Texto publicado por Leo Ben-Zákhary

La tarde en que tomé café con Janis Joplin a espaldas de Folsom Street y la tumba de Bukowski

La tarde en que tomé café con Janis a espaldas de Folsom Street y la tumba de Bukowski.

Yo llevaba una bermuda ámbar y obsidiana hasta arriba de las rodillas, una camisa con una esvástica tachada en la parte izquierda del hombro y al frente el rostro de Gandhi con una sonrisa a la multitud. Para ese entonces tenía la piel cetrina por el mal hábito de deambular en esta rueda mágica durante varios días y semanas sin bañarme. La punta de un Montecristo asomaba en mi oreja derecha, el cual con la humedad de San Francisco por aquellos días había tornado en un color negruzco chocolate que en vez de fumárselo daban ganas de despedazarlo a mordiscos.
Yo ya tenía los pies resueltos a permanecer dentro de la taberna,por eso me había venido con la misma bermuda de la noche anterior.
Sin Embargo, Aún no había resuelto una recalcitrante juventud entumecida en el iris único de su éxtasis.

Matsuo Bhaso no había partido hace tiempo, Vacunín permanecía, Tinianov estaba loco, “La novicia rebelde” flotaba en los sueños de mi madre, Alaska indescriptible, Bukowski o el fantasma de Chinaski dormía en un almacén de “homeless” en Atlanta, y yo, con el Aleph del paisano Argentino bajo mi colchón de squatter.

Ayer corrí por los pequeños embarcaderos cercanos al Golden State con unos muchachos que hacían piruetas y trucos en patineta. Luego Consuelo me dijo: “no nos alejemos tanto del centro”, y yo supuse que se refería a nuestras vidas. Nos estuvimos retorciendo de frío hasta medianoche cuando uno de los hermanos del camino nos ofreció la mitad de una botella de Crawford, gentilmente donada por uno de los estibadores nativos.
Lo que quedó de la oscuridad me lo bebí todo y fue una de las pocas noches en que dormí hasta la media mañana cuando desperté con un olor a flor de durazno entre los dientes y el paladar quemado como si me hubiera bebido hasta hartarme una sopa hirviendo a 60°.
Consuelo no maldice casi nunca, pero esta vez, y con razón, me mandó para Mozambique con una muy poética puteada. Durante la madrugada había vomitado a un costado del escueto cuchitril, donde por desgracia estaban sus ropas.

Más tarde esa mañana, más temprano esa tarde, la tarde en que tomé café con Janis y capturaron poderosamente mi atención los reposaderos de las vigas coronas, situados en cada una de las esquinas de la taberna y que todavía olían a roble, a madero y aserradero. Un albino tropezaba entre las patas de las sillas y los codos de los clientes que sobresalían de las diminutas mesas, ásperas y manchadas como los relatos de aquellos animales noctámbulos y taciturnos. Era perfectamente normal que el albino pasara llevando un entremés de sopa de mariscos o recogiera del salón vacío todo tipo de bebidas con cafeína o alcohol.
Mientras tanto, yo miraba cada cierto lapso de tiempo al fondo de la barra y tropezaba con los profusos hoyuelos de lechuza que tenía la muchacha encargada de esa parte de la taberna, hoyuelos que otros llamarían ojos. Sentí temor dos veces seguidas, pensé que iba a volar hasta mí y arrancarme las orejas junto con el Montecristo, pero la tercera vez, por un instante, me hizo vagar por la nostalgia y entré lleno de placer en mi infancia cuando le robé el primer beso a una niña.
Ya no pude seguirme sustrayendo al carácter retraído de aquel lugar y me deslicé en una cascada:

Yo le dije que la quería. Ella dice que también me quiere.
Nos quedamos los dos por un momento fijos en el aire del embeleso. Nos dijimos tantas cosas como cuando hay la certeza de la felicidad sin que se nos escape de las manos. Yo sé que me querías, le dije. Cómo no haberme querido entre los despojos del olvido. Ya sé que te quiero, me dijo, pero no cuánto te quiero. Tienes tanta dulzura en los párpados cuando no invocas al olvido. Nos prometimos un contrato en el que cada cual es del otro, pero en ese momento justo morimos.

Consuelo agitó mi mesa desde una mesa aledaña y volví a la realidad apenas Janis se sentaba frente a mí. Por supuesto, me quedé paralizado como un idiota encastillado y en duermevela. No supe qué decir y no lo dije.

A espaldas nuestras estaba Folsom Street y la tumba de Bukowski.

-Hola. Le dije / (maldito tonto pensé para mis adentros).
-How you doing? Dijo furtiva y burlonamente.

OH Janis, mi Janis. He andado marchando con John Dillinger entre las avenidas adversas de Chicago, y en Francia, a una calle de Los Cuatro Gatos donde conocieron a Monsieur Picasso, le sostuve el beso a los poetas malditos y a un Húngaro ebrio que profería insultos en un latín medieval de Panonia.
Todo esto hube de decir, y no lo dije.
Oh Janis, mi Janis.
Me dediqué a exponerte una rara teoría sobre los tonos y movimientos musicales que lograste en el éxito “Pieces of my heart”.

Dos mesas al frente de la nuestra unos turistas españoles intentaban un fandanguito y tu pelo tenía el rumor de la noche cuando se estrella en todos los estambres; hechos, que de algún modo, en ese momento agravaron mis sentimientos de extrañeza y abandono.

Mi Janis, déjame ser tu payaso y qué me importan los reclamos de Bukowski.

Eleva, gira, canta
Sueña, muerde, disgrega,
Permite, cincela, ordena,
Aterriza, muerde, espera,
Amanece, entristece, sucumbe,
Déjame no ser tu extraño.
Reitera, pudre, alimenta,
Advierte, duerme, come
De este fruto amanecido de mi tibieza.

Justo frente a la taberna nos despedimos. La última vez que volteépara verla estaba de pie al otro lado de la acera rascándose una nalga con la pasmosidad de un bebé de quince meses haciendo pupú en una esquina de su cuna.

Ben-Zákary

http://www.youtube.com/watch?v=Qev-i9-VKlY

te amo loca linda!!!!!!