Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
Cuentos para leer sin rimel: La única flor.
La única flor
Cuántos rascacielos. Qué angostas van quedando las calles… El hombre miró para arriba, más arriba, más arriba, y se frotó los ojos al vislumbrar eso azul
que según decían era muy grande.
-Por allí pasan los aviones y los cohetes -suspiró.
-Yo quiero ser poderoso. Yo quiero ser feliz.
Y se sintió pequeño, gris, cansado.
No tenía nada. Sólo dos manos fuertes y vacías. Y el tiempo. Tampoco había tenido nada cuando trabajaba de sol a sol. En ese entonces por las noches le
daba cuerda al despertador que le trinaba a la mañana; luego marcaba la tarjeta de entrada en el trabajo e imitaba mecánicamente los movimientos sincronizados
de los otros obreros. Por la tarde marcaba la tarjeta de salida, corría los colectivos, se quejaba del atraso de los trenes y llegaba jadeante a su casa,
justo para darle cuerda al despertador.
-Por suerte alcancé a darle cuerda antes de dormirme -decía.
Pero muchas mañanas se despertaba ansioso y traspirado, porque había soñado que no escuchaba la campanilla y no llegaba a tiempo para marcar la tarjeta
de entrada.
Entonces dejó el trabajo. Por eso. Y porque quería hacer algo distinto, que le diera poder y fortuna.
Y ahora andaba deambulando por las calles: rectas, grises, iguales, de piedras bien cuidadas (porque los hombres dijeron: "Vamos a embellecer el mundo,
hay que cuidar que todas las piedras sean simétricas y estén convenientemente puestas una encima de otra, una al lado de otra").
El hombre chiquito caminó, caminó, caminó... hasta llegar a un llano despejado. Eso había sido un bosque, pero los hombres diligentes ya habían sacado
los árboles y habían limpiado el lugar para poner las piedras. Una encima de otra. Una al lado de otra.
El espacio azul de los aviones y los cohetes mostraba un sol redondo y amarillo y el hombrecito rió al ver que, si dejaba las manos abiertas, se le llenaban
de luz.
-Tengo hambre y no tengo comida -balbuceó. Y tengo que estar bien alimentado para ser fuerte y tener poder sobre los demás.
Estaba hablándole a una flor muy chiquita, muy blanca, que se quedaba quieta escuchándolo. El hombrecito se puso a cantar y la flor tembló como si se riera
y le gustara.
El hombrecito se sintió muy fuerte, muy importante, mucho más grande. Fue entonces cuando el hambre volvió a molestarlo; cortó la flor y se la comió.
-Ay, ay, ay... -le dijo una voz en el viento -qué tonto eres. ¡Esa era la única flor que quedaba en la tierra!
-No soy romántico -contestó el hombrecito-. No me importa esa flor..., en la tierra hay cosas más importantes: hombres y mujeres que se interesarán por
mí, que escucharán mis palabras y mis cantos, que me amarán... .
Y el hombrecito, hinchado el pecho, se fue caminando, caminando, caminando... Llegó a las calles iguales, al cielo cuadriculado por los altos edificios;
llegó con las manos sin tenazas ni clavos, con la barriga llena, con todo su tiempo disponible para hablar y cantar, ser poderoso y ser feliz. Sólo que
los hombres y las mujeres pasaban muy aprisa a su lado, dándole cuerda a sus relojes, apurándose para marcar tarjetas, para ir a colocar una piedra sobre
otra, una piedra al lado de otra, y hacer el mundo mucho, mucho mas bello, ¡bellísimo!