Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Juan vive en la selva misionera.

Juan vive en la selva misionera. La selva es como un bosque, frondoso y
tupido. Los árboles parecen enormes gigantes verdes, con sus cabellos largos
y despeinados, que de tan despeinados , se enganchan en las lianas y los
helechos. Y arman un lío bárbaro.

Pero...¿quién es Juan?. Juan es solo Juan. Sus papás no lo llamaron Juan
Ignacio, ni Juan Manuel, ni Juan Enrique; únicamente le pusieron Juan.

El es feliz, corriendo descalzo entre las matas de hierba. Sus pies son
libres porque no saben del encierro de zapatos o zapatillas. La tierra roja
de Misiones les hacen cosquillas y les pintan medias de colores. Es entonces
cuando su risa salta de árbol en árbol, asustando a la comadreja overa, que
sale espantada de su cueva. Otras veces no ríe porque sus dedos chillan de
frío, se agrietan y lastiman.

Juan nunca se pregunto que había más allá de la selva o del pequeño y lejano
pueblito, al que hace mucho tiempo su papá lo llevó. Él ama la selva, porque
es para Juan como un mundo mágico. Tiene habitantes misteriosos, pasadizos
secretos, duendes que bailan entre las flores de lapacho y hojas flotando en
los remansos del río. Le gusta quedarse horas y horas mirando la espuma que
el agua le regala cuando choca entre las piedras; hasta que aprovechando que
está distraído algún coatí travieso le roba algo.

Juan dispara detrás de él, pero nunca puede recuperar lo que le quitan, pues
los coatíes se parecen a monos y corren rápidamente a esconderse en la
espesura de la selva. También se entretiene buscando huellas de animales y
asomando su nariz en las cuevas, las madrigueras y los nidos para espiar a
sus habitantes. Se divierte deslizándose por los toboganes que forman las
matas de hojas y hamacándose en la enredaderas que se tejen entre los
árboles. Cuando Juan se acuesta sobre el colchón blandito y húmedo que la
hierba le prepara, puede ver como el sol con la cara recién lavada le
sonríe. Pero lo que más le gusta es cuando éste se pone color caramelo,
porque es la hora más divertida. La brisa mueve las hojas y enreda los
murmullos. Los grillos se reúnen para afinar sus violines. Los tucanes se
acomodan en la primera fila; mientras miles de luciérnagas encienden sus
farolitos voladores.

La fiesta empieza con el baile de los sonidos, el río se une cantando dulces
melodías; alguien pasa desparramando todos los perfumes; hasta que todo se
convierte en un revoltijo de chillidos porque a los monos se les da por
silbar en medio del concierto. No siempre todo es tan divertido. Muchas
veces el río se enoja, ruge y se enfurece como un león y no deja que nadie
se atreva a acercársele. Juan escuchó que por eso él y otros chicos que
viven de ese lado de la selva no pueden ir a la escuela, que está allá en el
pueblo lejano de tierra color ladrillo. Eso sí que a Juan lo pone muy
triste. El desea ir a la escuela y aprender cosas nuevas.

Esa tarde subido a un árbol soñaba con lo lindo que sería poder ir y tener
amigos con quien jugar. De pronto entre la maraña de vegetación escuchó un
ruido... chac...y otro más..chac....chac....Saltó del árbol y trató de
descubrir que era. Volvió a escuchar. Los loros escapaban chillando de los
árboles. El ruido se acercaba y provenía del caminito que se hundía en la
selva. Juan sigilosamente espió...entonces lo vio. El ruido lo hacía al
caminar un gran gigante. Sólo que éste no era verde. Era un gigante rubio de
ojos color de cielo. Traía puesta una camisa blanca y larga, unas botas
gruesas y una gran mochila sobre sus espaldas. Juan lo miró. Dio dos vueltas
a su alrededor y luego con voz desconfiada, preguntó:

-¿Quién sos?-

El gigante rubio sonrió y Juan pensó que su sonrisa era igual a la del sol
con la cara recién lavada.

-Me llamo Carlos.- Dijo.

-¿Qué haces por la selva?-. Indagó Juan, poniendo cara de curiosidad.

-He salido a buscar a los chicos que viven de este lado del río-.

Eso a Juan le resultó algo extraño. Era mejor averiguar - ¿Y para qué?-.

-Para poder cumplir un sueño, respondió el gigante rubio, mientras se
sentaba sin importarle que se arrugara su larga camisa blanca. Acomodó su
mochila contra un árbol y comenzó a contar su historia.

-Yo también nací en la selva, pero al otro lado del río, donde está la
escuela. Siempre pensaba con tristeza en los chicos que de este lado no
tenían la suerte de aprender, todo lo que nosotros aprendíamos.

Un día me fui a la ciudad de Posadas y prometí volver. En esa gran ciudad
estudié y fui maestro. Hoy he regresado y quiero que mi deseo comience a
cumplirse.

Recorreré la selva, hablaré con todos y si me ayudan levantaremos una
escuela, donde los chicos puedan aprender... y dándole una palmadita en la
espalda a Juan, continuó su marcha.

Juan se quedó esperando, mientras miles de campanitas parecían sonar dentro
suyo.Así fue que un día aparecieron los padres de otros chicos y machete en
mano fueron limpiando terreno. Juan y sus nuevos amigos acarrearon troncos y
más troncos. Creció la escuela, una escuela pobre, chiquita, con muchas
hendijas por donde la brisa espiaba curiosa. A veces, cuando llovía alguna
gota traviesa caía sobre la hoja en la cual Juan dibujaba. Los asientos eran
redonditos, como los que usaba Juan para sentarse a soñar a la orilla del
río. Pero los chicos estaban fascinados.

Las letras que Carlos les enseñaba colgaban del viento y éste las repetía: A
- E - I - O - U - se escapaban, se escondían entre los árboles, se hamacaban
en las lianas y se unían para formar una palabra y luego otra. Pronto los
chicos aprendían y eso les dijo Carlos es un "derecho" que tienen todos los
chicos del mundo. Juan aprendió también a tener derecho a expresar su
opinión y a ser escuchado, porque ahora tenía compañeros y amigos con quién
hablar y jugar y supo pedir y ofrecer ayuda.

Un día el maestro les propuso escribir una carta a los chicos de la capital
y contarles como vivían y como era la escuela de la selva. La carta viajó y
llegó a una escuela grande, hermosa, con un montón de cosas desconocidas
para los chicos como Juan. La señorita Silvina leyó la carta y todos sus
alumnos escucharon silenciosamente. De pronto alguien propuso... - y si
escribimos a ese programa de la tele, en que cumplen los sueños de la gente
y pedimos una escuela linda como ésta para los chicos de la selva.

-!Sí!- Gritaron todos. La señorita Silvina sonrió porque sus alumnos habían
aprendido que también los signos y letras sirven para ser solidarios. Allá
voló la carta. Recorrió río abajo hasta que se encontró con la anchura del
Río de la Plata, después con la ciudad de Buenos Aires. Aturdida de tantos
barquinazos y ruidos entró en el canal de televisión y fue depositada junto
a muchas otras. De pronto sintió que la sacudían... -!Acá la tengo!-. ! Éste
es el mejor sueño! Gritó el director del programa. El estudio se conmocionó.
Rápidamente una hermosísima escuela con pizarrón, equipo de luz, un
televisor, vídeo y hasta tizas de colores partió, arriba de un camión a
Misiones.

En el camino la gente se asombraba viéndola pasar. Al fin llegó a Posadas.
Ansiosos la esperaban los chicos que enviaron la carta.

!Qué alegría! Sintieron cuando acompañaron al camión por aquel camino
enmarañado...

Y la escuela llegó a la selva. Todo era una fiesta. Los monos aplaudían, los
coatíes bailaban alrededor con intención de llevarse algo, los loros metían
un ruido infernal, los padres de los chicos lloraban y reían. Juan y sus
amigos no podían creer lo que veían.

La escuela era lindísima. Tenía cosas que ellos nunca habían visto y adentro
traía muchos regalos. Los chicos se probaban los zapatos, las zapatillas y
era cómico verlos caminar...Plaf...Plaf...hacían al mover sus pies y
alegremente se vestían con las camisas largas y blancas, que ahora sabían
eran delantales. Pero lo más emocionante para todos fue ver la bandera
celeste y blanca, que ondeaba orgullosa.

También los invitaron a visitar la ciudad de Buenos Aires y allá fueron, en
un gran pájaro gris - dijo Juan, a pesar que había aprendido que era un
avión. Cuando regresó sintió que los gigantes verdes parecían abrir sus
brazos para recibirlo. Volvía algo cambiado. Contó que en la gran ciudad la
gente vivía en grandes edificios y que siempre corría apurada. El gran
movimiento en las calles lo arturdió. El aire tenía un olor raro, el cielo
no era tan azul y a los árboles les faltaba alguna lavadita. Había
descubierto muchas cosas maravillosas, cosas que jamás hubiera imaginado. A
pesar de eso Juan miró a su selva y la vio más hermosa. Contempló la escuela
y pensó que lo mejor que podía pasarle a un chico era tener derechos.

Mientras a su alrededor nada había cambiado. Un coatí travieso corría selva
adentro con la gorra de colores que a Juan le habían regalado.

Susana Teresa Sánchez de Bodanza