Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera
La momia.
Ventura García Calderón.
La momia.
Nadie supo exactamente por qué desengaños de política abandonó su diputación de Lima don Santiago Rosales y vino a su apartado feudo serrano a vivir definitivamente
en la hacienda de Tambo chico, en compañía de su extraña hija, Luz Rosales, una belleza de postal que asombraba a los jóvenes de la sierra por el esplendor
de la cabellera rubia. Para nuestras razas morenas el rubio ha sido siempre un atributo misterioso. Rubios son los Cristos y el primer rey mago que en
los nacimientos infantiles de diciembre avanza hacia una cuna entre corderos. La comarca entera sintió simpatía temerosa por Luz Rosales; mas nadie quiso
muy bien a su padre, aquel hidalgo trujillano y severo que blandía al caminar el chicotillo.
Tambo chico, denominado así con modestia orgullosa por algún español perdonavidas, es la más dilatada de las haciendas del valle y encierra en sus términos
fertilísimos un río, dos montañas, una antigua fortaleza y necrópolis de indios que llaman la huaca grande. Está en el centro del valle, irguiéndose sobre
la colina con sus nidos de lechuza, siniestra por sus obscuros pasadizos, en donde ningún peón quiere extraviarse. Un camino secreto lleva acaso hasta
el río; y es fama que por allí escaparon los emisarios de Atahualpa.
Llegaban, según la tradición, con sus talegos de oro cuando supieron la ruina del Imperio. Allí quedaron las barras de metal a lo largo de los corredores
subterráneos, dispuestos en aspas de molino como los rayos del sol en las vasijas indias. Sería posible tomarlo sin la vigilancia de las lechuzas que están
previniendo el robo con sus silbidos. Las momias de los generales indios allí enterrados se despiertan si alguien quiere violar las tumbas; y más de una
vez se ha escuchado en la alta noche el ruido de sus mandíbulas al chacchar la coca amarga con esa masticación interminable de los indios peruanos. Por
eso el día que don Santiago Rosales, empedernido coleccionista, quiso completar su serie, ningún indio neto obedeció. Sólo empleando peones venidos de
la costa pudo ir trayendo de la huaca grande, a lomo de mula, los utensilios de oro con que enterraban los indios a sus muertos: vasijas negras con dibujos
de lluvia, los dioses orejones que sonríen dilatadamente llevando en sus manos agarrotadas los rayos del Padre Sol o un vaso de chicha; y en fin, las momias
admirablemente conservadas, las momias de actitud sumisa y adolorida, con sus cabellos lustrosos y los dedos enclavijados sobre el pecho, de rodillas ante
Huiracocha.
Ningún indio del valle se atrevió a oponerse al desacato. Cuatro siglos de espanto les han hecho aceptar la peor tragedia, suspirando. Pero en la noche
acudían a la choza de la vieja Tomasa, que era bruja insigne, para pedirle amparo y venganza. Durante cuatro siglos —colonia española y república peruana—
nadie fue osado a buscar momias en esa fortaleza arruinada. Quizá, en las huacas pobres de los contornos rebuscaban los avaros mercaderes, para venderlos
en Lima a los extranjeros de tránsito, esos caracoles barnizados de negro, esas serpientes de barro cocido por cuya boca canta el agua, o los más raros
modelos de colección, porque la imagen obscena era vedada en el Imperio, los platos negros en cuyo fondo una pareja de indios está fornicando desfachatadamente.
Todo ello es simple atributo del muerto para que al despertar a mejor vida pueda morder unos granos de maíz, beber chicha del cántaro y masticar la coca
que le dé fuerzas para seguir su ruta hacia el Padre Sol, más allá del Lago Titicaca. Pero las momias, no; las momias son sagradas. Don Santiago Rosales
iba a arrostrar el poder de Tomasa la hechicera.
Durante quince días con sus noches este poder pareció fallar. Con infinitas precauciones, comprándolos a precio de tambo, que es leonino, pudieron procurarse
un pañuelo del hacendado y sus cabellos, imprudentemente arrojados por el peluquero. Todo ello, unido a extraños menjurjes, sirvió para componer un muñeco
de regulares proporciones que llevaba en el pecho un corazón visible como en los detentes que regalan los misioneros. Y en el centro del corazón, después
de haber investigado, por la amargura de la coca mascada en común, si la suerte sería favorable, clavaron todos, llorando, uno de esos alfileres rematados
en cuchara de oro con que cierran el manto las mujeres. Un sapo hinchado agonizaba allí, junto a los candiles, y el murciélago del muro, prendido por las
alas, abría y cerraba un pico triste. Entonces, una lamentación sumisa, tétrica, a los poderes infernales comenzó por boca de la hechicera: “Mama coca,
mamitay, te pido por el diablo de Huamachuco, por el diablo de Huancayo, por todos los diablos rabudos…”
Hasta las altas horas las quenas del valle parecían alegres anunciando que la aurora vería la redención de la raza vencida.
Pero al día siguiente estaban don Santiago y su hija a caballo dirigiendo los trabajos de excavación en la fortaleza. De lejos la cabellera rubia de la
“niña Luz” relucía deslumbradoramente. Los indios apartaron de ella la vista con temor visible.
Todo el santo día vieron pasar a lomo de llama las momias renegridas de larga cabellera colgante. Por la elegancia de los vasos y las telas que circundaban
los despojos, por las llamas de oro (con el lomo horadado para la coca incinerable), se adivinaba que allí hubo gente principal, jefes militares o príncipes.
Pero don Santiago no estaba satisfecho con sus hallazgos. Era una momia de mujer lo que buscaba, una momia de princesa antigua que fuera la mejor pieza
de su colección. ¡Si excavaran más lejos, en uno de esos subterráneos clausurados con arena endurecida! Entonces dos indios muy viejos salieron al encuentro
del amo, llevando las monteras en las manos y persignándose la boca antes de hablar para purificarla. Con sollozos y ademanes sumisos pidieron al taita
que dejara en paz a los muertos. ¿Quién mandaría llover sobre el maíz, quién haría prosperar la coca si todos los antepasados se alejaban del valle y los
espíritus rencorosos se quedaban flotando sobre las casas nocturnas? El cura no podía comprender estas cosas, pero tal vez el amo sí.
En el salón de la hacienda a donde le habían seguido, gimoteando, los delegados advirtieron sobre las mesas las momias desenterradas y no las quisieron
mirar de frente. Prometían todo, como sus abuelos a los conquistadores; prometían sus cosechas y sus ganados si el taita ordenaba que se llevaran de nuevo
al sepulcro de la fortaleza las momias de los protectores del valle. Por toda respuesta el amo aludió al excelente chicotillo con que castigaba a los atrevidos.
No se supo si fue tal argumento o la belleza de Luz Rosales lo que operó el milagro, pues dos días después los mismos indios regresaron diciendo que prometían
indicar el sitio de los talegos legendarios. De generación en generación había guardado el secreto aquella familia de curanderos cuyo más viejo representante
vino arropado con un poncho violeta, llevando todavía, como los antiguos militares, un arete de plata. Para el día siguiente, domingo, fue la cita y el
domingo se bebió la mejor chicha de jora en Tambo chico. A las cinco de la madrugada, sin despertar a nadie en la casa, para que la sorpresa fuera mayor,
don Santiago se marchó a la fortaleza en compañía de los peones, que habían pasado, según dijeron, la noche entera en el tambo de la hacienda.
Encendidas las lámparas de minero, bajaron todos con el taita por los intricados corredores tallados alguna vez en el granito de la montaña. A la luz vacilante
se vislumbraban todavía las rojizas pinturas borrosas que representaban, con la misma ingenuidad de los huacos, un fragmento de victoria o la fiesta del
Sol. Fue preciso cavar donde indicaron hasta que el choque de la lampa reveló la barra de plata que cerraba el largo socavón. Dos horas trabajaron afanosamente
para levantar una lápida que dejó abierto el forado, lleno de calaveras. Comenzaba allí un pasadizo de piedras embutidas unas en otras con tan perfecta
ensambladura como las del templo del Sol que está en el Cuzco. A medida que caminaban por él iba ensanchándose, y en los rebozos de las piedras talladas
como zócalos vieron dispuesta, para asombro del transeúnte, una portentosa colección de vasos antiguos. Don Santiago no cabía en sí de gozo delirante.
Era un estupendo museo de huacos. ¡Ni en Berlín tenían cosa igual!
El piso de piedra desaparecía bajo los tapices de colores que ostentaban con rigor geométrico e ingenuidad llena de gracia perfiles de pumas, llamas sentadas
o esos ojos circundados de alas que indican, en pinturas y vasos, la rápida vigilancia del amo. De cuando en cuando, como para aterrar al audaz, un ídolo
afianzaba en la mano su flecha, más alta que una lanza. Estaba pintado de azul y rojo, pero su faz serena reposaba con nobleza regia. Al torcer de un corredor
una luz verdosa iluminó la gruta del fondo. ¡Allí debía hallar el tesoro del Inca; los indios lo había predicho! Se divisaron las tinajas negras de barro
cocido, atestadas seguramente de barras de oro y plata, o de esas perlas de Sechura que buscaba la codicia del conquistador. Don Santiago corrió hacia
la escasa luz del día y se detuvo alborozado. ¡Una momia, la momia de mujer que deseara tanto, estaba allí custodiando el tesoro milenario!
Un grito espeluznante, despavorido, repercutió en la gruta, mientras los indios se contemplaban silenciosos e iban ya a jurar que ignoraban todo. Don Santiago
arrancó la linterna de manos del peón. La carátula de lana morena que cubría el semblante era el retrato ingenuo y tal vez irónico de Luz Rosales, con
los dos inmensos rectángulos azules que imitaban ojos en las momias. Destrozó entonces las cuerdas de esparto, las vendas de tejido blanco y negro, para
mirar el rostro desesperadamente. Acurrucada en actitud orante, con las manos en cruz, la rubia cabellera desparramada sobre el pecho muerto, estaba allí
su hija Luz Rosales, su hija, o por lo menos su imagen exacta y duplicada ya en los siglos. Estupefacto, enloquecido, salió al río por la abertura de la
peña, desgarrándose los vestidos en los zarzales, y corrió, corrió por la orilla para buscar a Luz en la casa de la hacienda, llamándola a gritos por el
camino. Pero Luz Rosales había desaparecido de Tambo chico y no pudo ser hallada nunca.
Algunos cholos liberales del “Club Progreso” explicaron más tarde al juez de primera instancia de la provincia que, robada en la noche por los indios,
la embalsamaron éstos, empleando los antiguos secretos del arte, que creemos hoy perdidos. Durante la noche habían macerado en grandes tinajas el cuerpo
de la momia rubia. Pero toda la gente del valle sabe muy bien que fue venganza de los muertos de la fortaleza. La prueba está en que desaparecieron las
momias de la casa cuando se llevaron a don Santiago al manicomio, y todavía, en las noches de luna, se las oye chacchar la coca nutritiva de los abuelos.
La momia.
Ventura García Calderón.