Texto publicado por Primavera

que es un tesoro

El Instituto Cervantes instituyó hace tiempo una costumbre que seguramente a alguno de sus invitados a seguirla le causará repelús: donar textos que permanecerán en secreto, en la imponente caja fuerte que fue baluarte de un banco, hasta años después de la muerte de sus autores. Los invitados son sucesores de Cervantes en el arte de escribir en español, y ya hay una porción de inéditos (o no) dentro de esas cabinas que el tiempo resguarda de la curiosidad o del cotilleo.
Si los tesoros que tiene la comunidad hispanoamericana se pudieran meter también en esas cajas selladas como las bocas de los confesores, habría que poner ahí en primer lugar la lengua propiamente dicha. La hablan en todo el mundo más de 500 millones de personas; a juzgar por las cifras de libros publicados y de los que se querrían publicar hay casi tantos hablantes del español como escritores de esta lengua. Lo bueno del español es, en todo caso, su efecto llamada, la capacidad de atracción que sostiene su prestigio en el mundo como idioma de intercambio. No llegamos a niveles del inglés, que nos gana en las audacias del comercio, pero Cervantes le sigue a Shakespeare los pasos. Esa riqueza del español es doble, pues: sirve para los que ya lo hablan, y atrae a los que quieren hablar el idioma en que se escribieron La Celestina y Cien años de soledad. El Instituto y las Academias han sido fundamentales en ese esplendor, porque ambas instituciones irradian en el mundo las dos varas de medir el idioma: una lo difunde entre los extranjeros de los países donde está radicado, mientras que la asociación que junta a las academias del español han conseguido milagros a la hora de hacer panhispánico lo que decimos en cada uno de los acentos.
Las dos apoyaturas del idioma lo han levantado a pulso para hacerle merecedor de la dignidad que hoy tiene el idioma como tesoro de los hispanos de todo el mundo, desde Puerto Rico a Tierra del Fuego, pasando por las islas Canarias y por Cuba. Esa potencia permite que ahora el Instituto Cervantes, la Universidad de Salamanca y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) (con el apoyo de Telefónica) lancen juntos una idea para unificar el acceso al español de los cientos de miles de extranjeros que lo quieren hablar como Dios (y las Academias, las universidades y la calle) mandan. Es el primer gran examen universal en español (el SIELE), que será como el TOEFL, el test que evalúa el inglés estadounidense como lengua extranjera. Será, dicen, “una prueba ágil y asequible”, a la que, según dijo el director del Cervantes, Víctor García de la Concha (y corroboró el ministro Margallo), “hemos llegado tarde”.
El refranero viene al amparo de la tardanza: nunca es tarde si la dicha es buena. Ese SIELE es una buena puerta para entrar en este idioma que es ancho y también ajeno. Y cuanto más ajeno, o más hablado, más abierto y sensible será. Es un tesoro, como los que el Cervantes guarda en sus cajas secretas.