Texto publicado por Primavera
CLARA BARTON: LA HISTORIA REAL DE LA FUNDADORA DE LA CRUZ ROJA DE EE.UU.
Clara Barton (1821-1912) fue conocida como el Ángel del Campo de Batalla por su labor entre los heridos durante la Guerra Civil americana. Como fundadora de la Cruz Roja de los Estados Unidos, ocupa un lugar entre los grandes pioneros de la filantropía.
Clara Barton
Cuando el desgarrador dolor se aplacó un poco, Jack Gibbs pudo pensar de nuevo.
—No lograré regresar a casa —gruñó—. Al menos, no en una pieza.
Suspiró y trató de buscar una posición más cómoda en el suelo frío y pedregoso. Pero el movimiento causó otro borbotón caliente, y supo que debía quedarse quieto si deseaba sobrevivir.
“Cuando me despachen al hospital que está detrás de las líneas —pensó—, me habré desangrado o estaré tan maltrecho que tendrán que amputarme la pierna. ¿Y qué clase de esposo seré para Sue? ¡Un hombre con una pierna!” Una nube negra lo cubrió, y perdió la conciencia.
Cuando abrió los ojos, Jack estaba seguro de haber muerto y subido al cielo. Una mujer estaba inclinada sobre él. Eso no podía suceder en un campo de batalla de la Guerra Civil. No había mujeres en campaña. ¡No se permitía!
Pero había una mujer en el campo de batalla. Se llamaba Clara Barton.
Con ayuda de dos soldados, ella lo trasladó a una litera que los hombres sacaron de un furgón tirado por caballos. Extrajo vendas de su maletín y le vendó la pierna. Luego le dio un jarabe para calmar el dolor, y Jack bebió lánguidamente, y los hombres lo metieron en una ambulancia de aspecto tosco.
Clara Barton se había pasado el día haciendo ese trabajo. Había socorrido a cientos de caídos, aplacando sus temores, aliviando su dolor, limpiando sus heridas.
Desde el comienzo de esa espantosa guerra, Clara Barton se había preocupado por los hombres que combatían en el frente. Sabía que los heridos quedaban tendidos en el campo hasta que concluía la batalla. Sabía que sólo entonces los juntaban para llevarlos a los hospitales que estaban muy por detrás de las líneas. Sabía que si sobrevivían a esa demora, el traqueteo de los carromatos abriría sus heridas expuestas. Sabía que n menudo morían desangrados antes de llegar al hospital.
Desesperada por esa situación, decidió llevar ayuda a los combatientes en pleno campo de batalla. Consiguió un furgón, lo cargó con medicamentos y equipo de primeros auxilios, fue a ver al general.
Era una mujer menuda y delgada. Para el oficial al mando, no tenía aspecto de persona apta para el campo de batalla. Más aún, la sola idea lo horrorizó. Señorita Barton, lo que me pide usted es absolutamente imposible.
—Pero general —insistió ella—. ¿Por qué es imposible? Yo misma conduciré el furgón y daré a los soldados el alivio que pueda.
El general sacudió la cabeza.
—El campo de batalla no es sitio para una mujer. No soportaría esa dura vida. De cualquier modo, ahora hacemos todo lo que podemos por nuestros soldados, nadie podría hacer más.
—Yo podría —declaró Clara Barton. Y entonces, como si acabara de entrar en el despacho, describió nuevamente sus planes para prestar primeros auxilios en el campo de batalla.
Esta entrevista se repitió una y otra vez, pero las continuas negativas no la desalentaron. Al fin el general cedió. Clara Barton recibió un pase que le permitiría atravesar las líneas.
Durante toda la Guerra Civil, atendió a todos los que pudo. Trajinaba sin cesar. Una vez trabajó cinco días consecutivos con sus noches, con muy poco descanso. Su nombre se volvió famoso en el ejército, y se pronunciaba con amor y gratitud.
Cuando el gobierno vio lo que estaba logrando, le brindó más cooperación. El ejército ofreció más furgones y más hombres para conducirlos. Se le ofrecieron más medicamentos. No obstante, siempre fue una batalla cuesta arriba para la valiente señorita Barton.
Cuando terminó la guerra, Clara Barton podría haber obtenido un merecido descanso. En cambio, vivía obsesionada por el dolor de aquellos infortunados que no sabían con certeza qué había sido de sus esposos, padres y hermanos. Decidió enterarse de la suerte de esos soldados desaparecidos, y enviar la información a sus familias. Consagró largo tiempo a esta tarea.
Ahora conocía la guerra de primera mano. Sabía cómo afectaba a los hombres en el campo de batalla, y sabía cómo afectaba a las familias que quedaban en casa. Cuando se enteró de que en Suiza había un hombre, llamado Jean Henry Dunant, que tenía un plan para ayudar a los soldados en tiempos de guerra, viajó de inmediato a Suiza para prestar su ayuda. Dunant formó una organización llamada la Cruz Roja. Los integrantes de esta organización debían usar una cruz roja sobre fondo blanco para ser fáciles de identificar. Se les daría libre acceso a los campos de batalla, para que pudieran ayudar a todos los soldados, al margen de su nacionalidad, raza o religión.
Esta idea entusiasmó a Clara Barton. Regresó a los Estados Unidos y convenció al gobierno de sumarse a otras veintidós naciones miembros para dar dinero y provisiones a una Cruz Roja Internacional, organizada para ayudar a los soldados en tiempos de guerra.
Pero Clara Barton sumó otra idea a este magnífico plan. Se denominó “la enmienda americana”.
“Hay otras calamidades que afligen a la humanidad —declaró Clara Barton. Terremotos, inundaciones, incendios forestales, tornados. Estos desastres atacan de repente, matando e hiriendo a mucha gente, dejando a otros sin hogar ni alimento. La cruz roja deberá tender una mano amiga a esa víctimas, sin importar donde ocurran esos desastres”
Actualmente la Cruz Roja lleva socorro a millones de personas de todo el mundo. Esta fue la maravillosa idea de Clara Barton. Su gran valentía, su gran amor y su gran caridad serán reverenciales por siempre.