Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
La historia de Gerónimo, el anciano ciego y su perro guía.
El hallazgo del calipso llevó a Jerónimo a conocer también la comida caribe una noche de las tantas que se dedicó a seguirlo con el fin de comprender sus ritmos. Él probó solamente los platos sin carne, pero el sabor del aceite de coco le pareció exquisito. Comió poco como era su costumbre pero se quedó toda la noche en el restaurante limonense. Por la madrugada, cuando cerraron el local, Jerónimo caminó un rato por la ciudad oscura hasta que sintió sueño; entonces buscó un poyo en el parque por donde iba pasando, se acomodó lo mejor que pudo, se envolvió la cabeza en la capucha del hábito y se durmió un par de horas... como era su costumbre; pero su digestión, reticente a digerir el arroz con coco y chile panameño, lo obligó a dormir más de lo que jamás se permitía en situaciones cotidianas. Sin intención alguna, empezó a dar el mismo espectáculo de los mendigos durmiendo a plenas siete de la mañana en un parque. Se despertó cuando sintió una respiración en su nuca y descubrió a un perro bastante grande distraído husmeando sobre su hábito. Se incorporó tranquilamente y vio que se trataba del perro de un anciano ciego quien llevaba también el bastón plegable para ayudar a sustituir el sentido ausente. El anciano esperaba pacientemente a que su perro olfateara lo que él no podía ver. Jerónimo se dejó auscultar por el animal sin oponer ni la menor resistencia y se quedó mirándolos hasta que al fin el perro decidió seguir. Mientras los veía alejarse se percató de lo tarde que era y de que había pasado la madrugada en la Plaza Bolívar en un poyo cerca del Libertador. Había dormido pesadamente y había soñado: (…)
El pito desgalillado de un carro le hizo volver la cabeza violentamente y vio cómo un conductor hacía un malabar para no atropellar al anciano ciego con todo y su perro lazarillo. Ambos, perro y ciego, se quedaron paralizados en media calle por más que el conductor pitaba con furia; entonces, Jerónimo los fue a traer y los puso a salvo en el poyo donde pernoctó. El anciano no hacía más que acariciar a su perro y decirle: "Fue culpa mía, por mi culpa casi nos matan, Cristalino". Jerónimo le puso la mano en el hombro y se presentó a sí mismo:
-Buenos días señor, yo soy Jerónimo Peor...-
El ciego le agradeció la ayuda y se presentó también bajo el nombre de "Don Félix" y presentó a Cristalino, su perro. El perro lamió a Jerónimo y Jerónimo también lamió al perro y ambos se simpatizaron. Durante la conversación supo Jerónimo que el viejito había sido vendedor de lotería desde el año treinta, cuando perdió la vista, y que una fundación de beneficencia le había traído el perro de Bélgica, directamente de una escuela de entrenamiento de lazarillos desde hacía alrededor de diecisiete años. Pero el perro, admirablemente longevo, ya estaba tan viejo también, que había perdido sus facultades de guía. Conocía la ciudad detalladamente, pero ahora se distraía con cualquier cosa, se detenía a oler meadas ajenas y a aportar las suyas encima, había olvidado cómo leer el semáforo y ya no podía distinguir billetes falsos como en sus mejores tiempos. Sin embargo, el hombre y el perro se tenían tanto afecto que no concebían la vida separados. El ciego entonces esperaba con mucha paciencia a que Cristalino terminara de hacer sus cosas para seguir. Desde hacía unos años ya no vendían lotería, pero les había quedado a ambos la necesidad de andar calle arriba y calle abajo todos los días desde muy temprano.
El anciano don Félix se incorporó, miró de frente y le dijo a Jerónimo: -¿Verdad que aquí estamos en la desembocadura de la Avenida de las Damas?- Jerónimo miró la placa de metal con el nombre de la avenida y trató de hacerle ver al anciano que se trataba de la Avenida Isabel la Católica, nada más, pero don Félix insistió y le señaló además los altos árboles de damas. Jerónimo miró detenidamente y observó que los árboles no eran tan altos, pero no dijo nada y aceptó con gusto la invitación de don Félix a caminar con ellos.
Caminaron hasta el Parque Nacional y se sentaron a tomar el sol en un poyo desde donde, según don Félix, se veía toda la ciudad, cosa que le gustaba especialmente. Jerónimo, cada vez más desconcertado, le indicó que desde ahí sólo se veía un enorme edificio a medio construir que tapaba por completo el panorama, pero el ciego insistió: -Allá-, dijo señalando hacia el suroeste, -se ve la cúpula de la iglesia de la Soledad...- y señalaba con mano temblorosa y la mirada fija. -...Más acá se ve la Catedral y...- Y siguió señalando edificios y casas con los respectivos nombres de sus dueños. Jerónimo sólo veía el edificio. El ciego continuó: -Allá, al otro extremo del parque queda la Estación de la Northen Railway, donde llegan los tranvías con la gente que va a tomar el tren...-
Entonces Jerónimo cerró los ojos y le pidió que se la describiera. El ciego comenzó: -Es un edificio largo, largo, de una sola planta, con grandes puertas, sobre la calle de piedra y una escultura muy bonita en el techo de la puerta principal...-
-Y los tranvías, ¿cómo son?-
El ciego empezó a darle una explicación detallada de la forma y funcionamiento de los tranvías mientras Jerónimo, ojos bien cerrados, sonreía y le decía muy contento que ahora sí los podía ver, más aún, que lo llevara hasta la estación para verlos de cerca.
Se levantaron los tres y comenzaron a caminar, pero Jerónimo lo hacía dificultosamente, tropezando con la gente y subiéndose al césped del parque por no ver por dónde caminaba a tientas, con los brazos como de sonámbulo por si se le atravesaba algo. Don Félix se percató de la torpeza de su acompañante, se detuvo, sacó de la bolsa de su saco un bastón desplegable que llevaba de repuesto, se lo puso en la mano y le enseñó a usarlo; así llegaron dando palos de ciego los tres al museo de la Estación del Atlántico. El ciego insistía: -¿Los ves mejor ahora...?- y Jerónimo asentía:
-Los veo, Félix, los veo-.
Los tres se devolvieron, Jerónimo con los ojos bien cerrados y aprendiendo rápidamente a usar el bastón, siguiendo la ruta de un tranvía que no transitaba la ciudad desde hacía más de cuarenta años. Bajaron por Cuesta de Moras y el ciego le iba describiendo una ciudad que, a tempo de verbo, iba apareciendo en la mente tan dada a imaginar de Jerónimo.
-Aquí a la derecha está la Gran Fábrica de Cigarros..., aquí a la izquierda la Ebanistería y Carpintería...- Y Cada nueva descripción se unía a la anterior en una red urbana que tardó varios meses en completarse. Cuando por fin se detuvieron, estaban frente a la Plaza de la Artillería. Jerónimo abrió los ojos y sólo vio enfrente el gran edificio del Banco Central; volvió a cerrarlos y la Plaza de la Artillería reapareció en toda su magnificencia; miró hacia atrás con sus ojos cerrados y vio esa ciudad maravillosa que el anciano ciego le iba mostrando a pasos muy lentos y descripciones muy largas.
Era medio día, sintieron hambre y se despidieron para ir cada uno a almorzar a sus respectivos lugares. Ahí, frente a la desaparecida Plaza de la Artillería seguiría encontrándose un par de años más con el clarividente del pretérito.
Jerónimo abrió los ojos porque consideró que aún no se conducía lo suficientemente bien en la otra ciudad como para seguir conociéndola por su cuenta. Replegó el bastón que le regalaron y se dirigió a casa a través del palimpsesto urbano en el que viviría desde entonces.
-Consuelo, he conocido una ciudad que sólo se puede ver con los ojos cerrados-.
-Jerónimo, por favor!, déjate de babosadas y vení, que se te está enfriando el almuerzo-.
Pero él estaba tan excitado con el hallazgo que insistía en narrar y narrar con su boca atiborrada de comida y levantándose a cada rato para enseñarle a su hermana cómo se caminaba viendo con un bastón, y comenzó a caminar con los ojos cerrados por el corredor de la pensión. Las muchachas estaban fascinadas con la nueva ocurrencia de Jerónimo y aprovechaban para atravesársele a propósito y chocar con él. Él no caía en cuenta de la broma, decía "perdón" y continuaba intentándolo, pero las muchachas se le paraban enfrente y apuntaban bien para chocar directamente boca a boca con él y "robarle un beso". Jerónimo entonces alargó su brazo para ver también con sus dedos y una de las muchachas ideó otra broma: se sacó una de sus desmesuradas tetas y esperó que la mano vacilante de Jerónimo se la agarrara, lo cual sucedió con precisión de topógrafo. Él se detuvo, tanteó un instante aquella mar gelatinosa entre su mano, su envoltura tersa y tibia, su cúspide, cima del mundo donde un navegante demente creyó hallar el Paraíso Terrenal; la identificó, la soltó y cambió su derrotero hasta que la aguja de as-trolabio del bastón lo condujo de regreso al puerto de partida de su almuerzo. Abrió los ojos y vio la carcajada de Consuelo y su aplauso entusiasta por lo bien que se desenvolvía su hermano con el bastón blanco. Las muchachas querían seguir jugando, pero la bromista no tuvo más remedio que volver a guardarse el mundo en su sostén: Jerónimo ya estaba hablando de otra cosa.
Desde la noche de ese día, los músicos del calipso siguieron visitando la pensión. Esa primera vez llegaron invitados por el amigo nuevo y se quedaron hasta muy tarde; conocieron a Consuelo y a las muchachas y cuando fueron a cobrar, la dueña armó un escándalo porque ella no los había contratado; insistió férreamente en que cómo se les ocurría hacerle caso a un loco que ni plata tenía para pagarles. Pero los músicos eran pocos y esa noche cobraron en especie sus honorarios: varias muchachas se ofrecieron de muy buen grado a pagar generosamente por la música. Jerónimo no se enteró porque a esa hora ya dormía profundamente y nunca supo por qué sus amigos le quedaron eternamente agradecidos.
Autor: Fernando Contreras Castro