Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
El vecindario de los silencios.
El vecindario de los silencios
Conocíamos muy bien su rutina. Cada mañana con los primeros rayos del sol, Don Aniceto, después de tomar café, se dirigía a su lugar de trabajo con sólo
cruzar la avenida 10.
Por más de treinta años había sido empleado de confianza de la Junta Administradora, dos lustros atrás le dieron las llaves, que gua guardaba todas las
noches celosamente en la gaveta de su mesa de noche; tenerlas cerca le daba seguridad. Se consideraba a sí mismo el guardián de miles de almas que tenían
que dormir cada noche en paz. Era un hombre sencillo y honrado, lo respetábamos. Cumplía con una tarea a la que todos temíamos y que él desempeñaba con
dedicación, y hasta podría decirse, que con entusiasmo.
Había enterrado a miles de difuntos de la mayoría de los barrios de San José, para él todos eran iguales. Con esmero preparaba la mezcla de cemento y los
ladrillos para cerrar las tumbas. Cuando al final del funeral los deudos se alejaban, ahí quedaba solo, la mayoría de las ocasiones, cumpliendo la tarea.
Don Aniceto ya no recordaba la cantidad de muertos que en treinta años había enterrado. Con su plancha de albañilería había sellado las fosas de su esposa,
familiares amigos, vecinos y extraños. Toda una diversidad de gentes.
Cuando abría las puertas del confinado lugar de reposo eterno, de camino al colegio lo saludábamos y gentil devolvía el saludo. Conocía nuestras travesuras,
muchas veces correteó a más de uno entre tumba y tumba, cuando nos encontró fumando o en otras andanzas. En una ocasión que me pilló con el cigarro el
boca me dijo:
-Miguel tenga respeto por los que no tienen voz y duermen aquí.
Admirábamos su temple al compartir día a día con quien para nosotros era una desconocida: la muerte, que a él le permitía vivir de un modesto salario.
Estos vecinos no generaban ningún conflicto, ni intervenían en la vida de los demás. Ahí estaban siempre, en su estancia. El paso del tiempo, la lluvia
y el sol afeaban algunas de sus moradas, más en otras bien cuidadas por sus deudos, se reflejaban los rayos del sol cada día, cuando estaban recién pintadas.
Desde cualquier ángulo del barrio, al abrir la puerta de las casas, el panorama era la gran tapia gris, que corría a lo largo de una amplia manzana, cruces,
ángeles custodios y bóvedas encaladas. La primera imagen del día, al igual que la última, antes de irnos a dormir, era la morada de nuestros vecinos, los
silenciosos.
En el vecindario las viviendas, en su mayoría de madera, de una planta, eran sencillas, tal vez los enseres internos eran los que nos diferenciaban a unos
de otros. En cambio, estábamos seguros que de nuestros vecinos no podíamos decir lo mismo. Los más pudientes, por lo menos cuando yo me criaba, descansaban
en el Cementerio General. Lo evidenciaban los mausoleos y bóvedas costosas placas de mármol, enchapes en paladina, elegantes ánforas, altares, ángeles,
vírgenes, estatuas y sofisticadas esculturas celestiales.
Algunos sepulcros estaban construidos a semejanza de torres o pirámides.
-Esos guardan restos de personas importantes del país, decía Aniceto, cuando le inquiríamos sobre los dueños de los mismos.
Por supuesto tenían sus respectivos nombres, con la fecha de nacimiento y deceso, pero a nosotros en esa época, eso no nos decía nada. Desde la puerta
de mi casa sobresalía un mausoleo con un marco rectangular en mármol blanco y el nombre de León Cortes, en letras plateadas en la parte superior.
-Don Aniceto, y esa tumba que siempre tiene flores frescas, con estampitas de cartón ¿de quién es? Preguntábamos en coro.
-¡Ah! Esa es la del Dr. Moreno Cañas. Dicen que es muy milagroso. La gente tiene mucha fe, por eso le traen estampas benditas para que les conceda algún
favor.
En esas ocasiones, don Aniceto hacía un breve descanso de su faena y dedicaba un rato para acompañarnos a visitar las tumbas de nuestro interés. Vestido
siempre de uniforme caqui y gorra con el emblema de la Junta Administradora. Más bien, era un hombre de poca estatura y de constitución delgada, para el
pesado trabajo que tenía que cumplir, según nuestros cálculos. Un pañuelo azul de cuadros blancos anudado al cuello, le permitía secar el sudor al medio
día. Cada arruga de su rostro fue ganada bajo el ardoroso sol, que no daba tregua en su diario trajín entre las tumbas.
Frente a nuestras casas, el otro camposanto, el Cementerio obrero, era el que más visitábamos. De alguna manera nos sentíamos más cómodos que el de los
supuestos adinerados. No había tarde en que no nos diéramos una vuelta por ahí. Las bóvedas eran más sencillas. La entrada estaba flanqueada en todo su
ancho por una hilera de altos cipreses, que a inicios de diciembre expedían un fresco olor. Cual vigilia de las almas la gran cruz blanca en el dentro
del panteón, apoyada en un arco de hierro negro que, como Cirineos, sostenían cuatro pilares. Sobresalía de manera sobria cuando íbamos en el bus de Sabana
Cementerio. Al fondo una pequeña capilla con un altar de mármol, que presidía una imagen de la Virgen del Carmen, toda en blanco. En la parte superior
una placa, que no olvido: “En memoria de nuestras madres muertas, 15 de agosto”, lo que no preciso es el año.
Esa era una fecha oficial en el vecindario. Muy temprano cada año, el 15 de ese mes, bien mudadas todas las familias acudíamos a la misa que a las 9 en
punto oficiaba el Padre Marcial. Vestidas de negro la mayoría de las abuelas y madres del barrio, nos decía que era por respeto a sus homónimas que dormían
ahí.
En los días previos a exámenes finales de colegio y para bachillerato, la parte de atrás del Cementerio Obrero era la guarida de estudio. A falta de escritorios
y buena iluminación en nuestras casas, las tumbas eran un lugar excelente de apoyo, para repasar materia y hacer complicados ejercicios de matemática,
que todavía hoy no sé para que los aprendí. Ahí nos convocábamos cada tarde. La quietud del lugar y la paz que se respiraba nos permitía concentrarnos
y aprovechar la luminosidad para el estudio. En esas ocasiones, Don Aniceto, de lejos, nos dirigía una mirada de complicidad, y trataba de realizar sus
faenas de manera desapercibida para no interrumpir nuestra dedicación.
A los compañeros de estudio del vecindario de los silenciosos, nos decían que “parecíamos flor de muerto… siempre en el cementerio”. Fue tal la fama que,
para el campeonato de fútbol del colegio, a los del barrio nos apodaron los “Calas”, y así nos quedamos.
Para esa época muchas bóvedas del Cementerio Obrero estaban a capacidad plena, por lo que construyeron nichos al amparo de las tapias del camposanto. En
cada nicho se podía albergar un cuerpo.
-Las alquilan por tiempo determinado, nos explicó Don Aniceto, al vencer si el arrendante no hace renovación, pasa a un nuevo inquilino.
En las tardes de verano hacíamos apuestas a ver quién lograba atravesar de primero, desde el portón de ingreso del Cementerio Obrero hasta el osario, ubicado
detrás de la capilla, al fondo. Era una gran bóveda de cemento sin pintura, con una puerta de hierro, a un costado, resguardada por un fuerte candado
Master. El sitio nos aterrorizaba. Con mucho recelo caminábamos silenciosos, en fila india, con la respiración contenida. A mí se me ponía la piel de gallina.
Más de una vez enfrentamos la realidad de restos óseos, calaveras y esqueletos incompletos, que el panteonero sacó de una sepultura para hacer campo a
otro difunto. Sentíamos que la sangre se nos congelaba, mudos observábamos aquellas piezas, sin cruzar palabra. La escena era de impacto. Esos minutos
se nos hacían eternos y éramos incapaces de movernos por nosotros mismos hasta que Don Aniceto nos daba voces.
-Muchachos aléjense, este es un lugar sagrado, no para colegiales desocupados.
Salíamos despavoridos, chocando unos con otros, brincando sobre las tumbas para llegar al portón.
El otro camposanto era atendido por Don Francisco, un señor muy serio, de pocas palabras, que no era de nuestro barrio, venía del Barrio La Cruz, supongo
que trabajar en un cementerio, algo tuvo que ver en su contratación el nombre del lugar donde vivía.
Cada día a las siete en punto Don Aniceto, como encargado, abría los portones de los cementerios y luego se dirigía a cumplir con las faenas diarias, repellar
tumbas, revisarlas, abrir las fosas y prepararlas para recibir un nuevo huésped. Sus fieles compañeros siempre lo acompañaban: el carretillo, el mazo,
el cincel, la pala, la cuchara y la plancha para afinar el repello. Tan acostumbrados a su presencia en el panteón, ningún vecino se dio cuenta que con
el correr dl tiempo los pasos de Don Aniceto eran más lentos, los calendarios se habían marcado en su cuerpo.
Al sur de nuestro vecindario, estaba el Cementerio Calvo –como siempre, al sur lo desposeído-, bautizado el panteón de los pobres. Ahí se enterraba a quienes
no podían pagar el precio de una fosa, operaba casi de caridad. Los cuerpo de quienes nadie reclama, los bandidos, los asesinos, los ladrones y los indigentes
reposaban en yacijas, muchas veces comunes, o sin nombre. Eran personas que no merecían ser nombradas. Tenía pocas tumbas, la mayoría eran enterrados directo
en la tierra. Pequeñas cruces de madera sin pintar, daban cuenta del límite de los restos de un difunto y de otro. Fuimos poco a este lugar, estaba más
alejado y sólo se abría una vez por semana, para mantenimiento, o cuando había muerto que guardar.
Por las incursiones diarias a los camposantos, nos enteramos de las congojas y vueltas que tenían que hacer los deudos, por los requisitos que exigía un
entierro. Para nosotros, era como el pan de cada día y no entendíamos por qué tenían que hacer tanto papeleo para enterrar un muerto.
Lo que por años fue un misterio, estaba al oeste del vecindario y siempre sobre la avenida 10, una tapia café le amurallaba. Custodiado por un pequeño
portón, siempre con candado, estaba el llamado Cementerio de los Extranjeros. Los abuelos del barrio nos contaron que lo habían mandado a hacer los inmigrantes
alemanes e ingleses. Nunca pudimos entrar. Por más que montamos guardias para ingresas cuando llegaba el cuidador, no lo logramos. Creíamos en esa época,
que como los difuntos eran de otro país, de seguro no eran católicos, y por eso no pasaban por la Iglesia de Las Ánimas. Ese panteón era un extraño en
el vecindario por más que guardara los restos de quienes habían compartido esta tierra.
Esa mañana no fue distinta a otras. Después de abrir las puertas del camposanto Don Aniceto se dirigió a la pequeña bodega de herramientas al fondo del
panteón. Horas después uno de los vecinos que iba a chapear una tumba, lo fue a buscar para pedirle una entró y se topó de frente, en el suelo, con el
cuerpo inerte de Don Aniceto, cincel en mano y una sonrisa desdibujada en su rostro. La muerte su fiel compañera, lo había convocado.
La noticia corrió por el barrio: Don Aniceto, el panteonero, murió. Como no tenía parientes, los de la Junta Administradora compraron el cofre y lo velaron
en las oficinas. Todo el vecindario se hizo presente. Muchos sentimos que nos había traicionado.
¿Cómo se iba a morir si él era el encargado de la muerte ante nuestros ojos?
Las campanas de la Iglesia de Las Ánimas tañeron con más tristeza esa tarde, estaba repleta, la noticia se había propagado por todos los barrios de San
José. Ahí nos hicimos presentes los del colegio, a quienes tantas veces correteó del cementerio. Al concluir la misa los de la Junta subieron al púlpito
y se deshicieron en halagos para él.
¿Cómo se fue a morir el panteonero? No lográbamos comprender.
De camino al camposanto fue llevado en hombros por los vecinos, nos dirigimos a la fosa de la Junta dicen que Don Francisco la preparó. No pudo quedarse
al funeral, estaba muy impactado por la repentina partida de quien consideraba su jefe.
Una multitud llenó el cementerio. Silenciosos caminamos hasta la tumba destinada, en una de las primeras avenidas. Colocaron al ataúd frente a la sepultura,
a un lado las flores y coronas. Todos queríamos acercarnos. Los de la Junta cedieron el campo a Doña Mercedes que rezó una avemaría y encomendó el alma
de Don Aniceto al Señor. El ambiente destilaba melancolía para los que ahí nos encontrábamos. Las miradas reflejaban tristeza por la súbita partida del
panteonero.
Poco a poco los vecinos se empezaron a retirar, la muchedumbre se desgranó como mazorca de maíz. Mis padres fueron los primeros en salir, a ellos se unió
el resto de acompañantes y curiosos. La tarde se fue oscureciendo. Unas nubes negras nos amenazaron. El cementerio se quedó en silencio, los de la Junta
lo cerraron.
Todavía hoy me pregunto ¿qué pasó esa tarde? Dejamos el cofre frente a a fosa abierta, nadie tomó conciencia que era el panteonero quien hacía el resto
del trabajo. Nos alejamos y se quedó solo frente a su tumba.
Por la noche, cuando el presidente de la Junta preguntó quién había sellado el sepulcro todos se miraban con sorpresa, eso siempre lo hacía Aniceto, pero
¿si él era el muerto? Presuroso buscaron las llaves del portón y se dirigieron al panteón, algunos vecinos los acompañamos, yo logré colarme con ellos.
El manto nocturno cubría el cementerio de sombras, que lentas jugaban con las luces de las linternas con que tratábamos de alumbrar. Ante la incertidumbre
que los embargó, no daban con la fosa, se tropezaban torpemente entre sí.
-Está dos filas después de la bóveda de los Chinchilla, en la cuarta hilera, gritó Don Elías, el Tesorero, quien siempre tenía muy presente la distribución
para hacer los recibos de pago.
Apuramos el paso caminado uno detrás de otro por el estrecho trillo de zacate. Al llegar quedamos estupefactos, intercambiamos miradas de espanto, un sudor
frío nos recorrió el cuerpo. Estaba perfectamente sellada, el carretillo, la pala y la plancha descansaban encima de la tumba. El panteonero había cumplido
su última tarea.
(Sin autor)