Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
De cuando los duendes invadieron la casa de los campos.
De cuando los duendes invadieron la casa de los campos.
Descripción de la imagen 5
Es una caricatura de un padre católico con sotana que corre tras una criatura que asemeja un diablillo. Y cerca del padre unos Ángeles y duendes lo acompañan
El verano se nos vino de sopetón, por dicha: tanta agua nos tenía arrugados. Cuando se despedazaron los nortes comenzamos las tratadillas inocentes, no
de mala intención sino de alborota miento, como respuesta explicable a la alegría que nos habitaba.
En la casa de los Campos, lindantes por los traseros, solar contra solar, con la nuestra, el desbarajuste lo produjeron los duendes y no el diablo ni las
brujas, pese al runrún.
Si los mayores atribuyeron el descalabro a los demonios, por cercanía de comportamiento, los niños aseguran, también por inmediación, que eran los duendes
es decir: los grandes con los grandes y los pequeños con los pequeños.
Nos enteramos, mis hermanillos y yo, de lo que pasaba donde los vecinos, por el chorro de decires creciente del pueblo entero y el murmullo casi grito
a rebato, de que esa casa había sido castigada con un embrujo, maleficio o hechizo: la había ocupado, era voz de curso legal, el demonio.
El mérito, la escala nunca agotable de su ignorancia, se lo atribuían los mayores a los grandes: el diablo y sus secuaces. Los carajillos, como siempre,
letra menuda, mantequilla. Un cero a la izquierda.
Puede que la calificación tomara ese curso por menos-precio: los chiquillos no cuentan. Pero en el caso particular de la casa de los Campos se purgaban,
se decía los grandes siempre inventan, exageran y nunca aciertan los pecados múltiples del viejo Campos que, haciendo a un lado lo guaruza, era más jugado
que el cero seis en cuestiones de faldas y sus contenidos.
Si eso fue así derivo el acontecimiento puede atribuirse a que los duendes quisieron hacer causa común con los Campillos, jorobando hasta la exasperación
al viejo Campos, por el maltrato que les acomodaba cuando aparecía borracho: los pequeños nunca inventan, ni exageran y casi siempre aciertan.
Desde que el mundo fue hecho a los sacrificados duendes se les arrincona y no se les permite acrecentar su curriculum dándoles la pelota. Es decir, no
son más duendes ahora que en sus orígenes, siendo el diablo cada vez más diablo, lo que no deja de ser una injusticia.
Y lo de la jornada solidaria en casa de los Campos no debe tomarse bajo la mira de la venganza, pues los duendes no suelen hacer eso: tienen naturaleza
sobrehumana. Fue digamos, una simpática diversión, una chiquillada, para ser más precisos.
La casa de los Campos, quedamos, estaba enduendada y es oportuno el momento de aclarar: los duendes no son dioses, ni del bien ni del mal. Simplemente
son espíritus incorpóreos, figuritas familiares traviesas, guardianes de los tesoros ocultos. Genios luminosos del aire: su inobservada presencia satura
el ambiente de dulzura y bondad.
Pero quien le da cigüeña al contrapunto de la vida se tiene sus mañas: los niños pueden verlos, jugar con ellos entrar en conversona, pasear juntos por
los prados, jardines y campiña y, a veces, hasta perderse. (El niño que se pierde aparece al rato y los grandes aseguran que fue llevado por los duendes
y en eso no dejan de tener razón, aunque lo acierten por pura casualidad).
Los mayores se hacen cruces cuando los niños ríen y hablan solos, por miedo a los duendes y ese temor es un yerro
Garrafal: ellos tienen su mejor protección. Los mercadeados ángeles de la guarda son aprendices de silabario, pues los duendes, desde siempre, han sido
los espíritus protectores de la caterva infantil.
Cuando la descarga de la batería duenderil les cayó a los campos, estos se saturaron de espanto. Los duendes hicieron pista de baile sobre las artesas
del pan casero, que amanecían imposibles: huellas de patas minúsculas en la mesa lista para hornear, tierra, ceniza, basurillas sobre los panes, hogazas
tiradas por todas partes, mezcla de harina, mermelada, queso en polvo, miel de abeja, rojo vegetal, amarillo huevo, mantequilla, margarina, caramelo,
clara de huevos, sobre las paredes, el piso, el cielo raso, mostradores, estantes, urnas; combinaciones absurdas de ingredientes: azúcar revuelta con sal,
harina con levadura, queso en polvo con anís y maní molidos, etcétera, etcétera, etcétera. Analizando serenamente lo sucedido y partiendo de que los duendes
no suelen hacer torerías bajo techo durante las noches, pues consumen éstas en rondas interminables, cantando y riendo hasta el batir de las alas del gallo,
pues temen la claridad y la mirada humana los humanos, por su parte, no los ven. Solamente distinguen su aura luminosa, calificada por ignorancia de fuegos
fautos es seguro que los de los campos hayan sido esos mismos duendes trasnochadores, actuando adheridos al sufrimiento de los campiollos
Por las agresiones constantes del viejo campos cuando sus borracheras, venidas a mas en los últimos días.
El móvil del operativo, más o menos claro ahora, terminaba al amanecer, después de dejar mordisqueados, uno por uno, todos los panes listos para la venta
del día recién nacido. Y su actuación bajo techo no extrañaría en el curso del día: a veces, más por divertimiento, despliegan sus artes en las escuelas,
donde asisten en su obligación de guardianes de los niños.
Si la maestra les contara cuentos a los alumnos, no ocurrirían los actos de indisciplina comunes en las aulas.
Pero ellas consideran que eso es perder el tiempo, necesario
De ocupar en lo que los grandes llaman preparación académica. El cuento es literatura y la literatura a la cesta de los papeles inútiles.
Los chiquillos y los duendes como corolario se aburren hasta el cansancio. Se entretienen, entonces, sembrando el desorden. En la diversión ocupan el papel
dirigente los duendes: lanzan tizazos contra el pizarrón, le halan las trenzas a las chiquillas, les meten un cocacho a los más pequeños, zancadillean
a los grandecillas, tiran bodoques en todas direcciones, vuelan avioncitos, queman nenes de poro, hacen piruetas delante de la maestra, ejecutan sonidos
guturales que dan la impresión de venir de otra parte, ponen apodos, pellizcan, saltan, bailan, etcétera. En resumen, lo que los educadores denominan falta
de educación hogareña que no es otra cosa que aburrimiento.
Cuando castigan a los niños, colocándoles de pie en posición de firmes hasta que termine la lección, los duendes intervienen en su favor: no obstante su
seriedad se deshacen en carcajadas, contorsionándose cómicamente. La maestra, desesperada por su impotencia, termina por despacharles hacia sus casas.
Y no se entera los grandes no tienen esa capacidad que los causantes del estallido fueron los duendes: a horcajadas sobre las orejas de los chiquillos,
introducen en sus narices briznas de hierba seca o hacen cosquillas en los pescuezos o axilares.
El caso de los Campos dejó en paños menores la instrucción de los grandes. Influidos por la sarta de mentiras milenarias de los tratadistas, desde los
escolásticos redivivos hasta los materialistas persignantes, todos atiborrados de un abisal terror a lo sobrehumano, trajeron al tapete, sin conocerlas,
las sagas escandinavas, aderezándolas como los Campos el pan casero con viejas historietas de germanos, celtas, lituanos, letones, prutenos, judíos, etcétera
y bajándoles el piso a los sufridos y minimizados duendes, que son, simplemente, pese a lo que esas majaderías pregonan, espíritus traviesos incapaces
de hacerle un mal a nadie.
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Porque el chorro de vecinos, como un eco pasado de tragos, atribuía a los duendes las trastadas y al diablo la hegemonía, entremezclando, cosa absurda,
diablos y brujas con ellos y haciendo un revoltillo apestoso.
Ignoran los grandes que una cosa son los diablos y las brujas, y otra los duendes y su parentela de elfos, nomos, trasgos, genios, silfos, enanos, todos
sinónimos de inocencia, candor, bondad, buenas intenciones e instrumentos para que los chiquillos cepillen el aburrimiento de las normas de conducta vacuas
impuestas por los grandes, llamados, yo no sé por que pues no son frutas, gente madura.
El agua no llegó al río. Se trajeron al cura párroco con el fin de que espantara al diablo y su hechizo aspergiando agua bendita y regando latines por
todas partes. Los grandes, con gran unción, seguían el curso de la ceremonia del exorcismo, pronunciando, como un eco mocoso, los amenes, orapronobis,
dominusvobiscum, seculaseculorumes, impulsados más por miedo que por fe.
Cuando el cura párroco hisopeó el agua en cada uno de los rincones, surgió de todas partes, estereofónicamente, un atchiiís estruendoso, como si hubiera
catapultado la casa entera.
El demonio acaba de abandonar la casa dijo el cura. Alabado sea el Señor
Y el estruendo no fue otra cosa que estornuditos sumados de millones de duendecillos, calados de agua bendita huesos y próximos a pescar un catarro por
la mojazon.
A la mañana siguiente para terminar el cuento el taller artesanal de panadería de los Campos amaneció patas arriba, como de costumbre. Al sortilegio le
entró la extrilla que se ganó el cura por un oído y le salió por el otro. El diablo venció a Dios dijo algún beato, persignándose con la velocidad de un
rayo.
A mis hermanillas y a mí, mientras tanto, nos entraronganas de molestar: todo se contagia aunque uno no quiera. La víctima fue el abuelo: cuando se aprestaba
a echarse una orinada le escondimos la bacinilla. El no pudo vernos, es lógico y ya lo dije: los duendes somos invisibles para los humanos grandes.
(francisco Zúñiga)