Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: Lluvia de buñuelos.

Lluvia de buñuelos.

Parece ser –según dicen los que saben esta historia– que una vez, en un
pueblo de Corrientes había una pareja de viejitos. Macanaí era el lugar,
y no se gasten en buscarlo en el mapa porque ahí no lo van a encontrar.
los dos vivían en un rancho que parecía a punto de venirse abajo en
cualquier momento, con los postes del alero ladeados y el techo de paja
medio pelado. y no porque el hombre fuera un vago que se dejaba estar,
¡por favor! ¡Si se había deslomado desde chico como peón de campo! Pero
había sido siempre medio inocentón y la verdad es que los dueños de la
estancia donde estuvo trabajando se habían aprovechado mucho de él.
ahora ya era demasiado viejo y estaba muy achacoso para trabajar y no
había podido ahorrar un peso como para arreglar la casa. Pero él no se
desanimaba.
Por eso una mañana, cuando se acordó de que ese era el día de San
Filmarión, el santo patrono del pueblo, le dijo a la esposa:
–Voy a ir a la procesión del santito y vas a ver cómo nos va a ayudar.
y allá se fue, al trote, con el único caballo que tenían y que estaba
tan viejo y achacoso como el dueño, huesudo y con tos. llegó al pueblo,
anduvo en la procesión siguiendo la imagen del santo, le dejó una vela
encendida en la capilla y volvió muy esperanzado para la casa, cuando ya
casi caía el Sol.
a las diez cuadras, el viejo tuvo que talonear al caballo para apartarse
a tiempo del camino, porque venía un auto a toda velocidad.
antes de que lo tapara la nube de tierra que levantó al pasar, pudo ver
que era una camioneta bien cargada, y que la manejaba el dueño de la
estancia donde él había trabajado. El viejo siguió entre la polvareda, a
ciegas, y así fue como el caballo tropezó. no había visto una valijita
tirada en medio del camino. desmontó, gruñendo un poco por el dolor de
cintura, levantó la valija y la abrió: ¡estaba llena de monedas de oro!
–¡Gracias, San Filmarión, gracias! –gritó y de contento volvió a subir
al caballo volando, como si fuera un muchacho. no consiguió que el
animal se apurara gran cosa –eso sí que hubiera sido un milagro enorme–,
pero al fin llegó a la casa.
–¡Vieja! –llamó–. ¡Vení pronto a ver! ¡no somos más pobres! ¡Mirá qué
regalo nos ha echado el santo desde el cielo!

El alumno y los buñuelos.
la mujer vio lo que traía el marido. y así como el viejo era inocente,
ella era viva. la cabeza le empezó a trabajar a toda velocidad. “¡Qué
santo ni cielo! –pensó–. ¡Esto se le ha caído a alguno, seguro que a los
de la estancia, que son tan ricos! Pero si se lo digo, este va a empezar
a preguntar y nos vamos a quedar sin nada, ¡con lo que nos hace falta!
¡Se me tiene que ocurrir algo!”.
–Pero no, hombre –le dijo–. Vos te ilusionás por nada. Estas monedas no
son de oro. Parecen, porque son brillosas. Pero son unas fichas para
algún juego. dejalas, que por ahí le vienen bien a alguna criatura, para
entretenerse. Vení, tomá unos mates.
El viejo se sentó a matear, con cara de desencanto, y ella escondió la
valijita debajo de la cama, mientras seguía pensando: “Con esto gano
tiempo, pero ya va a aparecer alguno preguntando por toda esta plata y
el viejo zonzo va a abrir la boca. Tengo que hacer algo más”.
Entonces, se le ocurrió. abrió la valija, sacó una moneda y se fue
caminando hasta el único negocio que había en el pueblo. Era un almacén
de campo, de esos que venden de todo, y ahí compró un cuaderno, un
lápiz, una goma de borrar, una regla y el guardapolvo más grande que
encontró. Pagó, le dieron el vuelto y con el paquete abajo del brazo se
fue a ver al maestro jubilado, que vivía en un lugar bastante apartado.
Charló un rato con él y volvió a la casa.
–Viejo –le dijo al marido–, estuve pensando que a vos no te ha ido bien
en la vida porque nunca estudiaste. Pero ya es hora de que dejés de ser
un ignorante. desde mañana vas a ir a la escuela.
El hombre protestó: que a su edad ya no estaba para eso, que cómo iba a
entrar a la escuela con los chicos... Pero ella lo atajó:
–Ya pensé también en eso. Vos no te preocupés, que ya te conseguí un
maestro particular y te espera mañana temprano.
Por más que el viejo renegó, la mujer le dijo que ya estaba todo
decidido. y como siempre él hacía lo que le mandaban, al otro día ella
le hizo poner el guardapolvo –sólo se pudo abrochar el primer botón,
porque le quedaba chico–, le dio el cuaderno y los útiles y lo mandó a
clase.
Cuando él se alejó (con mucha vergüenza de que alguno lo fuera a ver así
vestido), la mujer corrió a la cocina y se puso a trabajar. Buscó
harina, huevos y azúcar; batió, mezcló y frió. al mediodía volvió el
marido. Venía con trompa y refunfuñaba, empacado.
–¿Cómo te fue? –le preguntó ella.
–¡Mal me fue! –estaba enojadísimo–. El guardapolvo me apretaba tanto el
cogote, que creí que me ahogaba, y no aprendí nada. El maestro me estuvo
todo el tiempo fastidiando para que escribiera letras. Me salían
torcidas, se me rompía la punta del lápiz, borré y se me hizo un agujero
en la hoja del cuaderno. y al final me trataron de burro.
–Bueno, no tuve buena idea, che. no te preocupés. Vos hiciste el
esfuerzo, pero se ve que tenías razón. ya estás viejo para eso. no vayás
más. Vení, comé y dormite una siesta tranquilo, nomás.
Y así fue. El hombre comió un churrasco y unas mandiocas hervidas, y se
fue a dormir. Cuando lo oyó roncar, la vieja sacó un fuentón que tenía
escondido y envuelto en un mantel. Estaba lleno de buñuelos, porque eso
era lo que había estado haciendo toda la mañana.
Sacó la escalera, la apoyó contra la pared afuera de la casa, se trepó
con el fuentón y repartió buñuelos por todo el techo. después, bajó y
desparramó los que le quedaban por el patio. al rato, sacudió al marido:
–¡Despertate, viejo perezoso! ¿no has oído la tormenta?
–¿Tormenta? ¿Qué tormenta, si no hay una nube?
–No hay nubes ahora –le contestó la mujer–. Pero si hubieras visto...
eran unos nubarrones gordos. ¡y cómo llovió! Pero lo raro es que no cayó
agua ni granizo. ¡Ha llovido buñuelos!
El hombre salió al patio y vio los buñuelos en el piso. Agarró uno, le
pasó la punta de la lengua para probarlo y después lo mordisqueó con
desconfianza.
–¿Sabés que está bueno, che? –le dijo a la mujer–. ¡y hasta tiene el
mismo gusto que los que hacés vos! ¡Qué cosa! En tantos años como tengo,
nunca vi una lluvia así. ¡y en el techo hay más!
¡Si no lo veo, no lo creo! ¡una granizada de buñuelos! ¡Esto ha de ser
cosa de tantos viajes espaciales y experimentos raros que hacen!
Entre los dos juntaron todo. El fuentón quedó otra vez lleno y se dieron
un atracón. Hasta les sobró para la cena.
y vino la autoridá.
A los dos días, al ranchito llegó una camioneta de la policía, con dos
personas. Frenaron y bajó un hombre de uniforme y anteojos negros. la
mujer se adelantó para atenderlo.
–Buenos días, doña –dijo el policía–. acá ando con el señor, que es el
dueño de la estancia Caté Eté y ha extraviado en la zona una valija con
valores de su legítima propiedad. así que estamos viendo a todo el
vecindario para que el que la haya encontrado se la devuelva inmediatamente.
–Ah, no, por acá no he visto nada –dijo ella–. y no se extrañe, porque
salgo tan poco...
–Ajá. ¿y el señor que está ahí? –preguntó, señalando al viejo.
–No, si el pobre no entiende nada.
–Eso lo decido yo –contestó el otro–. dígame, don, ¿no vio una valija
llena de monedas de oro?
–¡Ahí tenés, vieja, y vos que me decías que eso no valía nada! yo la
encontré y la traje para acá.
–No le haga caso, comisario –dijo ella–. no sabe lo que dice.
–¿Cómo que no? –se encocoró el marido–. ¿no te acordás?
–No.
–¡Si fue poquito antes de que yo empezara a ir a la escuela! El otro le
dijo, fastidiado:
–¡Eso habrá sido hace como ochenta años, hombre! yo le hablo de algo que
pasó hace días.
–¡Es lo que digo! –porfió el viejo–. Vea, le doy otro dato: fue justo el
día antes de la lluvia de buñuelos.
–¿Lluvia de buñuelos?
–Y buenísimos. Para chuparse los dedos.
¿Usted no los probó?
El policía se metió en la camioneta y le dijo al dueño de la estancia:
–A este viejo no le queda un tornillo en la cabeza. averigüemos en otra
parte.
Y así fue como después de un tiempo la mujer convenció al marido de que
San Filmarión les había dejado una fortuna. Se fueron para la capital,
compraron una casa como la gente y vivieron tranquilos. ahí el hombre se
hizo famoso por una rareza: cada vez que venía tormenta, se apuraba a
dejar un fuentón en el patio y explicaba: “¡Es que llueven tan ricos!”.