Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
Yo anduve con un zombi.
yo anduve con un zombi. WALLACE inez
yo anduve con un zombi. WALLACE inez
YO ANDUVE CON UN ZOMBI
INEZ WALLACE
H
aití, esa oscura y misteriosa isla, en la que han surgido figuras tan
increíbles como Christophe —el Napoleón negro—, de fama mundial; donde
los ritos del vudú unen al hombre con lo sobrenatural de tal forma que
escapa al entendimiento... Haití nos ofrece aún otro fenómeno que
confunde a los grandes pensadores y científicos de nuestros días.
Cuando visité la isla por primera vez y escuché las historias que voy
a relatar, me negué a creerlas.
No culparé a nadie por dudar al término de este relato. Pero hoy en
día, expresado fríamente en los libros de leyes de la República, se
reconoce oficialmente la existencia de una práctica de magia
metafísica, posiblemente la más repugnante que se pueda imaginar.
El artículo 249 del Código Penal de Haití, establece lo siguiente: “Se
calificará de intento de asesinato el empleo de sustancias químicas
contra cualquier persona a la que, sin causarle la muerte, se le
produzca un coma letárgico más o menos profundo. Si, después de
haberle administrado tales sustancias, la persona fuera enterrada, el
hecho será considerado asesinato, sin tenerse en cuenta el resultado
que se derive de ello”.
Sencillamente: es asesinato enterrar a una persona como si estuviera
muerta, y posteriormente sacar su cuerpo para que viva otra vez (al
margen de cualquier resultado).
Y se promulgó esta ley porque se ha comprobado una y otra vez que las
artes misteriosas de la población negra de Haití han conseguido que
los muertos salgan de sus tumbas y lleven una existencia de esclavos
sin alma, moviéndose como cuerpos sin inteligencia individual.
Estos cadáveres vivientes son llamados zombis.
No son espíritus o fantasmas espectrales, sino cuerpos de carne y
hueso que han muerto, pero se mueven todavía, andan, trabajan y,
algunas veces, hasta hablan.
El gobierno prefiere decir que se trata de gente drogada, enterrada y
desenterrada. Pero pasa el tiempo y no queda más remedio que admitir
la existencia de los zombis como una realidad.
Cuando oí hablar de ellos por primera vez, cada palabra que escuchaba
me provocaba una sonrisa de incredulidad. Después he llegado a
considerar la misteriosa leyenda de los zombis (los muertos sacados de
sus tumbas y obligados a trabajar para los vivos) como algo más que
una leyenda.
Creo —porque lo he sabido a través de fuentes incuestionables— que han
ocurrido estas cosas y que siguen ocurriendo hoy día, a no muchas
millas de nuestros supercivilizados Estados Unidos, en la mágica y
misteriosa isla de Haití. He escuchado fantásticos relatos de hombres
y mujeres blancos, de cuya palabra no puedo dudar, y he leído aún más
en cierto libro sobre los zombis.
¿Qué poder psíquico hace posible que estos cuerpos muertos se muevan,
actúen, caminen y bailen como si estuvieran vivos? Y, ¿qué superpoder
puede hacer incluso que hablen en algunas ocasiones?
Desde la misteriosa isla de Haití llegan muchas otras historias de lo
oculto, místicos relatos sobre vudú, magia negra, hechizos,
maldiciones y magnetismo animal.
En los oscuros anales de esta misteriosa isla aparecen extraños ritos
vudú, y el culto al negro macho cabrío y a la blanca cabra florece
hasta en las ciudades más populosas de Haití. El vuduísmo está
prohibido por la ley, pero incluso los emperadores negros de la isla
lo han practicado y temido.
Pero el fenómeno que los nativos temen en mayor grado (y no sólo los
ignorantes nativos corrientes, sino negros cultivados e incluso
doctores del vudú, que creen ser todopoderosos) es el terrorífico
zombi.
Porque el zombi y la magia sobrenatural que en él subyace, están más
allá aún del entendimiento de los doctores del vudú, con todos sus
negros ritos.
Y este miedo supersticioso al zombi y todo cuanto se relaciona con
estas personas muertas está plenamente justificado.
Los haitianos mantienen que actualmente hay zombis trabajando en los
campos de caña, alrededor de las solitarias mansiones de la isla, y
algunos dicen que estos misteriosos trabajadores muertos existen
también en las ciudades más pobladas. Uno puede reconocerlos porque,
excepto en raras circunstancias, nunca hablan y siempre miran al
frente fijamente. Si no se está seguro, podemos cerciorarnos
ofreciendo al sospechoso algo de comida salada, “porque el zombi no
puede probar la sal”, e inmediatamente sabrá que está muerto, haciendo
regresar su cuerpo viviente a la tumba, no importa dónde esté ésta, ¡y
nadie podrá detenerlo!
No hace muchos años, cerca del famoso Port—au—Prince, ocurrió un
incidente que inmediatamente me recordó a los zombis. Un hombre
blanco, que estaba pasando una mala racha y había llegado a Haití con
el nombre de George MacDonough, se enamoró de una joven nativa de
color, finalizando su amor por ella cuando una muchacha blanca se
enamoró a su vez de él. Así fue como abandonó a Gramercie por Dorothy
Wilson, y se casó con ella.
Pero no había terminado aún con Gramercie, cuyos feroces y primitivos
celos resultaron algo que era mejor evitar. No llevaba aún un año de
casado, cuando su joven esposa cayó misteriosamente enferma y murió.
Dos noches después de su entierro se descubrió que su tumba había sido
removida, pero no de una forma tan evidente como para justificar una
investigación.
Seis meses después, una misteriosa historia comenzó a propagarse por
Port—au—Prince. Se decía que en las horripilantes y mágicas laderas de
Morne—au—Diable, próximas a la frontera dominicana, había un grupo de
esclavos formado por zombis. El rumor corrió y corrió, y de pronto un
nuevo misterio se unió a aquella historia, cuando se supo que había
una mujer blanca trabajando en el campo de caña. George MacDonough oyó
la historia, al igual que otros muchos colonos americanos.
Como sus compañeros, se rió al principio. Pero luego empezó a pensar
en la tumba profanada de su esposa. En su momento aquel hecho no le
había sugerido nada, pero ahora, ¿tendría alguna relación con estos
rumores? Se asustó, dominado por los nervios, al recordar que la
vengativa Gramercie era del mismo distrito del que procedía la
fantástica historia.
Movido por un repentino impulso, se dirigió al interior, hacia
Morne—au—Diable, llevando con él un fiel guía negro y dos amigos.
Partió por la noche, en secreto, sin que se trasluciera nada de la
expedición. Su llegada al campo de caña de Gramercie resultó una
completa sorpresa para su antigua novia morena.
Pero la terrible escena que presenció en aquellos campos introdujo la
locura en su corazón, y Gramercie huyó aullando de terror hacia la
selva, tratando de escapar a su venganza. “Porque en los campos,
trabajando con los esclavos negros, ¡se hallaba el cadáver de la
esposa de George MacDonough!” Antes de su llegada, Gramercie, oculta
por las altas cañas, había estado haciendo extraños pases en el aire.
Cuando se dirigió hacia su esposa, los azules ojos de ésta le miraron
sin comprender, sin reconocerle. Y al ver que sus repetidos gritos no
conseguían respuesta alguna de ella, acabó por entender. A la caída de
la noche llevó consigo su cuerpo de muerto—viviente a casa. Y de
nuevo, al anochecer, al cementerio. Abrió su tumba y le dio a comer
sal, viendo cómo caía a sus pies, ahora ya realmente muerta.
Después, George MacDonough inició la búsqueda de Gramercie, pero ya
era demasiado tarde para poder vengarse él mismo, porque los nativos
temen a los zombis y a quienes les obligan a trabajar más que al
hombre blanco, y enterados del crimen, antes de que MacDonough pudiera
llegar a Morne—au—Diable para matar a la bruja que había utilizado con
su poder el cuerpo de su esposa muerta, ellos mismos —su propia gente—
la habían asesinado brutalmente.
. . . . . . . . . .
Un hombre de edad, al que llamaré mayor Hemingway, me dijo que
cualquier blanco que haya vivido en Haití, relacionándose con la
misteriosa vida de los nativos, dudaría mucho antes de decidirse a
negar la existencia de los zombis.
—¿Sabe? —me dijo—, una vez que se está fuera de Haití, todas estas
cosas vuelven a uno. Para quien nunca ha estado allí, todo resulta
demasiado increíble. La mayoría de la gente tiene un miedo ancestral
al vudú, porque ha sido practicado incluso aquí, en el Sur de los
Estados Unidos. Aunque esto de los zombis parece más difícil de creer,
pero existen, lo sé.
Y me relató la siguiente historia:
“Una vez, durante una sublevación nativa, estaba yo instalado en el
distrito de Morne—au—Diable (un territorio montañoso donde los nativos
son tan ignorantes y supersticiosos como sólo los negros pueden llegar
a serlo, y donde florece el vudú.) Una noche, una bonita muchacha
negra vino a pedirme que la ayudara.
Parece ser que dos semanas antes su hermano había muerto y había sido
enterrado, pero ahora ella pretendía haberlo visto trabajando en la
casa de un tal Ti Michel, un pequeño granjero que vivía no muy lejos
de donde yo me había instalado.
Había oído hablar de los hechizos y maleficios del vudú, habiendo
llegado a creer en ellos, pero esto era algo nuevo para mí.
Yo le dije:
—¿Qué puedo hacer?
Ella sonrió misteriosamente y me alargó un paquete de azúcar cande
(una clase de mezcla parecida al caramelo.)
—Mañana —dijo—, vaya donde Ti Michel. En los campos verá hombres
trabajando la caña. Los hombres estarán mirando fijamente al frente,
con la mirada vacía, sin hablar. Deles el azúcar cande.
—¿Qué bien les puede hacer el cande?
—Déselo y verá. El cande encubre sal.
Bueno, ya se había despertado mi curiosidad lo suficiente para hacer
lo que me pedía, y lo hice. Al día siguiente di una vuelta por la
hacienda del viejo Ti Michel y descubrí que éste me miraba con gran
suspicacia. Miré un poco a mi alrededor y finalmente recorrí sus
campos de caña. Durante todo el tiempo él me observaba como lo hace el
gato con el ratón. Me acerqué a la fila de hombres que cavaban, y él
vino tras de mí.
Entonces, de repente, le llamó su hijo desde otra parte del campo,
porque tenía problemas con uno de los trabajadores, y yo me quedé a no
más de tres metros de dos hombres y tres mujeres que estaban
trabajando. Rápidamente me dirigí a ellos, les hablé, les toqué. No me
contestaron, pero se enderezaron cuando les toqué.
¡Nunca olvidaré sus ojos! Era como si mirasen el interior de un viejo
pozo en medio de la noche, ¿entiende lo que quiero decir?
Bueno, les di el azúcar cande, lo tomaron y empezaron a chuparlo.
Entonces llegó Ti Michel corriendo hacia mí; había visto que estaba
dando algo a sus trabajadores y empezó a chillar:
—¿Qué les ha dado? ¿Qué les ha dado?
No tuve la oportunidad de responder. De repente, aquellos trabajadores
lanzaron un grito horrible, arrojaron sus herramientas y se volvieron
rápidos hacia la pequeña ciudad cerca de la cual estaba yo instalado,
comenzando a marchar en fila de a uno fuera del campo. Ti Michel me
miró sólo durante un instante; después empezó a correr en dirección
contraria. Nunca se le volvió a ver, pero dos semanas más tarde
alguien comentó que habían encontrado una camisa manchada de sangre
identificada como suya. Estos nativos tienen su propia forma de
encargarse de la gente como Ti Michel.
Bueno, yo estaba muy interesado en los zombis, así que los seguí.
Llegaron a la ciudad; la gente chillaba y corría por todas partes.
Algunos corrieron en dirección al cementerio, hacia el cual iban ahora
los zombis tan rápidos como podían.
No los pude alcanzar; los perdí. Cuando llegué al cementerio, vi un
grupo de negros medio histéricos cavando frenéticamente en cinco
tumbas, y cerca de los túmulos descubrí unos montones informes,
negros. (¡Ahora, afortunadamente, los zombis ya estaban muertos!).
No espero que lo crean, pero yo lo vi.”
. . . . . . . . . .
La historia de los bailarines zombis de Port—au—Prince es interesante
desde el punto de vista de que arroja alguna luz sobre los terribles
ritos mágicos concernientes a la vuelta desde la tumba de los muertos
para trabajar en los campos de caña.
Una mujer negra llamada Bretéche llevaba un local donde se daban
exhibiciones de baile, a muy poca distancia de Port—au—Prince. De
educación bastante esmerada, era conocida por haber estado relacionada
con los escenarios desde su infancia, y porque durante cierto tiempo
la gente blanca había frecuentado su establecimiento.
Ahora ya sólo acudía el elemento negro, y ella se convirtió en noticia
por su audacia, pues no se le ocurrió otra cosa que revelar los ritos
secretos del vudú en el escenario. De pronto comenzó a circular un
rumor: “ ¡La Bretéche tiene zombis bailando para ella!”
Una investigación oficial reveló la existencia en su casa de siete
figuras misteriosas que bailaban a sus órdenes, siguiendo cada
inflexión de su voz, pero sin ninguna respuesta emocional, moviéndose
sólo de manera automática. Jamás se había oído hablar a alguno de los
extraños bailarines. La Bretéche fue llamada a declarar.
A todas las preguntas que se le hicieron respondió no haber cometido
asesinato, puesto que sus bailarines ya estaban muertos. Dijo que sus
bailarines habían sido enterrados y que ella los había desenterrado
para ayudarles, y ahora ellos la ayudaban a ella.
—¿Qué hizo usted?
—Primero hice una figura de barro, así... —Y les mostró de forma
rudimentaria cómo la había hecho. Una figura de barro parecida a un
hombre—: así... —Y levantó y sostuvo una imaginaria figura de barro,
empezando a darle aliento, susurrando a la vez una curiosa especie de
ritual.
Luego miró hacia arriba y dijo:
—Después dije: baila, y ellos bailaron para mí.
Los blancos cultos admiten la existencia de los zombis, igual que lo
hace el gobierno. No obstante, éste teme implicarse en cualquier
explicación de origen psíquico. En otras palabras, el gobierno de
Haití dice: “¿Zombis? Sí, existen; pero no podemos dar una
explicación. Forman parte del misterio de Haití.”
Una respuesta oficial, en efecto. Pero no puede convencerme de que no
hay realmente muertos vivientes trabajando en los campos de caña de
Haití.
I WALKED WITH A ZOMBIE
Inez Wallace
Trad. Miguel Hernández
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3