Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
Descanso sabatino: Robert Bloch.
DESCANSO SABATINO
Nota publicada en el Daily Bulletin de la Universidad de Yardley, el 1º
de abril de 1925:
"El profesor Herbert Claymore, jefe del Departamento de Física, ha
anunciado hoy que se dispone a ausentarse para un breve descanso
sabatino. Mientras dure su ausencia, las clases del profesor Claymore
serán dadas por el doctor Potter".
Llevaba ya ocho martinis y medio en el pequeño bar situado al otro lado
de la calle, en los bajos del edificio "Television City". Ocho y medio
era un horario subjetivo, desde luego, pero Don Freeman siempre se había
regido por esta clase de tiempo. Pensándolo bien, ¿acaso muchos no hacen
lo mismo?
O sea que pasaba ya de los ocho martinis...
Don no lo sabía, pero ardía en deseos de discutir esta cuestión con
cualquier conocido.
Pero lo malo era que en aquellos momentos no había conocidos. Parecía
como si Rosalie hubiese optado por no dejarse ver, y no había nadie más
en aquel cuchitril iluminado con tubos de neón a quien valiese la pena
dirigir la palabra. Don comprendió que dentro de poco iba a
emborracharse a conciencia. No quedaba más remedio que volver a cambiar
unas palabras con el barman.
Mala cosa. Pero volver a casa sería aún peor. Además, no se puede volver
a casa. Thomas Wolfe lo había dicho y era una observación muy aguda,
teniendo en cuenta que procedía de un individuo que ni siquiera estaba
casado.
Don apuró su bebida y extendió la mano con el vaso vacío.
-¡Por el amor de Alá! -dijo.
El barman cumplió con su deber.
Alguien chocó contra el hombro de Don y apoyó un pie en el suyo, con fuerza.
-Permítame que le invite -murmuró Don, pero se trasladó al otro extremo
de la barra.
Allí había más gente, uno no se oía beber. Y esto era una gran ventaja,
¿no creen? Tampoco uno podía oírse pensar. Y si uno apuraba su buena
suerte (y su vaso), al cabo de un rato era ya como si no pensase...
Poder pensar en Rosalie y en la casa y el empleo sin sentir ninguna pena
ni remordimiento. O no pensar en ellos para nada...
Y se acercaba ya el momento, tal vez dentro de sólo uno o dos martinis
más. Pronto podría olvidar que Rosalie no era más que una presuntuosa
que se había dejado enjaular con él, esperando hallar un puesto en uno
de los shows de la agencia. También olvidaría el regreso a su casa, el
regreso junto a Beverly, Pat y Michael. En realidad, nada había de malo
en ellos. Pero parecía como si casi todos los tipos de su edad
estuvieran casados con una chica llamada Beverly (o Shirley, o Susan) y
como si todos tuvieran un par de chicos llamados Pat o Michael.
En cuanto a olvidar el empleo, eso sí que era el premio gordo. Parecía
extraño que en otro tiempo lo hubiese deseado tanto, persiguiendo la
plaza de director ejecutivo de Playlights. Pero una vez convertido en
jefazo, aparecieron nuevas pesadillas: la lucha contra el cliente, la
lucha contra la tarea, la lucha contra los talentos y los necios que le
enviaban, y la lucha contra los pelmazos que le mandaban una y otra vez
los tres mismos guiones estúpidos.
Había el guión de la chica que convalecía de un trastorno nervioso y que
se hacía un lío al creer que había cometido un asesinato, hasta que su
médico descubría al verdadero asesino y entonces se casaban. Había el
guión del piloto, o del corredor automovilista, o del pistolero que
perdía su aplomo hasta que las cosas se ponían mal de veras, y entonces
sabía salirse del atolladero. Y había el del joven que se veía obligado
a elegir entre el grosero materialismo y la integridad personal, y
adivinen ustedes el resultado...
Este último era el que Don odiaba más. Acaso se debiera a que él lo
vivía. Y su rubia esposa no había pronunciado el conmovedor parlamento
de renuncia manifestando que prefería la pobreza financiera a la pobreza
espiritual, y él tampoco había protagonizado la escena dramática en la
que el héroe deja plantado a su jefe y busca un trabajo más honesto y
creativo.
Pero él era ya un hombre importante, un productor escénico, y ello le
autorizaba a sentarse en un bar ruidoso durante su noche libre y pedir
otro martini.
Tendió otra vez su vaso al barman.
-El número nueve -dijo.
Nuevamente alguien le empujó. Aquella noche había allí medio "Television
City": músicos, agentes publicitarios e incluso una manada de actores
maquillados para los ensayos nocturnos. Si quería, podía hallar a muchas
personas con las que poder hablar, pero ¿de qué le serviría? La mayoría
se encontraban allí por las mismas razones que él; todos pasaban sus
propios apuros. Un día tenía que escribir algo acerca de la industria de
la televisión y su eventual colapso debido a cuestiones internas. La
caída de la Casa de la Ulcera.
Pero no sería esta noche. No entonces. Porque allí estaba su vaso lleno,
y quizá sería mejor buscarse un reservado en la parte posterior donde
poder cuidar de su bebida sin derramar el tonificante líquido sobre una
corbata de seda de veinte dólares.
Don divisó un lugar vacío, flotó hacia él y entró en el departamento. Se
había sentado ya cuando se dio cuenta de que el lugar no estaba vacío.
Sentado ante él, había un hombre de mediana edad que saboreaba una cerveza.
-Lo siento -dijo Don-. No me di cuenta...
-No importa -le interrumpió el hombre de mediana edad-. No me molesta
estar acompañado.
Don le miró, tratando de catalogarlo de un vistazo.
El hombre frisaba ya en los sesenta y recordaba a uno de esos tipos
característicos de Nueva Inglaterra. Aunque no estaba maquillado, no
cabía duda de que era un actor escapado de un ensayo, puesto que iba
disfrazado. Llevaba una chaqueta negra cruzada, con amplias solapas, un
cuello de celuloide fijado a su camisa blanca y una corbata de lazo que
hacía juego con la cinta negra de sus lentes de concha.
-El viejo profesor, ¿eh? -murmuró Don.
El hombre enarcó las cejas.
-¡Pero esto es extraordinario! -exclamó-. ¿Cómo ha podido reconocerme?
-Muy sencillo. -Don señaló su vaso-. In vino veritas. Ya sabe usted que
ése es el lema de la MGM -añadió inclinándose hacia su interlocutor.
El hombre parecía perplejo.
-No me haga caso -le dijo Don-. Acaba de visitarme mi meteorologista y
me ha dicho que me amenaza un temporal.
-Pero usted me ha reconocido...
-Claro. ¿Cómo podría olvidar al viejo..., al viejo...?
-Herbert Claymore.
-¡Eso es! ¡Herb Claymore, el mismo que viste y calza! ¡El último de los
alegres vividores! ¿Qué está usted haciendo aquí? ¿El papel del
científico desequilibrado?
El hombre levantó su vaso de cerveza.
-Por favor, no hable tan alto. -Bebió lentamente y después levantó la
vista-. Pero, ¿cómo ha podido saberlo? Usted tenía que ser un chicuelo
cuando me vio. ¿Puedo preguntarle cuántos años tiene?
-Treinta y cuatro -contestó Don.
-Eso es imposible. Ni siquiera había usted nacido.
-Claro que he nacido -exclamó Don-. Puedo enseñarle mi ombligo para
demostrárselo.
-Está usted bebido.
-¿Acaso no lo están todos los demás? ¿Para qué ha venido usted aquí?
-Sólo para estudiar.
-Sigue usted con su oficio, ¿eh? Pues bien, no quiero molestarle. De
todos modos estaba a punto de marcharme.
-No, quédese, por favor. Esperaba encontrar a alguien con quién charlar.
Y usted me está intrigando. No pensé que nadie pudiera reconocerme.
-¿No reconocer a Herb Claymore, el hombre que trastornó al mundo
científico con sus descubrimientos? Se burlaron de usted, se rieron y le
ridiculizaron de pies a cabeza. ¡Pero usted no se desalentó! ¡Qué va!
Siguió su camino, empujando los límites de sus descubrimientos más allá
de la etapa H, hasta la etapa I, incluso hasta la etapa J...
-¿Quiere decirme quién es usted, caballero?
-Me llamo Don Freeman. Don Freeman, a su servicio, como suelo decirles a
las chicas que me son presentadas.
-No me resulta familiar. Sin embargo, parece como si usted estuviera
enterado.
-Lo estoy. ¡Vaya si lo estoy!
-¿Tal vez a causa de mis ropas?
Don asintió con un gesto.
-Ese cuello Hoover es capaz de delatar a cualquiera.
-¿Cuello Hoover? -El hombre hizo una pausa-. ¡Ah, sí, Herbert Hoover! El
hombre que organizó la ayuda a Bélgica durante la guerra.
-El presidente Hoover -corrigióle Don.
-¿Es presidente?
-Ya no. Pero en 1929...
-Lo siento. Fue después de mis tiempos.
-¿Después?
-Cuatro años después. Me marché en 1925.
-¿De veras? ¿Y qué otras novedades ha descubierto?
-¡Pues todo! Acabo de llegar y debo confesar que los cambios no son más
sorprendentes de lo que yo creía. Estos terrenos en los que se levantaba
la Universidad están ocupados ahora por estas instalaciones de la
televisión, y además...
-¡Vamos, Claymore! Se pasa usted de rosca.
-¿Cómo dice?
-El chiste no tiene gracia. No nos divertimos.
-Le aseguro que estoy hablando en serio.
Don trató de enfocar su mirada hacia el anciano.
-¿No es una broma? ¿No será usted un fugitivo?
-No soy un fugitivo, ni mucho menos, caballero. Soy un visitante.
-¿No irá a decirme que usted, Herbert Claymore, ha venido aquí en una
máquina del tiempo y procedente del año 1925?
-Hasta cierto punto, así es.
Don suspiró resignado.
-Entonces es que yo, Don Freeman, necesito otro trago. Hasta cierto
punto. ¡Caray, si lo necesito!
Hizo señas al barman.
-¿Lo mismo? -preguntó éste.
-No, prepáreme un "Miltown especial". -Miró a su compañero-. ¿Pido lo
mismo para usted?
-¿Qué es un "Miltown especial"?
-Es como un martini corriente, pero meten un tranquilizante en la aceituna.
-No sé si...
-¡Vamos! Apuesto a que no se lo servirían allí de donde viene usted.
¡Hombre, pero si aún tenían la Ley Seca! ¿No es así?
-Sí, desde luego -Claymore miró al barman-. Sírvame lo mismo.
-No hagamos bromas -murmuró Don-. ¿De 1925, eh? Como si tal cosa.
-Nada de "como si tal cosa". Me pasé dieciocho años perfeccionando el
modus operandi. Steinmetz y Edison tuvieron la amabilidad de escucharme,
pero nadie más demostró interés por mi trabajo.
-¿Ni siquiera Einstein?
-¿Se refiere a Einstein, el matemático alemán? Nunca conocí a ese
caballero. Yo no llegué a viajar por el extranjero.
El barman les sirvió las bebidas pedidas y Don firmó la nota.
-Se empeña usted en seguir con su broma, ¿en? -preguntó Don-. Viajando
por el tiempo. ¡Vaya disparate! ¿Y por qué se le ha ocurrido venir aquí?
-Creí que la universidad seguiría existiendo -explicó Claymore-. Ahora
me acabo de enterar de que desapareció durante la... Depresión, según
creo que la llamaban ustedes.
-Sí, la Depresión. Yo soy una autoridad en depresiones, sobre todo en lo
que se refiere a las mías -dijo Don-. depresiones, baches, tumbas. Un
tema muy profundo.
-Sin embargo, parece como si esta época fuese maravillosa.
-¿Usted lo cree? Mire, vamos a jugar limpio. Usted se queda aquí. Yo me
marcho al 1925. y allí me quedo mientras viva.
-No sería justo -le dijo Claymore-. Era una época de barbarie.
-Ya veo que no ha leído usted los periódicos -replicó Don-. Tal vez no
se acerquen los repartidores a su manicomio.
-Caballero, debo pedirle que...
-Está bien, no he querido ofenderle. Pero todo el que se sienta dichoso
con las cosas que hoy ocurren, ha de estar chiflado. Fíjese tan sólo en
la situación: guerra fría, escándalos sindicales, paro, conformismo,
carrera espacial, bombas con todas las iniciales del alfabeto, por qué
Juanito no sabe leer, seguridad, censura, conflictos raciales. ¡Una
calamidad!
-Aún no veo que sea peor que lo que dejé detrás de mí -dijo Claymore-.
En 1925 teníamos la amenaza bolchevique, el escándalo del Teapot Dome y
el contrabando de bebidas. Y si hablamos de censura, ¿qué me dice usted
de la Prohibición? ¿Y aquella ley de Tennessee que prohibía la enseñanza
de la evolución en las escuelas? ¿Conflictos raciales? ¿No ha oído
hablar de los linchamientos? Y en cuanto a los asesinatos, nuestros
periódicos sólo hablan de Al Capone.
-Está bien, está bien -dijo Don-. Vamos a cambiar de tema y buscar otro.
¿Aún no se ha fijado usted en el rock'n'roll, en Presley, en los
automóviles con aletas detrás, en los anuncios estúpidos, en las
películas para imbéciles? ¿Estropeará el éxito al monstruo de
Frankenstein? Contésteme a esto.
Claymore tomó un sorbo de su bebida.
-He oído su rock'n'roll como usted le llama, y también a míster Presley.
Pero, ¿ha oído alguna vez nuestras canciones de moda o el ¿Sí, no
tenemos bananas? ¿Ha tratado usted alguna vez de conducir un "Ford"
modelo T a través de una carretera accidentada en día de tormenta? ¿Han
formulado alguna vez sus agentes publicitarios la inmortal pregunta ¿Por
qué lleva braguero? Y en cuanto al cine, puedo ofrecerle las
producciones épicas protagonizadas por Mae Murray o Gilda Gray, y los
dramones impresionantes de Cecil B. de Mille. -Sonrió-. Por lo menos,
ustedes se benefician de la tecnología moderna.
-Claro. Aire acondicionado, televisión, supermercados, lavadoras
automáticas. También disponemos de missiles teleguiados y del arma más
mortal de todas, el impuesto sobre la renta.
-Que también teníamos nosotros.
Don bebió, esquivando su aceituna.
-Entonces estamos empatados. Pero hablemos de las cosas verdaderamente
importantes. Por ejemplo, de las viviendas apretujadas que están dando
al traste con nuestras zonas metropolitanas, de las chaquetas de franela
gris que vestimos, y de las mujeres que amamos... esas bellezas de busto
rotundo, cabellos rubios teñidos y cabeza de pájaros.
-Muy bien -sonrió Claymore-. Me gustaría comparar las viviendas actuales
con las casas del 1925. ¿Sabía que sólo la mitad de las viviendas tenían
bañera, y que menos de la mitad tenían instalaciones empotradas? Y vale
más que no hablemos de aquellos muebles tan espantosamente incómodos. En
cuanto a la ropa, tampoco es preciso que hable de ella. Fíjese en lo que
yo llevo, comparado con su traje.
-Estos detalles pequeños carecen de importancia -dijo Don-. Volvamos a
lo fundamental, o sea a la cuestión del sexo.
-Está bien. Usted ha trazado un cuadro bastante decepcionante del ideal
femenino. En su lugar, yo le ofrezco el tipo de nuestros tiempos:
delgada, sin busto, neurótica, aficionada a la ginebra, afectada...
-De acuerdo, me hago cargo -interrrumpióle Don-. Pero ya que seguimos el
juego, ¿por qué limitarnos a mi tiempo actual y al suyo pretérito? Si el
pasado y el presente son tan intolerables, ¿por qué no nos metemos en su
vehículo y emprendemos un viaje de placer al futuro?
-Yo lo he hecho -dijo Claymore.
-¿Cómo?
-Digo que lo he hecho -Claymore apuró su vaso-. Podríamos decir que esta
es mi segunda etapa. La primera fue en un tiempo situado a más o menos
treinta y cinco años de hoy.
-¿Por qué no se quedó allí? ¿No irá a decirme que todo andaba tan mal?
-Juzgue usted mismo. No existe ya ninguna clase de amenaza comunista.
-¡Magnífico!
-Es a los conservadores a quienes se teme. Los partidarios del
inmovilismo en el gobierno, negocios y relaciones internacionales. Todo
requiere ser hecho. Debe ser hecho. Resultado: supresión de la libertad
de expresión, censura general y caza de espías. Después, hay que tener
en cuenta el escándalo del plutonio, el problema de la delincuencia
infantil y el contrabando de drogas. No es necesario que me extienda
acerca de sus canciones populares o de lo que ha ocurrido con sus medios
de esparcimiento. La televisión dimensional llega a resultar abrumadora
y, como es lógico, la publicidad no se queda atrás. En cuanto a
comodidades, no puede usted imaginar lo que llega a representar el rigor
y el malestar de un viaje en cohete a la Luna.
-¿Y las mujeres? -preguntó Don, esperanzado.
Claymore dibujó una elipse con las manos.
-Soberbias. Su peso normal ronda los cien kilos. Se les llama "muñecas
tamaño superior". Bastante agresivas, desde luego, pero esto es lo
natural en un matriarcado. Como tal vez ya haya detectado, gracias a las
tendencias actuales, controlan virtualmente todas las sociedades y
empresas comerciales, aparte del Gobierno y de los medios de comunicación.
-Entonces, ¿cuál es la solución? -protestó Don-. ¿Acaso no se puede
ganar en ese juego? ¿No puedo escapar, vaya adonde vaya?
-No puede huir de sí mismo -afirmó Claymore-. Esta es la única solución
que he descubierto. Su modo de vivir, en cualquier época, es cosa suya.
Todo depende de su adaptación a su ambiente.
-¡Pero esto es una desdicha! -exclamó Don-. Supongo que pretende
regresar a 1925 y volver a empezar donde acabó, ¿no es verdad?
-¿Por qué no? He descubierto lo que deseaba averiguar. Y si usted tiene
problemas, le aconsejo que haga lo mismo. Aceptar la realidad.
-Esto es mucho... -Don titubeó y de pronto descargó un puñetazo sobre la
mesa-. ¡No, no lo es! ¡A fe mía que tiene usted razón! La solución
consiste en aceptar la realidad. Vamos a ver. Usted me asegura que ha
llegado aquí en una máquina del tiempo. ¿Se da cuenta de lo que esto
significa? ¡Pero si es un asunto que nos puede convertir en millonarios!
Don se inclinó hacia adelante.
-Mire, usted y yo podemos unirnos; una sociedad a partes iguales. Yo me
cuidaré de todo, haré todo el trabajo ingrato. En dos semanas, en todo
el mundo no se hablará de otra cosa. Puedo ofrecerle la campaña
publicitaria más gigantesca que llegue a concebir: páginas en todos los
periódicos y revistas del país, apariciones en la Radio o la Televisión
a las horas que le dé la gana. En cuanto al slogan publicitario, éste es
tan magnífico que no vale la pena comentarlo. ¡El hombre del pasado
estará hoy aquí, en persona! ¡Acaparará todos los espacios más
importantes! ¿Y lo que pueda ganar como presentador de cualquier
producto? Mostrándose junto a una nevera del año 1925 y estableciendo
comparaciones con un frigorífico moderno, rompiendo unos cuantos discos
de Caruso después de haber escuchado el último álbum de Fats Domino...
¿Capta la intención? Va usted a ser grande, más famoso que Godfrey
incluso cuando éste se hallaba en el ápice de su celebridad, más célebre
que...
-Lo siento -interrumpió Claymore levantándose-. Estoy decidido. Me
vuelvo al tiempo al que pertenezco.
-¡Espere un momento! ¡Estas oportunidades sólo se presentan una vez en
toda una vida! Y no hay época mejor que la actual...
-Para usted, tal vez sí. Para mí, no hay época como la pasada.
-¡Pero si usted mismo me ha dicho que apestaba!
-Sabré ajustarme a ella. Y esto es lo que le digo a usted: ajústese a su
tiempo, a sus circunstancias.
Don movió la cabeza mientras contemplaba su vaso vacío. Cuando volvió a
alzar la mirada, Claymore se había marchado.
Ello suponiendo que alguna vez hubiese estado allí.
¡Demonios, tal vez todo se debía a la bebida!
Claro que se debía a la bebida. Los viajes a través del tiempo eran un
absurdo. Y lo mismo ocurría con aquella filosofía. Sacar el mejor
partido de las circunstancias. En otras palabras, su subconsciente le
estaba aconsejando que dejase a Rosalie, olvidase aquella vida
desastrada y volviera a casa junto a su mujercita y sus pequeños. Un
final de folletín bastante ñoño. Pues bien, no compraría aquel guión.
¡Pero si no tenía que comprarlo! Podía venderlo.
¡Claro! ¡Ésa era la solución! Bendito subconsciente, siempre trabajando
sin cesar, aún viviendo y respirando a través de un tubo en el fondo de
los diez martinis. Le acababa de dar un argumento estupendo. Se podía
conseguir un guión de primera.
Primero, saldría aquel abuelo del pasado. Inventa aquella máquina del
tiempo y viene a nuestra época. Al principio se siente bien en ella y se
convierte en un personaje célebre, pero al cabo de un tiempo nota que ya
no puede resistir todas esas falsas rutinas. Finalmente, se disponen a
hacerle actuar en la televisión para dirigir un gran discurso a la
nación -un poco al estilo de Will Rogers- y una pandilla de políticos le
soborna para que recomiende a su pelmazo de candidato. Pero él se
sobrepone y los deja con un palmo de narices cuando denuncia
públicamente la engañifa. Después dice al pueblo que retorne a su
robusto individualismo, a las virtudes hogareñas y todas esas mojigangas.
Un exitazo, lo que se llama un exitazo.
Don buscó la agenda en sus bolsillos. Era mejor escribirlo todo antes de
que se le olvidase. Mañana podría darlo a un par de muchachos de su
oficina y tood lo que éstos tendrían que hacer sería pasarlo a máquina.
Tal vez tendría que ofrecerles una tercera parte de la operación, pero
él se anotaría la fama como escritor.
Ninguna época como la actual. Un gran título. Una gran idea. Y también
un gran pensamiento.
Hay que sacar el mejor partido de lo que nos rodea.
Don empezó a tomar notas. Sabía dónde estaba y lo que hacía, y en aquel
momento no se habría cambiado por ninguna otra persona del mundo. En
ninguna parte, en ninguna época.
Nota del Daily Bulletin de la Universidad de Yardley, 5 de abril de 1925:
"El profesor Herbert Claymore, jefe del departamento de Física, se ha
reintegrado hoy a su cátedra después de un breve descanso sabatino."