impaciente y después demasiado comprensivo, tranquilizador; en un rato Miguel iba a hacer lo que ella más odiaba: la iba a tratar de loca. Que lo mate, pensó. Si es un chorro armado el que quiere entrar, si él es tan pelotudo de abrir la puerta porque no me cree, que lo mate, mejor, disfruto sola de esta casa, me tiene harta. Pero Paula se levantó, corrió detrás de Miguel y le pidió por favor que no abriera. Él vio algo en su mirada: le creyó.
—Vamos a mirar por la terraza, se tiene que ver la calle.
—Está toda alambrada la terraza.
—Ya me fijé, pero está flojo el alambre, se saca fácil.
Miguel arrancó el alambre sin esfuerzo, estaba prácticamente desprendido. Se asomó con confianza. En la vereda no había nadie. La luz de la calle iluminaba la puerta de la casa, y no dejaba dudas. Toda la cuadra estaba bastante iluminada. Enfrente había dos autos estacionados, pero por las ventanillas se veía que estaban vacíos. Salvo que alguien se escondiera acostándose en el asiento trasero, pero ¿quién querría acecharlos así?
—Vamos a la cama —dijo Miguel.
Paula lo siguió, llorando, todavía algo furiosa pero también aliviada. Ni siquiera le importaba tanto que él no le creyera. Hasta se alegraba de haber tenido un sueño demasiado vívido, si había sido eso. Miguel se volvió a acostar sin decir nada: no quería hablar, no quería discutir y ella se lo agradeció.
A la mañana, los golpes parecían muy lejanos y Paula se resignó a aceptar que debían haber ocurrido en sus pesadillas. Ayudaba que Miguel ya se hubiera ido a trabajar cuando ella se levantó, así no tenía que enfrentarlo ni hablar de lo que había escuchado. No tenía que aguantarle la cara de tristeza. Era tan injusto. Porque había estado deprimida, como tanta gente, porque tomaba medicación —en una dosis muy baja—, Miguel creía que estaba enferma. La sorprendió mucho descubrir que su marido era prejuicioso, pero en el último año había quedado claro: al principio de la depresión él insistía en sacarla de la cama, le decía que saliera a correr, que fuera al gimnasio, que abriera las ventanas, que visitara amigas. Cuando Paula decidió consultar con un psiquiatra, Miguel tuvo un ataque de furia y le dijo que ni se le ocurriera ir a ver a uno de esos chantas, qué tenía que contarle cosas, acaso no confiaba en él. Incluso le había dicho que probablemente necesitaban tener un bebé, que el reloj biológico y un montón de ocurrencias extrañas que en ese momento poco le importaron, pero cuando empezó a recuperarse le molestaron y la preocuparon al punto de plantearse si quería seguir estando en pareja con Miguel. Él nunca había demostrado ningún otro tipo de prejuicio: estaba dirigido exclusivamente a los psiquiatras, a los problemas mentales, a la locura. Habían conversado sobre el tema hacía poco: Miguel le confesó que, en su opinión, salvo las enfermedades graves, todos los problemas emocionales se podían mejorar a voluntad.
—Eso es una terrible pavada —le dijo ella—. ¿Acaso te pensás que un obsesivo puede dejar de, no sé, lavarse las manos compulsivamente?
Resultaba que a Miguel le parecía que sí. Que un alcohólico podía dejar de tomar y una anoréxica volver a comer si realmente querían hacerlo. Estaba haciendo un esfuerzo muy grande, y se lo dijo mirando el piso, para aceptar que ella fuera a un psiquiatra y tomara pastillas, porque él creía que no servía para nada, que se le iba a pasar solo, que era normal estar triste después de los problemas que ella había tenido en el laburo.
—Es que no estoy triste nada más, Miguel —le contestó ella, fría y avergonzada, avergonzada de su ignorancia, y poco dispuesta a tolerarla.
—Ya sé, ya sé —dijo él.
Paula sabía que su suegra, que era encantadora y la quería, había hablado con Miguel; mejor dicho: le había pegado cuatro gritos a Miguel.
—Yo no sé, Paulita, de dónde salió tan necio mi hijo —le dijo mientras se tomaban un café—. En mi casa nadie piensa así, si ninguno de nosotros hace terapia es porque gracias a Dios no necesitamos. Aunque a lo mejor el salame de mi hijo lo necesita. Te pido disculpas, nena.
Ahora esperaba a su suegra, Mónica, que debía traer a Eli, la gata. Habían decidido mudarla un día después del gran traslado para que no molestara ni se pusiera demasiado nerviosa. La gata y la suegra llegaron cuando Paula terminaba de acomodar ollas, platos y sartenes en la cocina. Preparó café para Mónica mientras la gata inspeccionaba la nueva casa oliendo todo, sobresaltada, con la cola entre las patas.
—Una hermosa casa —dijo la suegra—. ¡Qué amplia, cuánta luz, qué suerte tuvieron! Está imposible alquilar en Buenos Aires.
Quiso ver el patio, prometió traer plantitas la próxima, y quedó encantada con la terraza; prometió carne para un asado ni bien se terminaran de acomodar. Se fue con besos a Paula y a la gata y dejó un pequeño ramo de fresias de regalo. Paula quería mucho a su suegra por cosas así: por no instalarse en sus visitas, por jamás criticar salvo que le pidieran una opinión, por saber ayudar sin exagerar.
Desde que había visto la terraza estaba preocupada por Eli, porque aunque estaba castrada y seguramente no se iría lejos, probablemente decidiera investigar los techos por primera vez en su vida, antes había vivido sólo en departamentos. No había nada que hacer: no podía solucionar ese problema. Incluso el alambrado era inútil para detener a una gata, hasta la ayudaría a trepar. Hacía calor y Paula subió a la terraza. No tenía ganas de empezar a estudiar. Sentada en el muro, vio pasar en el patio del vecino a un gato enorme, gris, de pelo corto. El novio de Eli, pensó, y se alegró de tener un vecino con gato que le podría recomendar la mejor veterinaria del barrio y ayudarla a buscar a Eli si se escapaba.
Esa noche Miguel tampoco mencionó los golpes y ella se lo agradeció. Comieron un guiso de lentejas de la roticería que resultó muy rico, y se fueron a dormir temprano. Miguel estaba cansado y se durmió enseguida. A Paula le costó más. Escuchaba a Eli, que todavía no se había tranquilizado y daba vueltas por la casa, atacaba cajas con las uñas, se trepaba a canastas y a la cocina. Y esperaba los golpes en la puerta. Había dejado encendida la luz del patio, que alcanzaba la habitación, para no dormir totalmente a oscuras. Los golpes no volvieron.
En algún momento de la madrugada, sin embargo, vio que alguien, muy pequeño, estaba sentado a los pies de la cama. Pensó que sería Eli, pero era demasiado grande para ser un gato. No distinguía más que una sombra. Parecía un niño, pero no tenía pelo en la cabeza, se distinguía la línea clara de la calva, y era muy pequeño, delgado. Más curiosa que asustada, se sentó en la cama y, cuando lo hizo, el supuesto chico salió corriendo; pero la corrida fue demasiado veloz para ser la de un ser humano. Paula no quiso pensar. Seguro era Eli, porque corrió como un gato; era Eli y yo estoy medio dormida y no me doy cuenta de que estoy medio dormida y creo estar viendo duendes enanos, qué tarada. Sabía que le iba a costar dormirse, así que tomó una pastilla y no se enteró de nada hasta que despertó, muy tarde, la mañana siguiente.
Pasaron los días y no volvieron los golpes ni el enano-gato. Paula se convenció de que era el estrés de la mudanza: alguna vez había leído que estaba en el tercer lugar de las situaciones más estresantes, después del duelo y del despido. En los últimos dos años, ella había pasado por las tres: se había muerto su padre y la habían echado del trabajo. Y el tarado de su marido creía que podía superar todo con voluntad. Cuánto lo despreciaba a veces. En las tardes tranquilas de la casa nueva, mientras seguía ordenando y limpiando y estudiando, un poco, a veces pensaba en abandonarlo. Pero antes tenía que rearmar su vida. Recibirse de socióloga primero; un amigo encuestador ya le había ofrecido trabajo en su consultora ni bien tuviera el título. Podía empezar a trabajar antes, claro, pero Paula sabía que no estaba lista. El año que viene entonces; empiezo a trabajar y si esto sigue así, se termina. Hasta creía que Miguel estaría aliviado: hacía un año, por lo menos, que no tenían sexo. A Miguel no parecía importarle; ella ciertamente no tenía ganas. Vivían en una tranquilidad leve pero no amistosa. Faltaba tiempo, pensaba Paula; a lo mejor en un año hasta volvían a coger o finalmente se hacían amigos, separados de hecho, y la cosa se relajaba y podían seguir viviendo juntos, como le pasaba a tantas parejas que se querían pero ya no estaban enamoradas. Ahora tenía que rendir sus materias, eran solamente tres, y hasta el momento lo leído no le había resultado demasiado complejo.
Cuando lo vio, estaba en uno de sus recreos entre fotocopia y fotocopia, colgando ropa de la soga, en la terraza. Eli estaba durmiendo al sol; la gata no demostraba ningún interés en recorrer los techos del barrio y Paula se lo agradecía. Espió el patio del vecino, esas cinco o seis baldosas apenas, baldosas rojas, antiguas, como de casa colonial, buscando al gato gris que nunca había vuelto a ver. ¿Se habría muerto? Tampoco se lo escuchaba. El vecino de la casa de al lado era un hombre solo, de anteojos, que tenía horarios muy extraños e impredecibles, y que saludaba con corrección pero sin simpatía. No vio al gato y cuando ya volvía a la ropa húmeda, percibió un movimiento en el patio. No era el gato: era una pierna. Una pierna de niño desnuda con una cadena en el tobillo. Paula respiró hondo y se estiró un poco más, casi a punto de caer de la terraza. Era una pierna sin duda y ahora podía ver parte del torso y confirmar que era un chico, no una persona mayor, sin duda un chico muy delgado y completamente desnudo; alcanzaba a verle los genitales. La piel estaba sucia, grisácea de mugre. Paula no sabía si gritarle, si bajar inmediatamente, si llamar a la policía… Nunca antes había visto la cadena en el patio —cierto que no espiaba el patio del vecino todos los días—, y jamás había escuchado la voz de un chico desde la terraza.
Chistó como si estuviera llamando a su gata para no alertar a los carceleros del chico, y entonces el pequeño cuerpo allá abajo se movió y quedó fuera de su vista. Sin embargo, sobre las cinco o seis baldosas se seguía viendo la cadena, ahora quieta, como si el chico estuviera atento, esperando el chistido, imposibilitado de escapar y tenso. Paula se llevó las manos a las mejillas. Ella sabía qué hacer en estos casos. Había trabajado durante años como trabajadora social. Pero después de lo que había pasado hacía un año —después del despido, y del sumario—, no quería siquiera pensar en volver a responsabilizarse por los chicos perdidos, los chicos dañados. Bajó corriendo la escalera y no llegó al baño: vomitó en el living, manchó una de las cajas de libros y lloró sentada, con el pelo desatado y llovido que casi tocaba el suelo, y la gata que la miraba con la cabeza ladeada y los ojos verdes redondos, curiosos.
Es el chico que vi a la noche hace semanas, al pie de la cama, pensó. Es el mismo. Qué estaba haciendo, lo dejan suelto a veces, qué hago. Lo primero que hizo fue limpiar el vómito, vaciar la caja de libros y tirar el cartón apestoso a la basura. Después volvió a la terraza y a asomarse. La cadena seguía en el mismo lugar, pero el chico se había movido un poco porque se veía su pie. No había duda alguna de que era un pie humano y el pie de un niño. Podía llamar a la Secretaría del Menor, a la policía; tenía muchas opciones, pero primero quería que Miguel lo viera. Quería que supiera, que la ayudara: si Miguel compartía la responsabilidad con ella y lograban hacer algo por el chico, sentía que a lo mejor podían recuperar algo de lo que habían tenido, esos años de irse los fines de semana con el auto a cualquier parte, a pueblos perdidos de la provincia para comerse un buen asado y sacar fotos de las casas antiguas, o los domingos de sexo con un colchón en el piso y la marihuana curada con miel que cultivaba el hermano de Miguel.
Paula decidió actuar con inteligencia. En casi un mes era la primera vez que veía al chico. No iba a llevar a Miguel corriendo a la terraza para mostrarle la cadena, el pie. Podía pasar que el chico atado se moviera de lugar, que dejara de verse, y no quería que Miguel dudara. Primero se lo contaría. Después irían juntos a la terraza. Estuvo a punto de llamarlo por teléfono, pero se contuvo. Subió varias veces a la terraza, y siempre vio la cadena o la cadena con el pie. Pensó en la cantidad de historias sobre chicos amarrados a camas, encadenados, encerrados, que había escuchado en sus días como trabajadora social. Nunca le había tocado un caso así, eran raros en la ciudad. Decían que los chicos jamás se recuperaban. Que tenían vidas aterrorizadas y que las terminaban jóvenes, demasiado marcados, las cicatrices siempre a la vista.
No esperó que Miguel dejara el bolso sobre el sillón para contarle sobre el chico cuando llegó, un poco más temprano que de costumbre. Él solamente repetía qué, qué, y ella le insistía con que el vecino tiene un chico encadenado en el patio, no, no es tan raro, hay muchos casos así, no es una locura, subamos, subamos, fijate, tenemos que decidir qué hacer. Pero cuando se asomaron juntos para espiar el patio del vecino, la cadena no estaba más, ni el chico, ni su pierna, ni su pie. Paula chistó, pero lo único que consiguió fue que apareciera Eli, maullando contenta, creída de que la llamaban para darle de comer. Miguel hizo lo que Paula temía.
—Estás loca —dijo, y bajó.
En la cocina, arrojó un vaso contra la pared y cuando Paula entró, la recibió una llamarada de agudos vidrios.
—¡No te das cuenta —gritaba él—, no te das cuenta de que alucinás! Mirá que va a haber un chico atado en el patio, es re obvio. No te das cuenta de que es por lo de tu trabajo, estás obsesionada.
Paula también gritó, no sabía bien qué. Insultos, justificaciones; quiso atraparlo cuando él se fue dejando la puerta abierta, pero entonces una calma luminosa le encendió la frente. ¿Por qué se portaba como si estuviera loca de verdad? ¿Por qué le daba la razón a Miguel? Él había decidido desconfiar sin motivo, probablemente porque también quería dejarla, pero ella se comportaba como si hubiera algo racional en esta discusión sobre su salud mental. Había visto un chico en el patio del vecino, encadenado. Jamás había tenido alucinaciones antes. Si Miguel no le creía era un problema suyo. Subió a la terraza una vez más y se sentó en el muro a esperar que el chico estuviera a la vista otra vez. Miguel, creía, no iba a volver esa noche. No le importaba. Tenía alguien a quien salvar. Encontró en una caja la linterna y se sentó a esperar.
Lo que había pasado cuando la echaron había sido estrés también, pero a veces le parecía que Miguel no se lo perdonaba. Que Miguel pensaba, como los que la despidieron, como ella misma a veces, que era una hija de puta. Aquella semana había empezado pésimo. Paula estaba a cargo de uno de los hogares de tránsito para chicos de la zona sur, una casa bastante pequeña, con una sala de juegos húmeda y casi sin juegos, una televisión que era el único entretenimiento, una cocina y una habitación con tres cuchetas, seis camas solamente; esto era bueno, resultaba demasiado complicado lidiar con muchas criaturas. El viernes a la noche, siempre un día complicado, la llamaron a su celular. Ella dormía profundamente, estaba cansada. Le pidieron que fuera inmediatamente, había un problema serio. Manejó medio dormida y se encontró con un cuadro increíble en su estupidez. Una de los chicos, de unos seis años, muy drogado —había llegado el día anterior, cuando ella tenía franco, y nadie lo había revisado con atención; debía tener la droga encima— se había hecho caca frente al televisor. El chico tenía diarrea y la sala de juegos apestaba. Una de las dos supervisoras a cargo, una imbécil importante, quería que el chico volviera a la calle. Según ella, el reglamento decía que ellos no tenían capacidad de lidiar con chicos con problemas de adicciones. La pelea con la otra supervisora, que insistía en que echarlo era en principio una crueldad y en última instancia abandono de persona, casi se había ido a las manos. El chico, mientras tanto, babeaba en su cama y ensuciaba de mierda las sábanas. Cuando Paula llegó tuvo que gritar, explicarles a las supervisoras cómo hacer su trabajo y después ayudarlas a limpiar —los encargados de limpieza no venían hasta el día siguiente. El chico fue trasladado y la supervisora que había querido echarlo, también. Pero como solía suceder en el área, iban a tardar un montón en reemplazarla. Entonces Paula decidió hacerse cargo hasta que llegara la nueva: turnos de doce horas rotados con la supervisora que quedaba, y un suplente, un chico muy eficiente que se llamaba Andrés.
El miércoles uno de los chicos se escapó. Logró treparse al techo por la ventana de la cocina. Se dieron cuenta de la huida al mediodía, pero no sabían cuándo podía haber pasado. Paula recordaba bien cómo temblaba de pies a cabeza, pensando en el chico, otra vez en la calle, entre los autos, robando hamburguesas a medio comer; era un chico de la Terminal de Ómnibus, que seguramente se prostituía en los baños, que conocía todos los recovecos de la ciudad, inclusive los aguantaderos de ladrones aunque tenía siete años, que era duro como un veterano de guerra —peor que un veterano, no tenía nada de orgullo—, y que hablaba un dialecto profundo que solamente entendían los otros chicos y algunos asistentes sociales más experimentados que ella.
El chico apareció en un hospital esa misma noche; se lo avisaron mientras patrullaba los alrededores de la Villa 21, donde las chicas adictas de doce años se subían a los camiones para chuparle la pija a los choferes y poder pagar la siguiente dosis. Estaba en un hospital: drogado, lo había atropellado un auto. Pero estaba bien, ni siquiera se había roto un hueso, solamente un poco golpeado. Paula no fue a verlo; se encargó de visitarlo Andrés. Ese chico también fue trasladado. Paula empezó a sentir que no podían cumplir con su trabajo, que los chicos se les escapaban de las manos. Al día siguiente llegó una nena de cinco años, la habían encontrado en la calle con un hombre y una mujer que no eran sus padres, sucia y muy cansada. Iba a quedarse en el hogar de tránsito hasta que encontraran a sus padres verdaderos o se tomara otra decisión judicial. La nena no era desconfiada y callada como la mayoría de los chicos que pasaban por el hogar. Se reía con la televisión hasta que le dolía la panza. Hablaba mucho y contaba sus fantasías callejeras. Hablaba de un chico gato que había conocido en el Jardín Botánico, por ejemplo, un chico que vivía ahí entre los otros animales y que tenía ojos amarillos y podía ver en la oscuridad. A ella le encantaban los gatos y no le tenía miedo: era su amigo. La nena también hablaba de su madre y decía que la había perdido. No sabía dónde vivía, nada más sabía que llegaba en tren hasta su casa, pero no recordaba qué línea, y cuando describía la estación, mezclaba los detalles de las dos más grandes de la ciudad. Paula y sus compañeros confiaban en encontrar pronto a su familia.
El siguiente viernes Paula se quedó sola en el hogar, de guardia toda la noche. Miguel odiaba que hiciera eso, pero ella le había prometido que era nada más hasta que llegara el reemplazo, y no mentía, tampoco le gustaba la noche. En el hogar estaban solamente la nena simpática y un chico de unos ocho años que hablaba muy poco, pero se portaba bien. Paula llegó a las diez de la noche, cuando Andrés entregaba su turno. Los chicos ya dormían. Andrés, que la había pasado mal toda la semana —él trabajaba, además, en un servicio de noche que patrullaba la calle en busca de chicos—, le ofreció compartir una cerveza y fumar un porrito. Paula aceptó. Encendieron la radio también; después le dirían que estaba muy fuerte, que hasta los vecinos la escuchaban, pero a ella en ese momento le pareció que el volumen era normal, que le permitiría escuchar el timbre, o el teléfono, o a los chicos si se despertaban. Pasaron un par de horas tomando y riéndose y charlando, eso lo reconocía. En el momento no le parecía estar haciendo algo malo: sabía que era incorrecto, pero sentía que debían relajarse después de una semana complicada; eran dos compañeros de trabajo pasando un buen rato.
Nunca iba a olvidarse de la mirada en los ojos de la supervisora cuando entró a la cocina, desenchufó la radio de un tirón y les gritó qué mierda están haciendo, qué carajo hacen, hijos de puta. Sobre todo el «hijos de puta»: había sido tan sentido, tan sincero. Las cosas pasaron rápido, tuvieron que absorber la información medio borrachos y volados, absolutamente culpables. Un vecino había llamado a la supervisora —tenía el teléfono— porque escuchaba llorar a un chico en el hogar. La supervisora se extrañó porque Paula estaba de guardia, se lo dijo al vecino, pero él insistió en que una nena lloraba y que la música estaba muy fuerte. Lo de la música convenció a la supervisora, que inmediatamente pensó en ladrones, en algo grave. Cuando llegó, efectivamente algo grave pasaba, pero no lo que ella esperaba. La nena simpática se había caído de la cucheta y estaba llorando a los gritos en el piso, con el tobillo roto. El otro chico, el callado, la miraba desde la cama, pero no había ido a pedir ayuda. Y la música que venía desde la cocina estaba fuertísima, como si alguien ahí dentro estuviera de fiesta. Cuando abrió la puerta, se sorprendió y se enojó como pocas veces en la vida, cuando vio a Paula y Andrés con dos botellas de cerveza vacías, un porro humeando en el cenicero y riéndose como imbéciles mientras una nena de la calle que confiaba en ellos gritaba de dolor en el suelo hacía por lo menos media hora.
La supervisora no tuvo piedad cuando se inició el sumario. Declaró y recomendó el despido para los dos. Era una mujer de experiencia, respetada: logró que los echaran casi de inmediato y sin mayor derecho a reclamar. (¿Qué iban a decir? ¿Que estaban estresados? ¿Y la nena, que había perdido a su madre en la calle, y el chico mudo, al que habían encontrado escondido en un vagón de tren qué? ¿Ellos la pasaban bien?) Miguel siempre le dijo que la entendía, que eran unos exagerados, que la sobreexplotaban; la acompañó a las declaraciones y jamás la juzgó en voz alta. Pero ella sabía lo que pensaba, porque era lo único que se podía pensar: se merecía el despido. Se merecía el desprecio. Había actuado como una irresponsable, como una cínica, como una ignorante.
Después del despido llegó la depresión. No poder levantarse de la cama, no poder dormir ni comer ni querer bañarse y llorar y llorar; una depresión muy típica que solamente una vez había ido demasiado lejos, cuando mezcló pastillas con alcohol y durmió casi dos días sin parar. Pero incluso el psiquiatra reconocía que ese episodio no podía calificarse de intento de suicidio. Ni siquiera sugirió internarla. Le pidió a Miguel colaboración, que vigilara cuándo y cuánto tomaba, al menos por un tiempo. Miguel lo hizo a regañadientes, como si fuera un deber muy pesado, muy difícil. Para él lo era, pensaba Paula. Pero estaba exagerando: había sido una depresión intensa pero habitual. Ahora la había superado. Y él la trataba como la loca que nunca había sido por otro motivo: porque nunca le había perdonado que abandonara a esa nena, nunca había podido sacarse de la cabeza el llanto nocturno y el tobillo roto, ni la imagen de ella riéndose con toda la boca llena de olor a cerveza. Era por eso que ya no la deseaba. Porque había visto un lado demasiado oscuro. No quería tener sexo con ella; no quería tener hijos con ella, no sabía de lo que era capaz. Paula había pasado de ser una santa —la trabajadora social especializada en chicos en riesgo, tan maternal y abnegada— a convertirse en una empleada pública sádica y cruel que dejaba a los chicos tirados mientras escuchaba cumbia y se emborrachaba, se había convertido en la directora malvada de un orfanato de pesadilla.
Bien: lo que había entre ellos se había terminado entonces. Pero ella todavía podía hacer algo: podía salvar al chico encadenado. Iba a salvarlo.
Ni Miguel ni el chico volvieron esa noche que Paula pasó en la terraza. Desde ahí escuchó que su marido dejaba un mensaje en el contestador diciendo que estaba en la casa de su madre, que lo llamara, que tenían que hablar, pero que le diera unos días para volver. Bueno, lo que sea, pensó Paula. Hacía calor. Eli estuvo con ella toda la noche, durmieron abrazadas sobre unas frazadas hasta que el sol ardiente de la mañana las despertó. Eli pidió agua de desayuno, como siempre, y Paula abrió la canilla para que tomara del chorrito; como a todos los gatos, le encantaba el agua fresca y corriente. Paula casi se puso a llorar mirando a la gata, tan hermosa, negra con sus piecitos blancos, sacando la lengua áspera. La quería más que a Miguel seguro.
El chico no estaba en el patio, pero Paula escuchó el ruido de la puerta de al lado, cruzó la terraza corriendo y vio al hombre, al vecino, que salía, caminando hacia la avenida. ¿Sería el padre del chico? ¿O lo tendría esclavizado…? No quería pensar tanto. Tomó una decisión demencial: entrar en la casa. Podía saltar de la terraza al patio. Lo había estado estudiando toda la noche. Tenía que ser inteligente, como un gato, saltar a la medianera, de ahí a un trasto viejo que se veía en el patio —¿un termotanque?—, algo así, un cilindro de metal, y ya estaba adentro. Desde la casa podía llamar a la policía por teléfono cuando encontrara al chico.
Llegar al patio fue fácil, más de lo que esperaba. Tuvo un pequeño pensamiento normal: eso quería decir, entonces, que era muy sencillo robar en la casa del vecino y en la suya. Pensaría en eso después, cuando terminara lo que tenía que hacer.
Desde el patio se entraba a la casa por dos puertas: una daba a un living, la otra a la cocina. No había rastros del chico en el patio. Ni siquiera la cadena estaba ahí. No había recipientes para comida o agua ni mugre; al contrario, apestaba a un desinfectante o a lavandina: alguien había baldeado. El chico debía estar adentro, salvo que el hombre lo hubiera sacado en el rato de la pelea con Miguel, o durante la mañana cuando ella se había dormido… ¡Tonta, floja, por haberse dormido!
Entró a la cocina, que estaba bastante oscura, pero la luz no encendía. Probó con otros interruptores, incluso uno del patio: la casa no tenía electricidad, tuvo que concluir. Tuvo miedo. La cocina apestaba. La adrenalina le había impedido recibir el impacto total del olor, que era atroz. Pero la mesada estaba limpia, también la mesa. Paula abrió la heladera y no encontró nada extraño: mayonesa, milanesas en un plato, tomates… Después abrió la alacena y el olor le llenó los ojos, la hizo lagrimear y la garganta se le cargó de líquido amargo; tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar, mientras su estómago se agitaba desesperado. No veía bien, pero no hacía falta: las alacenas estaban llenas de carne podrida sobre la que crecían y se solazaban los gusanos blancos de la descomposición. Lo peor era que no podía distinguir qué carne era: si carne vacuna común que por insanía el hombre había dejado pudrir ahí o alguna otra cosa. No podía distinguir formas humanas, pero en realidad no podía distinguir ninguna forma: en la semioscuridad parecía que la carne vivía su muerte allí, crecía allí, como si fuera un hongo de la alacena. Salió de la cocina corriendo, porque no podía aguantar más las náuseas, sin cerrar la puerta de la alacena. Pensó que debía volver, cerrarla, cubrir sus huellas, pero no se sintió capaz. Que pasara lo que tenía que pasar.
El resto de la casa, el vestíbulo, dos habitaciones, todo estaba muy oscuro. De todos modos Paula entró a la que debía ser la pieza del hombre. No tenía ventanas. En la penumbra distinguió que la cama estaba prolijamente hecha y que la cubría una manta abrigadísima, en pleno febrero. El empapelado de las paredes tenía un diseño muy sutil: parecían signos pequeños, como una trama arácnida. Paula lo tocó y para su sorpresa encontró la pintura rugosa de la pared. Se acercó y vio que no era empapelado: las paredes estaban escritas casi sin dejar espacio en blanco, con una letra elegante y pareja que ella había tomado por un dibujo delicado. No podía distinguir oraciones coherentes. Había fechas: veinte de marzo, leyó; diez de diciembre. Y algunas palabras: dormido, azul, entendimiento. Revisó los bolsillos, buscando el encendedor, pero no lo llevaba encima. No quería buscar uno en la cocina. Pensó que cuando se acostumbrara más a la oscuridad podría leer, pero después de esperar algunos minutos sintió que la transpiración le corría por la espalda y que el dolor de cabeza se hacía fuerte y tuvo miedo de desmayarse en esa casa horrible, esa casa a la que nunca debía haber entrado. Si no le había importado esa nena hermosa que se había roto el tobillo —y la mirada en la cara de la nena cuando se la llevó la ambulancia, la mirada de odio en sus ojos, la nena sabía que ella era la culpable, que era tan mala como la calle—, por qué le importaba este chico entrevisto en un patio que, si vivía con este loco, seguramente ya estaba arruinado para siempre, lejos de cualquier posibilidad de recuperación o de una vida normal. Lo piadoso de hacer, si llegaba a encontrarlo, era matarlo.
Pasó al living. También ordenado y vacío, pero allí encontró la cadena, sobre un sillón de cuerina marrón. El living, que daba al patio, estaba iluminado. Se atrevió a hablar.
—Hola —susurró—. ¿Estás acá?
Sabía que no necesitaba gritar en la casa: no era tan grande y estaba completamente silenciosa. Esperó, pero no escuchó nada en absoluto. Se acercó a una biblioteca con puertas de vidrio, podía distinguir pilas de papeles, pero, cuando la abrió, no sólo se decepcionó, sino que tuvo mucho miedo: todos los papeles eran boletas de luz, de gas, de teléfono, todas sin pagar y ordenadas cronológicamente. ¿Nadie se había dado cuenta de esto? ¿Nadie sabía que había un hombre viviendo en estas condiciones en un barrio de clase media? Era probable que hubiera otro tipo de papeles entre las facturas impagas, pero Paula debía apurarse y revisó los libros. Eran todos grandes y pesados libros de medicina de los años sesenta, con hojas satinadas y grandes láminas. El primero que hojeó no tenía marcas de ningún tipo, pero el segundo sí: era de anatomía y en las páginas que describían el aparato reproductor femenino alguien había dibujado con birome verde una pija enorme con espinas en el glande, y en el útero, un bebé de grandes ojos glaucos que no se chupaba el dedo, se lo lamía con un gesto de lascivia que la hizo decir qué es esto en voz alta. Cuando escuchó la llave en la puerta de entrada de la casa, tiró el libro al piso; sintió que se le humedecían la bombacha y los pantalones y corrió al patio, trepó el tanque con desesperación —me caigo, me caigo, tengo las manos transpiradas, tengo la presión baja—, y con la velocidad del miedo llegó a la terraza. Bajó las escaleras corriendo y cerró la puerta del patio con llave, aunque le parecía que eso no iba a detener al hombre que seguro vendría tras ella porque tenía que haberla escuchado, porque había dejado abierta su fétida alacena, porque había visto su dibujo. ¿Qué otros dibujos habría ahí, qué dirían esas paredes? ¿Y el chico? ¿Era un chico? ¿O era el hombre, a quien a veces le gustaba encadenarse en el patio? A lo mejor era él; con la distancia y la sugestión por su propia historia con chicos a lo mejor le había parecido más pequeño de lo que era. Eso era un alivio: pensar que el chico no existía. Pero el alivio no la protegía. A lo mejor el loco no era peligroso y no le molestaba que hubiera intrusado su casa.
Pero Paula no se lo creía. Recordaba cosas vistas con el rabillo del ojo. Algo sobre el sillón que parecía una peluca. Algunas palabras en la pared que o bien estaban en un idioma que ella desconocía o en un idioma inventado o sencillamente eran letras agrupadas sin sentido. Todas las plantas del patio, secas pero con la tierra húmeda, como si siguieran regándolas, como si alguien no aceptara, o no entendiera, que estaban muertas.
Odió a Miguel claramente por primera vez. Por dejarla sola, por juzgarla, por cobarde, por huir ante el primer problema real, ¡por huir a lo de su mamita! Lo llamó. Sorete.
—No está —le dijo su suegra—. ¿Vos estás bien, querida?
—No, estoy como el culo. —Silencio.
—Llamalo al celular, hermosa, vas a estar bien, vos no te preocupes.
Le cortó. Miguel tenía apagado el celular hacía horas. En situaciones así extrañaba a su padre, un hombre complicado y poco cariñoso, pero claro y decidido, un hombre que jamás se hubiera espantado o enojado por tan poca cosa; ella recordaba cómo había cuidado a su madre, que se murió loca por un tumor cerebral, y cuando la escuchaba gritar no se le movía un músculo de la cara, pero tampoco le decía a ella que estaba todo bien. Porque no estaba todo bien y era una estupidez negarlo.
Como ahora: algo malo iba a pasar y era una estupidez negarlo.
Intentó llamar al celular una vez más, pero seguía apagado o fuera del área de cobertura. Entonces escuchó a Eli, que gruñía enojada y después maullaba asustada. Los gritos de la gata venían de la habitación. Paula corrió.
Un chico tenía a Eli sentada en su regazo. El chico estaba sobre la cama. La miró aunque tenía los ojos glaucos atravesados de capilares rojos y los párpados grises y grasientos, como sardinas. Apestaba, también. Su olor llenaba la habitación. Estaba pelado y tan delgado que era increíble que viviera. Acariciaba a la gata brutalmente, ciegamente, con una mano demasiado grande para su cuerpo. Con la otra la tenía agarrada del cuello.
—¡Soltala! —gritó Paula.
Era el chico del patio del vecino. Tenía marcas de la cadena en el tobillo, que sangraba en partes y en otra supuraba infección. Cuando escuchó su voz, el chico sonrió y ella le vio los dientes. Se los habían limado y tenían forma triangular, eran como puntas de flecha, como un serrucho. El chico se llevó la gata a la boca con un movimiento velocísimo y le clavó los serruchos en la panza. Eli gritó y Paula vio la agonía en sus ojos mientras el chico escarbaba su vientre con los dientes, se hundía en las tripas con nariz y todo, respiraba adentro de la gata, que se moría mirando a su dueña, con ojos enojados y sorprendidos. Paula no huyó. No hizo nada mientras el chico devoraba las partes blandas del animal hasta que sus dientes chocaron con el espinazo y entonces arrojó el cadáver a un rincón.
—¿Por qué? —le preguntó Paula—. ¿Qué sos?
Pero el chico no le entendía. Se levantó con sus piernas de puro huesos, el sexo desproporcionadamente grande, la cara cubierta de sangre, tripas y los sedosos pelos negros de Eli. Pareció buscar algo sobre la cama; cuando lo encontró, lo levantó hacia la luz del techo, como para que Paula viera el objeto claramente.
Eran las llaves de la puerta. El chico las hizo tintinear y se rio, y su risa vino acompañada de un eructo sanguinolento. Paula quiso correr pero, como en las pesadillas, le pesaban las piernas, el cuerpo se negaba a darse vuelta, algo la sostenía clavada en la puerta de la habitación. Pero no soñaba. En los sueños no se siente dolor.