Texto publicado por Fátima Osores
Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 10 años.
EL DÍA DE MUERTOS - RAY BRADBURY
El día de Muertos
LA MAÑANA.
El chiquillo, Raimundo, cruzó corriendo la Avenida Madero. Corrió a través del temprano olor a incienso que salía de muchas iglesias y a través del olor a carbón de los diez mil desayunos que se estaban cocinando. Se movía en pensamientos de muerte. Porque Ciudad de México tenía el frío de unos pensamientos de muerte en la mañana. Había sombras de iglesias, y siempre mujeres de negro, negro de luto, y el humo de las velas de la iglesia y de las hornallas de carbón le venían en un olor de muerte dulce a la nariz, mientras iba corriendo. Y no le pareció extraño, pues todos los pensamientos eran de muerte ese día.
Era el día de Muertos.
Ese día, en todos los lugares alejados del país, las mujeres se sentaban junto a pequeños puestos de madera y vendían calaveras de azúcar blanco y esqueletos de caramelo que la gente masticaba y tragaba. Y en todas las iglesias habría servicios, y esa noche en los cementerios se encenderían velas, se bebería mucho vino y unas agudas voces de contrasopranos cantarían a voz en cuello muchas canciones.
Raimundo corría con la impresión de que todo el universo estaba en él, todas las cosas que tío Jorge le había contado, todo lo que él mismo había visto en su vida. Ese día ocurrirían cosas en lugares como Guanajuato y el Lago de Pátzcuaro. Aquí en la gran plaza de toros de Ciudad de México ahora mismo los monosabios rastrillaban y alisaban la arena, se vendían los billetes, y los toros se eliminaban nerviosamente a sí mismos, los ojos miraban, fijos, en los ocultos corrales, esperando la muerte.
En el cementerio de Guanajuato las grandes puertas de hierro se abrían de par en par para que los turistas bajaran por la escalera de hierro en espiral a la tierra profunda y caminaran por las catacumbas secas y resonantes y contemplaran las momias rígidas como muñecos, de pie contra la pared. Ciento diez momias bien sujetas con alambres a las piedras, las caras de bocas horrorizadas, de ojos resecos, y cuerpos que se descascaraban si alguien llegaba a tocarlos.
En el lago de Pátzcuaro, en la isla de Janitzio, las grandes redes de pescar caían con movimientos de mariposa, recogiendo peces plateados. La isla, con la enorme estatua de piedra del padre Morelos en lo alto, ya había empezado a beber tequila, con lo que así se iniciaba la celebración del Día de Muertos.
En Leñares, un pueblo pequeño, un camión pisó un perro, y no se detuvo para volverse a mirar.
Cristo mismo estaba en cada iglesia, cubierto de sangre, en agonía.
Y Raimundo atravesó corriendo la Avenida Madero en la luz de noviembre.
¡Ah, dulces terrores! ¡En los escaparates las calaveras de azúcar con nombres en las frentes nevadas: JOSÉ, CARLOTA, RAMONA, LUISA! Todos los nombres en calaveras de chocolate y en huesos acaramelados.
El cielo era como de cerámica azul sobre la cabeza de Raimundo, y la hierba estallaba en llamas verdes cuando pasaba junto a las glorietas. Llevaba cincuenta centavos, en la mano muy apretada, mucho dinero para muchos dulces, pues estaba claro que compraría piernas, muslos y costillas para masticar. El día en que se comía la Muerte. ¡Le mostrarían a la Muerte, ah, sí, le mostrarían! ¡El y la madre— cita, y los hermanos, ay, y las hermanas!
Mentalmente vio una calavera con letras de azúcar: RAIMUNDO. Me compraré mi propia calavera, pensó. Y de esta manera trampearía a la muerte que siempre gotea en la lluvia sobre la ventana, o chilla en el chirrido de la vieja puerta o queda suspendida como una pálida nubecita sobre la orina. Trampear a la Muerte que el tamalero enfermo ha enrollado en tamales, la Muerte envuelta en una mortaja de fina tortilla de maíz.
Mentalmente Raimundo oía al viejo tío Jorge que le hablaba de todo eso. El anciano tío de cara de adobe que movía los dedos con cada palabrita y decía: —Llevas la muerte en las narices como pelos enroscados, la Muerte te crece en la barriga como un niño, la Muerte te brilla en los párpados como un barniz.
En un puesto desvencijado una vieja de boca amarga y pequeñas cuentas en las orejas vendía funerales en miniatura. Había un pequeño ataúd de cartón y un sacerdote de papel con una Biblia infinitesimal, y monaguillos de papel con pequeños cacahuetes como cabeza, y asistentes que sostenían gallardetes y un cadáver de azúcar blanco y minúsculos ojos negros dentro de un minúsculo ataúd, y en el altar, detrás del ataúd, el retrato de una actriz de cine. Esos pequeños funerales se llevaban a casa donde uno tiraba a la basura el retrato de la actriz de cine, y pegaba una fotografía del muerto de uno. Así uno tenía, en su sitio, sobre el altar, otra vez un pequeño funeral del muerto querido.
Raimundo sacó una moneda de veinte centavos. —Uno —dijo. Y compró un funeral.
Tío Jorge decía: —La vida es querer cosas, Raimundito. Siempre has de querer cosas en la vida. Querrás frijoles, querrás agua, desearás mujeres, desearás dormir, sobre todo dormir. Querrás un burro, querrás un nuevo tejado para tu casa, querrás bonitos zapatos de los que se ven en el escaparate de la zapatería, y otra vez querrás dormir. Querrás la lluvia, querrás frutos tropicales, querrás buena carne; una vez más desearás dormir. Buscarás un caballo, buscarás niños, buscarás joyas en las grandes tiendas resplandecientes de la Avenida y, recuerdas, ¿verdad? al final tratarás de dormir. Recuerda, Raimundo, querrás cosas. La vida es querer. Querrás cosas hasta que ya no las quieras, y entonces será el momento de querer dormir y nada más que dormir. Nos llega a todos el momento en que dormir es lo grande y lo hermoso. Y cuando no se quiere más que dormir, se piensa en el día de los Muertos y en los felices durmientes. Acuérdate, Raimundo.
—Sí, tío Jorge.
—¿Qué quieres tú, Raimundo?
—No sé.
—¿Qué quieren todos los hombres, Raimundo?
—¿Qué?
—¿Qué es lo que hay que querer, Raimundo?
—Tal vez lo sepa. ¡Ah, pero no lo sé, no lo sé!
—Yo sé lo que tú quieres, Raimundo.
—¿Qué?
—Yo sé lo que quieren todos los hombres de esta tierra: algo que abunda y es más preciado que nada, algo que se adora y se desea, pues es el descanso y la paz de los miembros y del cuerpo...
Raimundo entró en la tienda y eligió una calavera de azúcar con su nombre.
—Lo tienes en tu mano, Raimundo —susurró el tío Jorge—. Incluso a tu edad la tienes delicadamente y la mordisqueas, la tragas y te la metes en la sangre. ¡En tus manos, Raimundo, mira!
La calavera de azúcar.
—¡Ah!
—En la calle veo un perro. Conduzco mi coche. ¿Me detengo? ¿Aflojo el pie en el pedal? ¡No! ¡Más velocidad! ¡Bum! ¡Así! El perro es más feliz, ¿no es cierto? Fuera de este mundo, desaparecido para siempre.
Raimundo pagó y orgullosamente metió los dedos sucios dentro de la calavera de azúcar, poniéndole un cerebro de cinco partes sinuosas.
Salió de la tienda y miró la ancha y soleada avenida, con los coches que la atravesaban rugiendo. Entrecerró los ojos y....
Las barreras estaban colmadas. En la sombra y en el sol, los grandes asientos redondos de la plaza de toros estaban atestados hasta el cielo. Estallaron los cobres de la banda. ¡Las puertas se abrieron de par en par! Los toreros, los banderilleros, los picadores, todos venían a pie o a caballo por la arena fresca, lisa a la luz cálida del sol. La banda estallaba y tronaba y la multitud se removía y murmuraba y gritaba.
La música terminó con un golpe de címbalos.
Detrás de la barrera los hombres de trajes ceñidos y centelleantes se ajustaban los birretes sobre el pelo negro y engrasado y se palpaban las capas y las espadas, y hablaban, y un hombre se inclinó por encima de la pared, y movió la cámara y los fotografió.
La banda resonó de nuevo orgullosamente. Una puerta se abrió, el primer toro gigante salió disparado, sacudiendo los lomos, con pequeñas cintas flotantes sujetas al pescuezo. ¡El toro!
Raimundo corrió, ligero, ligero, por la avenida. Ligero, ligero corrió entre los enormes y veloces coches negros como toros. Un auto gigantesco rugió y le tocó la bocina. Ligero, ligero corría Raimundito.
Ligero, ligero corría el banderillero, como una pluma azul que volaba por la arena poceada de la plaza de toros, y el toro se alzaba como un risco negro. El banderillero se detuvo ahora, aplomado, y dio en el suelo con el pie. Se levantaron las banderillas, ah, así. ¡Leve, levemente corrían las zapatillas azules de baile por la arena quieta y el toro corría y el banderillero se empinó levemente en un arco en el aire y los dos palos golpearon y el toro se detuvo en seco, gruñendo-chillando mientras las banderillas se le hundían profundamente en la cruz! Ahora, el banderillero, la causa de ese dolor, se había ido. ¡La multitud rugía!
Las puertas del cementerio de Guanajuato se abrieron de par en par.
Raimundo se quedó petrificado y quieto y el auto se le fue encima. Toda la tierra olía a antigua muerte y a polvo y en todas partes las cosas corrían hacia la muerte o estaban muertas.
Los turistas llenaban el cementerio de Guanajuato. Una enorme puerta de madera se abrió, y todos bajaron por las escaleras de caracol a las catacumbas donde ciento diez muertos encogidos y horribles estaban de pie contra la pared. Los dientes salientes, los ojos abiertos contemplaban los espacios de la nada. Los cuerpos desnudos de las mujeres eran como soportes de alambre con terrones mal pegados. —Los tenemos en las catacumbas porque los parientes no pueden pagar el alquiler de las tumbas —decía en un susurro el menudo guardián.
Al pie de la colina del cementerio, un malabarista, un hombre que balanceaba una cosa sobre la cabeza, una multitud que pasaba por delante del fabricante de ataúdes, siguiendo la música del carpintero, un hombre que tenía la boca orlada de clavos y se inclinaba y golpeaba el ataúd como un tambor. Balanceándolo delicadamente sobre la orgullosa cabeza oscura, el juglar lleva una caja plateada con forro de satén, que toca ligeramente una y otra vez para mantener el equilibrio. Camina con solemne dignidad, los pies descalzos se le deslizan sobre los guijarros, y detrás de él las mujeres envueltas en rebozos negros saborean mandarinas. Y en la caja, oculto, seguro e invisible, el cuerpecito de la hija del juglar, recién muerta.
La procesión pasa por delante de las tiendas de ataúdes y los golpes en los clavos y el serrucho en las tablas se oyen por toda la tierra. En la catacumba, los muertos de pie esperan la procesión.
Raimundo contuvo el cuerpo, como un torero haciendo una verónica, para que el gran coche embistiera y la multitud gritara "¡Ole!" Sonrió.
El auto negro se le fue encima y le empañó la luz de los ojos al tocarlo. La oscuridad le corrió por el cuerpo. Era de noche...
En el cementerio de la isla de Janitzio, bajo la gran estatua oscura del padre Morelos, hay oscuridad, es medianoche. Se oyen las altas voces de los hombres que se hacen muy agudas con el vino, hombres con voces de mujer, pero no de mujer suave, no, de mujer alta, dura y borracha, rápida, salvaje y melancólica. En el lago oscuro brillan pequeños fuegos sobre los botes indios que vienen de tierra, trayendo turistas de Ciudad de México para que vean la ceremonia del Día de Muertos, deslizándose sobre el lago oscuro y brumoso, todos protegiéndose del frío, embozados y envueltos.
La luz del sol.
Cristo se movió.
Sacó la mano del crucifijo, la levantó, y de pronto... la movió como saludando.
El sol caliente brillaba en explosiones de oro desde la alta torre de la iglesia en Guadalajara, y en ráfagas desde el crucifijo alto y oscilante. Abajo en la calle, si Cristo hubiera mirado con dulces y afectuosos ojos, y así lo hizo en ese momento, hubiera visto dos mil caras vueltas hacia arriba: los espectadores como melones desparramados en el mercado, otras tantas manos levantadas para proteger los ojos alzados y curiosos. Un vientecito sopló y la cruz de la torre suspiró apenas y se desplazó hacia adelante.
Cristo agitó la mano. Abajo, los del mercado también agitaron la mano. Un gritito se deslizó entre la multitud. El tránsito no se movía en la calle. Eran las once de la mañana de un domingo caluroso y verde. En el aire se sentía el olor del césped recién cortado de la plaza y del incienso que salía por las puertas de las iglesias.
Cristo sacó también la otra mano y la movió saludando y de pronto se despegó de la cruz y se quedó colgando por los pies, con la cara hacia abajo, una medallita de plata cascabeleándole delante de la cara, suspendida del cuello oscuro.
—¡Olé! ¡Olé! —gritó un niño pequeño desde muy abajo, señalándolo y luego señalándose a sí mismo—, ¿Lo ves, lo ves? ¡Es Gómez, mi hermano! ¡Gómez, que es mi hermano! —Y el niño caminó entre la multitud con un sombrero recogiendo monedas.
Movimiento. Raimundo, en la calle, se tapó los ojos y gritó. La oscuridad de nuevo.
Los turistas salieron de los botes al sueño de la isla de Janitzio a medianoche. En las oscuras calles las grandes redes colgaban como una bruma del lago, y ríos de pececitos plateados centelleaban en cascadas sobre los terraplenes. La luz de la luna golpeaba el agua como un címbalo golpea a otros címbalos, con una silenciosa reverberación.
En la iglesia destartalada, en lo alto de la empinada colina, hay un Cristo muy carcomido por las termitas, pero la sangre todavía se le coagula en las artísticas heridas y pasarán años antes que los insectos se coman la agonía de esa máscara dolorosa.
Fuera de la iglesia, una mujer de sangre tarasca que le sube y baja por la garganta, sacude unas ramas de campanillas sobre las llamas de seis cirios. Las flores, al pasar como falenas por entre las llamas, desprenden un suave olor sexual. Los turistas se acercan y se quedan junto a la mujer mirando, tímidos, sin atreverse a preguntarle qué está haciendo allí sentada sobre la tumba de su marido.
En la iglesia, como resina que brota de un árbol grande y hermoso, los miembros de Cristo, labrados también en los hermosos miembros de árboles importados, rezuman una dulce y sagrada resina en pequeñas gotas de lluvia que cuelgan pero nunca Caen, sangre que es un ornamento de la desnudez.
—¡Olé! —rugía la multitud.
Brillante luz solar otra vez. Una presión en el cuerpo caído de Raimundo. ¡El auto, la luz, el dolor!
El picador aguijoneó el caballo, cubierto de espesos acolchados, y pateó al toro en el lomo con la bota, a la vez lo traspasó con la larga pica y el clavo en la punta. El picador se retiró. Sonó la música. El matador avanzó lentamente.
El toro estaba detenido adelantando una pata en el centro de la plaza inundada de sol y los nervios le apretaban las entrañas. Tenía en los ojos una mirada triste, y el lustre hipnótico del miedo y el odio. Evacuó nerviosamente, nerviosamente hasta quedar estriado y sucio. La materia verdosa le salía palpitando de las tripas y la sangre le salía palpitando del lomo acuchillado y el manojo de seis banderillas le repiqueteaba sobre el espinazo.
El torero se toma tiempo para acomodar la capa roja de la espada, muy lentamente, mientras la multitud y el toro palpitante lo esperan.
El toro no ve nada, no sabe nada. El toro no desea ver esto o aquello. El mundo es dolor y sombras y luz y fatiga. El toro está ahí solo para que lo despachen. Llegará el final de la confusión, las formas que corren, las capas traidoras, los movimientos mentirosos y las falsas apariencias. El toro planta las patas titubeando y allí se queda, moviendo lentamente la cabeza hacia atrás y hacia adelante, y los ojos le brillan y los excrementos que aún no han caído se escurren por los flancos, la sangre le bombea cansadamente en el pescuezo. En alguna parte, a la luz, en el resplandor, un hombre sostiene una espada brillante. El toro no se mueve. La espada, sostenida por el hombre que sonríe, asesta ahora tres cortas cuchilladas a la nariz del toro de ojos vacíos, ¡así!
La multitud grita.
El toro recibe los tajos y ni siquiera titubea. La sangre le sale a chorros de las narices cortadas, resoplantes.
El torero golpea la arena con el pie.
El toro corre con débil obediencia hacia el enemigo. La espada le atraviesa el pescuezo. El toro cae, con un ruido sordo, agita las patas, calla.
—¡Olé! —grita la multitud.
La banda suelta un final de cobres.
Raimundo sintió el golpe del auto. Hubo veloces intervalos de luz y oscuridad.
En el cementerio de Janitzio doscientas velas ardían sobre doscientas tumbas de piedra, los hombres cantaban, los turistas miraban, la niebla se derramaba sobre el lago.
¡En Guanajuato, luz de sol! Pasando por una grieta de las catacumbas, la luz mostraba los ojos castaños de una mujer, la boca abierta en un rictus, los brazos cruzados. Los turistas la tocaban y golpeaban como si fuera un tambor.
—¡Olé! —El torero dio una vuelta por la arena, llevando el pequeño birrete negro en los dedos, alto. Llovía. Monedas, billeteras, zapatos, sombreros. El torero se quedó bajo la lluvia con el minúsculo birrete levantado como un paraguas.
Un hombre corrió con la oreja cortada del toro muerto. El torero tendió la oreja a la multitud. Por donde fuese, la multitud le arrojaba monedas y sombreros. Pero los pulgares apuntaban hacia abajo y aunque los gritos eran alegres, no les gustaba mucho que él se quedara con la oreja. Los pulgares apuntaban hacia abajo. El torero miró hacia atrás, y encogiéndose de hombros, hizo volar por el aire la oreja con un chasquido. La oreja ensangrentada se quedó en la arena, y la multitud, contenta, pues él no se la merecía, vitoreó. Los peones salieron, encadenaron el toro caído al par de caballos que pateaban y bufaban sonando como terribles sirenas al oler la sangre caliente, y dispararon como explosiones blancas a través de la arena cuando los soltaron, arrastrando, haciendo saltar detrás el toro muerto y caído, dejando un rastro de cuernos en la arena y amuletos de sangre.
Raimundo sintió que la calavera de azúcar le saltaba de los dedos. El funeral armado sobre la tablita de madera le fue arrebatado de la otra mano abierta.
¡Bum! El toro golpeó, rebotó en la barrera mientras los caballos desaparecían en el túnel, entre estridencias y relinchos.
Un hombre corrió a la barrera del señor Villalta, tendiendo a lo alto las banderillas de puntas impregnadas de sangre y carne de toro.
—¡Gracias! —Villalta arrojó un peso y tomó orgullosa— mente las banderillas, con los papelitos anaranjados y azules que se movían en el aire, y se las dio como instrumentos musicales a su mujer, a sus amigos, que fumaban cigarros.
Cristo se movió.
La multitud miraba la cruz bamboleante en la catedral.
¡Cristo se balanceaba sobre las dos manos, con las piernas apuntando al cielo!
El chiquillo corría entre la multitud.
—¿Ven a mi hermano? ¡Paguen! ¡Mi hermano! ¡Paguen!
Cristo colgaba ahora por una mano de la cruz tambaleante. Debajo estaba toda la ciudad de Guadalajara, muy dulce y muy quieta en el domingo. Ganaré mucho dinero hoy, pensó.
La cruz se tambaleó. La mano se le resbaló. La multitud chilló.
Cristo cayó.
Cristo muere cada hora. Se lo ye en cinceladas posturas, en diez mil agonías, los ojos vueltos hacia arriba, a los polvorientos cielos de diez mil pequeñas iglesias, y siempre hay mucha sangre, ah, mucha sangre.
—¡Miren! —decía el señor Villalta—. ¡Miren! —Agitaba las banderillas delante de las caras de sus amigos, rojas y húmedas.
Rodeado de niños que lo persiguen, lo agarran, el torero da vueltas de nuevo a la arena bajo la lluvia cada vez más fuerte de sombreros, corriendo sin detenerse.
Y ahora los botes de los turistas cruzan el lago de Pátzcuaro pálido como el alba, dejando atrás Janitzio, las velas apagadas, el cementerio desierto, las flores caídas, marchitándose. Los botes se detienen y los turistas pasan a la nueva luz, y en el hotel de tierra los espera una gran cafetera de plata, burbujeante de café recién preparado; un débil susurro de vapor, como la última parte de la niebla del lago, sube en el aire cálido del comedor del hotel, y hay un buen ruido de platos que se entrechocan y de cubiertos tintineantes y conversación en voz baja, y leves parpadeos y más tazas de café en sueños que ya han empezado antes de la almohada. Las puertas se cierran. Los turistas duermen sobre almohadas húmedas de niebla, en sábanas húmedas de niebla, como sudarios manchados de barro. El olor del café es tan penetrante como la piel de la tarasca.
En Guanajuato las puertas se cierran, las rígidas figuras de pesadilla cambian de posición. La escalera de caracol sube a la luz cálida de noviembre. Un perro ladra. Un viento mueve las flores de campanilla, muertas en las tortas de los monumentos. Los portones se cierran como un conjuro en la abertura de la catacumba, ocultando a la gente marchita.
La banda ulula un último grito de triunfo y las barreras quedan vacías. Afuera, la gente se va caminando entre hileras de mendigos de ojos purulentos que cantan con voz muy aguda, y la huella de sangre del último toro es rastrillada y borrada y rastrillada y borrada por los hombres de los rastrillos en la gran plaza en sombras. En la ducha, un hombre que ese día ha ganado dinero gracias al torero, le palmea las nalgas húmedas.
Raimundo cayó, Cristo cayó en la luz reverberante. Un toro acometió, un auto acometió abriendo en el aire una bóveda de negrura que se cerró con un portazo atronador y no dijo nada y se durmió. Raimundo tocó la tierra, Cristo tocó la tierra pero no supo.
El funeral de cartón se hizo pedazos. La calavera de azúcar se rompió en la alcantarilla en treinta fragmentos de nieve ciega.
El niño, el Cristo, yacían inmóviles.
El toro nocturno se iba a dar oscuridad a otras gentes, a enseñarles a dormir a otras gentes.
Ah, decía la multitud.
RAIMUNDO, decían los pedacitos de la calavera de azúcar esparcidos en la tierra.
La gente corrió y se quedó en silencio. Miraban el sueño.
Y la calavera de azúcar con las letras R, A, I, M, U, N, D y O se la arrebataron y comieron unos niños que se disputaban el nombre.