APRENDIENDO A QUERERSE A SÍ MISMO Para Fernando y Dora a quienes les debo, entre otras muchas cosas, la increíble experiencia de estar vivo. “En un polo de mi existencia formo una sola cosa con las piedras y los árboles. Allí tengo que reconocer el dominio de la ley Universal. Allí es donde nacen los cimientos de mi existencia. Su fuerza está en que se halla firmemente sujeta en el abrazo del mundo comprensivo, y en la plenitud de la comunión con todas las cosas. “Pero por el otro polo de mi ser estoy separado de todo. Allí yo soy absolutamente único, yo soy yo, yo soy incomparable. Todo el peso del universo no puede aplastar esta individualidad mía. Yo la mantengo a pesar de la tremenda gravedad de las cosas. Es pequeña en apariencia pero grande en realidad; se mantiene firme ante las fuerzas que quisieran robarle aquello que la caracteriza y hacerla una con el polvo”. RABINDRANATH TAGORE CONTENIDO Introducción................................................................... 11 1. Aprendiendo a quererse a sí sí mismo ............................................................ 15 2. Hacia un buen autoconcepto ............................. 25 Salvando el autoconcepto.................................. 34 3. Hacia una buena autoimagen............................. 41 Mejorando la autoimagen.................................. 54 4. Hacia una buena autoestima.............................. 59 Filosofía hedonista ............................................ 65 Autoelogio......................................................... 87 Autorrecompensa............................................... 99 No a los cultos ................................................... 105 5. Hacia una buena autosuficiencia ....................... 111 La percepción de incontrolabilidad ................... 117 El punto de control ............................................ 120 Los estilos atribucionales .................................. 125 El problema de la evitación ...............................128 Venciendo la baja autosuficiencia .....................135 A manera de epílogo ....................................................149 Otros títulos de esta colección .......................................155 INTRODUCCIÓN Un descubrimiento importante para la psico logía aplicada ha sido la observación demostrada de que determinados procedimientos de intervención pueden ser auto- administrados por los pacientes. Así visto, el papel del psicólogo puede ser considerado en parte como el de un administrador y facilitador de información, a la cual el paciente no siempre tiene acceso por las vías tradicionales de comunicación. Además de la intención evidentemente económica de las editoriales, existe la sana idea de que la autoayuda escrita puede ser un excelente medio para prevenir en la población general distintos tipos de patologías. Este libro precisamente intenta divulgar, en términos asequibles, información sobre la importancia de aprender a quererse y a cuidarse psicológicamente a uno mismo. Los hallazgos realizados en el campo de la psico logía experimental en la última década muestran claramente que la visión que se tiene de uno mismo es un factor determinante para generar vulnerabilidad o inmunidad a una serie de trastornos psicológicos como fobias, depresión, estrés, ansiedad, inseguridad interpersonal, trastornos psicosomáticos, etc. Una cantidad considerable de mis pacientes, y de los atendidos por mis colegas en diversos hospitales, clínicas y consultorios, necesitan más ayuda para prevenir que para tratar directamente los problemas. De manera similar, la población general también debe estar alerta sobre las posibles consecuencias del descuido psicológico personal y la forma de prevenirlo. Como se explica a lo largo del texto, la cultura ha orientado el aprendizaje social al fortalecer el amor dirigido a otros y ha olvidado que el prerrequisito para dar es la auto- aceptación. Es imposible entregar amor si no te quieres a ti mismo. Para la supervivencia de la especie humana es tan importante evitar los asesinatos y las guerras, como el suicidio y la automutilación. Desde pequeños se nos coloca un freno de emergencia, importante en las primeras etapas, y jamás se nos quita. Esta sujeción está formada por supuestas virtudes (el ahorro, la ambición, la modestia, el auto-castigo, la autocrítica, el autocontrol, etc.), que son definitivamente contraproducentes si se utilizan exageradamente. Si bien es cierto que algunas personas con propensión a excederse las necesitan para no caer en costumbres perniciosas de autodestrucción (droga, alcohol, etc.), una gran cantidad de gente podría soltar un poco el freno sin ningún tipo de riesgos, para vivir mejor y evitar caer en otro tipo de problemas psicológicos; por prevenir un mal, producimos otro. Si el cinturón está flojo, no amarra lo suficiente; pero si amarra demasiado, asfixia. Este libro va dirigido a aquellas personas que no se aman lo suficiente a sí mismas, que viven encapsuladas, emocionalmente constipadas, amarradas a las normas y obligaciones de manera rígida, extremista y desconsiderada para con ellas mismas. También va dirigido a los que sabían amarse a sí mismos y se han olvidado de hacerlo por los rigores de la vida y por las carreras desenfrenadas hacia el éxito y la fama consumista Las páginas siguientes están orientadas a exaltar la importancia del ser humano desde una perspectiva de crecimiento personal. Amarse a sí mismo de manera realista y sana es uno de los principales requisitos de la salud, en toda la extensión del término, y el mejor camino para expresar y comunicar afecto a las personas que queremos. WALTER RISO APRENDIENDO A QUERERSE A SÍ MISMO Q uererse a sí mismo es quizás el hecho más importante que garantiza nuestra supervivencia en un mundo complejo y cada vez más difícil de sobrellevar. Curiosamente, nuestra cultura y educación se orientan a sancionar el quererse demasiado. Hay épocas para el amor y decretos sobre lo que es de buen gusto y de mal gusto. Si decides felicitarte dándote un beso, posiblemente las personas que te rodean (incluso el psicólogo de turno) evaluarán tu conducta como ridícula, narcisa o pedante. Es mal visto que nos demos demasiado tiempo, nos contemplamos o nos autoelogiamos, se nos reprende: “Todos los excesos son malos”, se nos dice. Discutible. Algunos excesos nos recuerdan que estamos vivos. Nuestra civilización intenta inculcar principios como el respeto al ser humano, el sacrificio, el altruismo, la expresión de amor, el buen trato, la comunicación, etc., pero estos principios están dirigidos al cuidado de otros humanos. El autorrespeto, el autoamor, la autoconfianza y la autocomunicación no suelen tenerse en cuenta. Más aún, se considera de mal gusto el quererse demasiado. Si una persona es amigable, expresiva, cariñosa y piensa más en los otros que en ella misma, es evaluada excelentemente: su calificativo es el de “querida”. Si alguien disimula sus virtudes, niega o le resta importancia a sus logros, es decir, miente o se autocastiga, ¡es halagado y aceptado! No sólo rechazamos la autoaceptación honesta y franca, no nos importa que sea cierta o no, sino que promulgamos y reforzamos la negación de nuestras virtudes. Absurdamente, las virtudes pueden mostrarse pero no verbalizarse. Si tienes un buen cuerpo, se te permite utilizar tanga, minifalda o pantalones ajustados, pero se te prohíbe hablar de ello. Si las personas se autoelogian, así tengan razón, producen rechazo y fastidio. Esta política de no hablar bien de uno mismo en público, de nos ser exagerado en autorrecompensarse, de no darse mucho gusto, de disimular, de gran modestia, etc., termina por convertirse en un valor del que hacemos uso con demasiada frecuencia. La “virtud” de no quererse a sí mismo en público, se extiende a cuando estamos solos. Al intentar dejar afuera el egoísmo excesivo, no hemos dejado entrar el amor propio. Si el ser humano merece el respeto que se promulga por ser algo especial, eso debe hacerse extensivo a tu propia persona. Por evitar caer en la pedantería insufrible del sabelotodo, hemos caído en la modestia autodestructiva de la negación de nuestras virtudes. Por no ser derrochadores, somos mezquinos. Los psicólogos clínicos sabemos que este estilo de excesiva moderación hacia uno mismo. Es el caldo de cultivo de la tan conocida y temida depresión. Tienes el derecho a quererte y a no sentirte culpable por ello, a disponer de tu tiempo, a descubrir tus gustos, a mimarte, a cuidarte y a elegir. Desgraciadamente, nuestra estructura mental se va formando más sobre la base de la evaluación ajena que en la autoevaluación, y nos hacemos víctimas de nuestro propio invento. La autoinsensibilidad nos ha hecho olvidar aquellas épocas de la niñez cuando todo era impactante y gratificante. Estamos demasiado orientados “hacia afuera” (buscando la aprobación de los demás) y no gastamos el tiempo suficiente en autohalagarnos y en gustarnos. Nuestro sistema de socialización se ha orientado más a prevenir los excesos afectivos, conocidos por los especialistas como “manías” (autoestima inflada, demasiada confianza, etc.), que a los estados de tristeza y depresión causados por inseguridad, autoimagen y autoconcepto negativo. La suficiencia y la seguridad excesiva produce producen molestias. La inseguridad produce lástima. Por lo general, las personas tendemos a tomar partido por el más débil. La inmunidad al flagelo de la depresión sólo se logra si aprendes a quererte. Como las mejores cosas, necesitas un trato especial. No puedes permitir que se te lastime, ni darte el lujo de autodestruirte estúpidamente. Desde pequeños nos enseñan conductas de auto- cuidado personal: lavarnos los dientes, bañarnos, cortarnos las uñas, comer, controlar esfínteres y vestirnos. ¿Pero qué hay del autocuidado y de la higiene mental? No se nos enseña a querernos, a gustarnos, a contemplarnos y a confiar en nosotros mismos. Además, aunque algunos padres tenemos esto como un desiderátum, carecemos de procedimientos adecuados de enseñanza. Tampoco se nos enseña a enseñar. La imagen que tienes de ti mismo no es heredada o genéticamente transmitida. Tal como se desprende de lo dicho hasta ahora, es aprendida. El cerebro humano cuenta con un sistema de procesamiento de la información que permite almacenar un número prácticamente infinito de datos. Esa información, que hemos almacenado en la experiencia social, se guarda en la memoria a largo plazo en forma de creencias y teorías. De esta manera poseemos información de cosas u objetos, el significado de palabras, situaciones, tipos de personas, actividades sociales, etc. Este conocimiento del mundo, equivocado o no, permite predecir, anticipar y prepararse para enfrentar lo que vaya a suceder. Por ejemplo, si conoces a una persona que dice ser racista y miembro activo del Ku Klux Klan, puedes predecir cómo pensará y actuará frente a determinadas situaciones. Podrías anticipar su comportamiento ante una persona de color, lo que opina sobre el racismo y su posición frente a las tradiciones. Así como construyes una representación interna del mundo que te rodea, también construyes teorías y conceptos sobre ti mismo. La relación que estableces con el mundo no sólo te permite conocer el ambiente, sino también tu comportamiento frente a él. Estas experiencias de contacto con personas (amigos, padres, maestros) y cosas de tu universo material inmediato desarrollan una idea de cómo eres en realidad. Los fracasos y éxitos, los miedos e inseguridades, las sensaciones físicas, los placeres y disgustos, la manera de enfrentar los problemas, lo que te dicen que eres, lo que no te dicen, los castigos, etc., todo confluye y se organiza en una imagen interna sobre tu propia persona: tu yo o tu autoesquema. Puedes pensar que eres torpe, feo, interesante, inteligente o malo. Cada uno de estos calificativos son el resultado de una historia previa, donde has ido gestando una “teoría” sobre ti mismo. Si crees ser un perdedor, no intentarás ganar. Te dirás: “Para qué intentarlo, yo no puedo ganar” o “es imposible cambiar” o “no valgo nada”. Los humanos mostramos la tendencia conservado ra a confirmar, más que a desconfirmar, las creencias. Somos conservadores por naturaleza, y esta economía del pensamiento nos vuelve tozudos y llevados de nuestro parecer. Una vez establecida la creencia es muy difícil cambiarla. Nos resistimos a revisar nuestra manera de ver las cosas. Si configuras un autoesquema negativo, él te acompañará por mucho tiempo si no te esfuerzas en modificarlo. En resumen, lo que piensas y sientes acerca de ti mismo es aprendido y almacenado en forma de teorías llamadas autoesquemas. Hay autoesquemas positivos y negativos. Los primeros te llevarán a estimarte, los segundos, a odiarte. Nadie contempla y cuida una persona que odia. De manera similar, si la visión que tienes de ti es negativa, no te expresarás afecto, pues no creerás merecerlo. Si tu autoesquema es positivo y no lo alimentas, se desvanecerá. Algunas personas, en lugar de felicitarse, disimulan su alegría con un parco flemático: “No es nada” o “era mi deber”. La negación del reconocimiento personal es una forma de autodestrucción. En los autoesquemas se entrelazan cuatro aspectos fundamentales que, para fines didácticos, intentaré separar. En realidad, se fusionan en un todo indisoluble y conforman el núcleo principal de la autovaloración personal. Pueden convertirse en sólidos cimientos sobre los cuales podrás edificar un yo fuerte y seguro, o en la principal fuente de autoelimina ción y automenosprecio. Ellos son: el Autoconcepto (qué piensas de ti mismo), la Autoimagen (qué tanto te gustas), la Autoestima el autorefuerzo (qué tanto te premias) y la Autoeficacia (qué tanta confianza tienes en ti mismo). Son los cuatro soportes de un buen ego, o los cuatro jinetes del Apocalipsis. Si fallas en alguno, será suficiente para que tu autoesquema se muestre cojo o inestable. En ciertas situaciones, si uno solo de los jinetes se desboca, la “manada” entera puede seguirlo. Pese a que los autoesquemas negativos pueden destruirnos, los humanos mostramos la inexplicable tendencia a conservarlos y alimentarlos. La extraña conducta de mantener los autoesquemas a toda costa puede ser mortal para tu salud mental. Las personas depresivas, por ejemplo, muestran esta tendencia a confirmar lo malo. Si se consideran feas, descuidan su figura para corroborar así su fealdad; si piensan que son poco inteligentes, fracasan en los exámenes; si creen ser víctimas, juegan el papel de mártires o buscan el castigo; etc. Esta manera de confirmar la autoevaluación negativa, comportándose como si realmente fuera cierto, es muy común. Los psicólogos sociales han llamado a este mecanismo, generalmente inconsciente, profecías autorrealizadas. Si tu autoesquema está irracionalmente estructurado, distorsionarás la realidad. Te sentirás estúpido pese a ser inteligente, horripilante sin serlo, incapaz siendo capaz y, fi nalmente, intentarás castigarte por no creerte merecedor de una felicitación. Un aspecto interesante para señalar es que las personas con problemas de autoaceptación son demasiado “duras” con la autocrítica y “blandas” cuando critican a otra gente. En cambio, los sujetos que muestran una buena autoestima se protegen siendo más bien suaves a la hora de autoevaluarse. Un acto de suficiencia en beneficio propio. ¿Quién dijo que debíamos ser objetivos las veinticuatro horas” De ninguna manera estoy sosteniendo una actitud compulsiva a engañarse a sí mismo. Simplemente, pienso que a veces “hacer la vista gorda” frente a pequeños e insignificantes errores o defectos personales es útil para la salud mental. Es preferible una posición optimista de leve sobreestimación, a una actitud desgarradoramente pesimista con uno mismo y una actitud positiva para con otros. El amor empieza por casa. HACIA UN BUEN AUTOCONCEPTO “Ten el valor de equivocarte”. HEGEL La cultura nos ha enseñado a llevar un garrote invisible, pero doloroso, con el que nos golpeamos cada vez que equivocamos el rumbo o no alcanzamos las metas personales. Hemos aprendido a echarnos la culpa por casi todo lo que hacemos mal y a dudar de nuestra responsabilidad cuando lo hacemos bien. Si fracasamos, decimos: “Dependió de mí”; si logramos el éxito: “Fue pura suerte”. ¿Qué clase de educación es ésta, donde se nos enseña a hacernos responsables de lo malo y no de lo bueno? La autocrítica es buena y productiva si se hace con cuidado. A corto plazo puede servir para generar nuevas conductas, pero si se utiliza indiscriminada y dogmáticamente, genera estrés y es mortal para nuestro autoconcepto. El mal hábito de estar haciendo permanentemente “revoluciones culturales” interiores es una forma de suicidio psicológico. Algunas personas, por tener un sistema de autovaloración inadecuado, adquieren el “vicio” de autorrotularse negativamente por todo. Se cuelgan carteles con categorías generales. En vez de decir: “Me comporté torpemente”, dicen: “Soy torpe”. Utilizan el “soy un inútil” en vez de “me equivoqué” en tal o cual cosa. El autocastigo ha sido considerado, equivocadamente, una forma de producir conductas adecuadas. ¿Cómo se llega a tener un autoconcepto negativo? Una forma típica es a través de la autocrítica excesiva. Los humanos utilizamos estándares internos, esto es, metas y criterios internalizados (aprendidos) sobre la excelencia y lo inadecuado. Estos estándares se desprenden del sistema de creencias, valores y necesidades que poseemos. Una elevada autoexigencia producirá estándares de funcionamiento altos y rígidos. Sin embargo, si bien es importante mantener niveles de exigencia personal relativa o moderadamente altos para ser competentes, el “cortocircuito” se produce cuando estos niveles son irracionales, demasiado altos e inalcanzables. La idea irracional de que debo destacarme en casi todo lo que hago, que debo ser el mejor a toda costa y que no debo equivocarme, son imperativos que llegan a volverse insoportables. Colocar de manera absoluta la felicidad en las metas, es sacarla de tu dominio personal. Así, si la meta no se alcanza, se acaba el mundo. El poeta Runbeck dijo alguna vez: “La felicidad no es la estación a la cual hay que llegar, sino una manera de viajar”. Las personas que hacen del éxito un valor, que son extremadamente competitivas y manejan estándares rígidos de ejecución, viajan mal. Se han montado en el vagón equivocado. Quizás la felicidad no esté en ser el mejor vendedor, la mejor mamá, o el mejor hijo, sino en intentarlo de manera honesta y tranquila, disfrutando mientras se transita hacia la meta. Un nivel exagerado de autoexigencia genera patrones estrictos de autoevaluación. Si posees criterios estrictos para autoevaluarte, siempre tendrás la sensación de insuficiencia. Tu organismo comenzará a segregar más adrenalina de lo normal y la ansiedad interferirá con el rendimiento necesario para alcanzar las metas. Entrarás al círculo vicioso de los que aspiran cada día más y tienen cada día menos. Esta secuencia autodestructiva puede verse mejor en la siguiente gráfica: ESTÁNDAR IRRACIONAL CONDUCTA INSUFICIENTE AUTOEVALUACIÓN NEGATIVA ESTRÉS Los estándares irracionales harán que tu conducta nunca sea suficiente. Pese a tus esfuerzos, las metas serán inalcanzables. Al sentirte incapaz, tu autoevaluación será negativa. Este sentimiento de ineficacia y la imposibilidad de controlar la situación se producirán estrés y ansiedad, los que a su vez afectarán tu rendimiento alejándote cada vez más de las metas. Las personas que quedan atrapadas en esta trampa se deprimen, pierden el control sobre su propia conducta e indefectiblemente fracasan. ¡Precisamente lo que querían evitar! Para colmo, esta situación de “no escape”, de frustración e incontrolabilidad, las lleva a autocriticarse y autocastigarse despiadadamente; se convierten en víctimas de su propio invento. La consecuencia de esta especie de licuadora en cortocircuito es la pérdida del autoconcepto y la depresión. Cuanto más hagas del “ganar” un valor, paradójicamente más destinado estás a perder. A veces las personas pueden mostrar metas racionales para un observador desprevenido. Sin embargo, la auto- exigencia exagerada se mide en función de las posibilidades de cada uno. Si no posees las habilidades o los recursos necesarios para alcanzar las metas, la aspiración más simple se vuelve inalcanzable. En estos casos, la resignación y la revaluación objetiva y franca de tus metas y recursos es la solución. Desgraciadamente, si no ganamos, empatamos. Si eres demasiado autoexigente y autocrítico, utilizarás un estilo dicotómico. Esto quiere decir, de extremos. Las cosas sólo serán blancas o negras, buenas o malas. Verás la realidad con una especie de binoculares donde los tonos medios, los matices y las tonalidades no existen. “Soy exitoso o soy fracasado”. Absurdo. No hay nada absoluto. Todo depende del cristal con que se mire. Si aplicas este estilo binario de procesamiento, sin duda sobrevendrá la catástrofe. Te referirás a ti mismo en términos categóricos e inflexibles, como: nunca, siempre, todo y nada. Estas palabras deberían suspenderse de nuestra lengua y ser consideradas “malas palabras”. Lo único que generan es confusión y malentendidos. Como es de esperarse, si deseas fervientemente el éxito, el poder y el prestigio, temerás al fracaso. Este miedo te hará dirigir la atención más hacia las cosas malas que hacia las buenas, con el fin de “prevenir” los errores que tanto temes. Dicho de otra forma, desarrollarás un estilo de focalización maladaptativa orientada a ver en ti mismo sólo lo malo. Esto te llevará a desconocer las aproximaciones a la meta, así como los esfuerzos y pequeños ascensos que realices en la escalinata hacia tus logros personales. Si relacionas lo anterior con el estilo dicotómico, entonces es claro que dichos acercamientos a la meta pasen inadvertidos: “Llego, o no llego” “Estoy, o no estoy en la meta”. La peor manera de tratarte es con impaciencia y menosprecio. Por querer ver el árbol no verás el bosque. La autoobservación negativa, al igual que la autoevaluación y el autocastigo, genera estrés, disminuye el rendimiento, maltrata el ego y, a largo plazo, afecta el autoconcepto. El uso de estándares extremadamente rígidos, perfeccionistas e irracionales, aumenta la distancia entre tu yo ideal (lo que te gustaría hacer o ser) y tu yo real (lo que real mente haces o eres). Cuanto mayor sea la distancia entre ambos, menos probabilidad de alcanzar tu objetivo, más frustración y más sentimientos de inseguridad ante los esfuerzos inútiles por acercarte a la supuesta “felicidad”. Si alguien valientemente toma la difícil decisión de “viajar bien”, la presión social es inexorable y cruel. Si, además, la meta no es coincidente con los valores del grupo de referencia, el nivel de sanción puede llegar a ser realmente intolerable. Aquellos objetivos que se distancian de la producción económica son vistos como sinónimos de vagancia, bohemia o idealismo. Si cambiamos de metas, se nos rotula como inmaduros o inestables, como si la estabilidad existiera y fuera un símbolo de inteligencia. Una rápida mirada a las personas que han hecho la historia de la humanidad muestra que cierta inestabilidad e insatisfacción son condiciones imprescindibles para vivir intensamente. La estabilidad absoluta no existe. Es un invento de los que temen el cambio. La famosa “madurez”, tomada al pie de la letra, es el preludio de la descomposición. Ceñirte ciegamente a los estándares propios o externos es coartar tu libertad de pensar. Perderías la capacidad de decisión y de crítica objetiva. No temas revisar, cambiar o modificar tus metas si ellas son fuente de sufrimiento, aunque a tus vecinos no les guste. Lo importante entonces no es sólo descubrir que eres autoexigente, sino ser capaz de modificar los estándares. Para lograrlo no puedes ser demasiado “estable” o demasiado “estructurado”. Necesitas una pizca de no cordura (por no decir locura). Las personas mentalmente rígidas, autocríticas y estrictas consigo mismas son personas normativas. Suelen encerrarse en una cárcel fabricada por ellas mismas y el medio educativo, cuyos barrotes son un conjunto de virtudes y valores no siempre racionales, de los cuales no pueden escapar. Se debaten entre el bien y el mal. Por lo general, estos sujetos son más papistas que el Papa. Han puesto tantas condiciones y requisitos para transitar en la vida, que el camino se vuelve demasiado angosto y estrecho para andar cómodamente por él. Se golpean con las paredes de la autocrítica y los debería a cada paso. Otros, en cambio, recorren una verdadera autopista cómoda y tranquila. El estilo de “golpearse” y castigarse no es precisamente el mejor terreno para que germine y prospere un autoconcepto sin pies de barro. Ser flexible es, sin lugar a dudas, una virtud de las personas inteligentes. Pero, tal como he señalado anteriormente, por evitar algo que creemos malo, hacemos algo peor. Por evitar ser una “veleta”, definimos una meta y atascamos (algunos hacen una especie de soldadura) el timón rumbo a ella. Absurdamente sacrificamos el derecho a cambiar de opinión y a equivocarnos, por la seguridad aparente de viajar por una ruta inmo dificable. Consideramos erróneamente que es la única y mejor manera de andar por el mundo. Como una grotesca caricatura, las personas muy autocríticas se colocan una camisa de fuerza para no desquiciarse, y el resultado, paradójicamente, es el desajuste psicológico. Definitivamente debes intentar ser menos duro contigo mismo. Salvando el autoconcepto Veamos una guía que puede servirte para salvaguardar tu autoconcepto del autocastigo indiscriminado. 1. Trata de ser más flexible, tanto con otros como contigo No utilices el criterio dicotómico extremista para evaluar la realidad, incluyéndote tú. No pienses en términos absolutistas: no hay nada totalmente bueno o malo. Recuerda que debes tener tolerancia a que las cosas se salgan a veces del carril. Si eres inflexible en tus cosas, chocarás violentamente con la realidad; ella no es total o definitiva. Aprende a soportar, a personar y a entender tu rigidez como un defecto, no como una virtud. Las cosas rígidas son menos maleables, no soportan demasiado y se quiebran. Si eres normativo, perfeccionista, intolerante y demasiado conservador, no sabrás qué hacer con la vida. Ella no es así. La gran mayoría de los eventos cotidianos te producirán estrés, por que no son como a ti te gustaría que fueran. Concéntrate durante una semana o dos en los matices. No te apresures a categorizar de manera terminante. Detente y piensa si realmente lo que dices es cierto. Revisa tu manera de señalar y señalarte. No seas drástico. Busca a tu alrededor personas a las cuales ya tienes catalogadas y dedícate a cuestionar tu rotulación. Busca evidencia en contra, descubre los matices. Cuando evalúes, evita utilizar palabras como siempre, nunca, todo o nada. No rotules a las personas, tú incluido, con totalidades. Tal como decía un destacado psicólogo, no es lo mismo decir: “Robó una vez”, a decir: “Es un ladrón”. Las personas no “son”, simplemente se comportan. La intransigencia genera odio y malestar. Ya es hora de que vuelvas añicos tu rigidez. a. Permítete no ser tan normativo. Eso no te hará un delincuente. Si tienes cinco días para pagar una cuenta, págala al quinto, y si no hay riesgo legal, al sexto o séptimo. No llegues siempre temprano. pi sa el césped. Intenta gritar en una biblioteca. Sé más informal un día, a ver qué ocurre. b. Trata de no ser perfeccionista. Desorganiza tus horarios, tus ritos, tus recorridos, tu manera de ordenar las cosas, etc. Convive con el desorden una semana. Piérdele el miedo. c. No rotules, ni te autorrotules. Intenta ser benigno. Habla sólo en términos de conductas. d. Concéntrate en los matices. Piensa más en las alternativas y las excepciones a la regla. La vida está compuesta de tonalidades más que de blancos y negros. e. Escucha a las personas que piensan distinto de ti. Esto no implica que debas necesariamente cambiar de opinión, simplemente escucha. Deja entrar la información y luego decide. Recuerda: si eres inflexible y rígido con el mundo y las personas, terminarás siéndolo contigo. 2. Revisa tus metas y las posibilidades reales para alcanzarlas No te coloques metas inalcanzables. Exígete a ti mismo de acuerdo con tus posibilidades y habilidades. Si te descubres intentando subir algún monte Everest, o cambias de montaña o disfrutas del paseo. Cuando definas alguna meta, también debes definir los escalones o las submetas. Intenta disfrutar, “paladear” el subir cada peldaño, como si se tratara de una meta por sí misma. No esperes hasta llegar al final para descansar y disfrutar. Busca estaciones intermedias. Pierde tiempo en esto. Escribe tus metas, revísalas, cuestiónalas y descarta aquellas que no sean vitales. La vida es muy corta para desperdiciarla. Recuerda, si tus metas son inalcanzables, vivirás frustrado y amargado. 3. No autoobserves sólo lo malo Si sólo te concentras en tus errores, no verás tus logros. Si sólo ves lo que te falta, no disfrutarás del momento, del aquí y el ahora. “Si lloras por el sol, no verás las estrellas”, No estés pendiente de tus fallas como un radar. Acomoda tu atención también a las conductas adecuadas. Cuando te encuentres focalizando negativamente de manera obsesiva, para. 4. No pienses mal de ti Sé más benigno con tus acciones. Afortunadamente no eres perfecto. No te insultes ni te irrespetes. Lleva un registro sobre tus autoevaluaciones negativas. Detecta cuáles son justas, moderadas y objetivas. Si descubres que el léxico hacia ti mismo es ofensivo, cámbialo. Busca calificativos constructivos. Reduce tus autoverbalizaciones a las que realmente valgan la pena. Ejerce el derecho a equivocarte. Los seres humanos, al igual que los animales, aprendemos por ensayo-error. Algunas personas creen que el aprendizaje humano debe ser ensayo-éxito. Eso es mentira. El costo de crecer como ser humano es equivocarse y “meter la pata”. Esta ley universal es inescapable. Decir: “No quiero equivocarme”, es hacer una pataleta y un berrinche infantiles. Es imposible no equivocarse, como lo es que no haya aceleración de la gravedad. Los errores no te hacen mejor o peor, simplemente te curten. Sólo te recuerdan que eres humano. Cuando hablemos de tu Autoeficacia volveremos sobre el miedo a equivocarse. Recapitulemos y aclaremos. La autocrítica moderada, la autoobservación objetiva, la autoevaluación constructiva y el tener metas racionalmente altas son conductas necesarias. Muy posiblemente han colaborado en la adaptación del ser humano. Estos procesos no son malos en sí mismos, depende de cómo se utilicen y para dónde apunten. Mal utilizados, de manera rígida, dura, destructiva y compulsiva, afectan el autoconcepto. Utilizados adecuadamente sirven como una guía alentadora. Socialmente hablando, no se ha enseñado a hacer un buen uso de ellos. Se nos presenta la autocrítica despiadada como un valor y como la llave del éxito; pero, posiblemente por desconocimiento, no se nos ha alertado sobre sus posibles consecuencias. Evitando un extremo, indudablemente pernicioso (la pobreza de espíritu, la pereza, el fracaso, el ser “poco” y el no tener metas en la vida), se ha llevado el péndulo hacia el otro extremo, igualmente dañino y nocivo. Nuestra cultura pareciera preferir personas psicológicamente perturbadas pero exitosas, a personas psicológicamente sanas pero fracasadas. Sin embargo, el éxito aquí es secundario. De nada sirve si no se puede disfrutar de él. La insatisfacción frente a los propios logros y la ambición desmedida actúan como un motor, pero, por funcionar de manera sobreacelerada, suele quemarse antes de tiempo. Eres una máquina especial dentro del universo conocido, no la maltrates. Exígete, pero dentro de límites razonables. No reniegues de ti. HACIA UNA BUENA AUTOIMAGEN “Uno de los trucos de la vida consiste, más que en tener buenas cartas, en jugar bien las que uno tiene”. JOSH BILLINGS En casi todas las épocas y culturas, la “belleza” ha sido admirada como un don especial. De manera similar, las sociedades se han caracterizado por sancionar la “fealdad”. Las personas somos crueles con aquéllas que reúnen las características de feas. Es común ver cómo los niños se burlan de los “gordos”, los “bajitos”, “los altos”, los “narigones”, los muy “flacos”, etc. Los humanos no toleramos los extremos estadísticos. No es sorprendente que los extremos sean considerados raros o atípicos, lo que llama la atención es que resulten desagradables. Obviamente, no me refiero a las personas que desafortunadamente nacen con malformaciones manifiestas o han sufrido, por diversas causas, deformidades (aunque la crueldad también suele verse en estos casos). Como sea, el aspecto que adopta la estructura molecular de nuestro cuerpo es fuente de atracción y repulsión. El juicio estético que la cultura da a la apariencia física tiene enormes consecuencias para nuestro futuro. Tal como lo sustentan un número considerable de investigaciones, las opiniones, cualesquiera sean ellas, se ven afectadas por el grado de atractibilidad del observador. Dicho de otra forma, los juicios hacia las personas hermosas son más benignos. No hay un criterio universal de belleza. El patrón ideal de lo que es hermoso se aprende a través de las experiencias personales y sociales del entorno inmediato. La propia imagen corporal se forma por la influencia de dos fuentes de datos: el ambiente social y los medios de comunicación. El grupo de referencia y las relaciones que establecemos con las personas son determinantes. Si el grupo que conforma el núcleo familiar considera la belleza física como un valor y el niño no reúne las características esperables de “lindo”, no será aceptado incondicionalmente: “Algún defecto tenía que tener”. Los niños oyen y ven más de lo que creemos. Así, nos vamos convenciendo de que somos la versión humana del patito feo. Las familias que hacen de la belleza un don apreciable y fundamental, no sólo crean en el niño la necesidad de ser hermoso, sino que inculcan estándares e ideales inalcanzables de belleza física. En mi experiencia profesional he visto infinidad de personas que, siendo de una belleza normal e incluso más, se reprochaban de manera irracional el ser “feas” o “desagradables” por no llegar al supuesto ideal familiar. La insatisfacción frente a la propia apariencia física también depende de otra comparación social. Una de mis pacientes había tenido la mala suerte de que sus tres mejores amigas eran modelos y habían ganado una serie de concursos de belleza. “Cuando salíamos las cuatro ––decía––, me sentía la mujer más horrenda del mundo… Como si fuera poco, siempre me tocaba el más bobo o el más feo”. El tener amigos demasiado atractivos puede ser un verdadero dolor de cabeza. Otro factor que define notoriamente la autoimagen es el éxito alcanzado con el sexo opuesto. Las personas “gustadoras” no suelen tener problemas de autoimagen, lo cual no significa que no se preocupen por ella. Aunque la belleza física no garantiza necesariamente el éxito en la conquista, allana la mitad del camino. Los adolescentes que fracasan en conseguir pareja generan problemas de autoimagen en un gran porcentaje de casos. Una de las causas más terribles y devastadoras de la pérdida de autoimagen es la burla. En la temprana infancia, cuando los niños son cruelmente sinceros, comienzan a gestarse los llamados complejos. Por alguna extraña razón, los apodos y los sobrenombres siempre dan donde más duele. Usar gafas es una verdadera tortura china. Ser gordo, cabezón, narigón, bizco, etc., no pasa desapercibido para los demás niños. Los defectos son detectados inmediatamente y señalados sin piedad. Y aunque se produzca una metamorfosis positiva con los años, es decir, que el defecto desaparezca, la burla deja sus huellas. A medida que crecemos y aprendemos lo “lindo” y lo “feo”, ya no necesitamos que se nos diga, basta con mirarnos al espejo. Iniciamos, sobre todo en la preadolescencia y en la adolescencia, una revisión detallada y crítica de lo que somos físicamente. Pero no lo hacemos con cuidado, somos feroces y desalmados con nosotros mismos. Criticamos nuestro color de piel, el cabello, los dientes, los ojos, las piernas, los dedos, etc. Ya no necesitamos jueces externos, hemos aprendido a criticar la propia apariencia física con el metro implacable de la “perfección”. Es increíble la habilidad de algunas personas para detectarse defectos, barritos, arrugas, espinillas, veinte gramos de más o cualquier problema similar. No estoy criticando el cuidado o el arreglo personal, sino la preocupación obsesiva por ser “bello” siempre y a toda hora. Si la autoafirmación personal gira alrededor de la belleza física, esto no sólo indica una pobre vida interior, sino una muerte prematura. La necesidad imperiosa de mantener la juventud y la belleza a toda costa, y no entender el “encanto” de las distintas edades, lleva indefectiblemente a la depresión. Muchas personas no se conforman con ser atractivas a sus treinta o cuarenta años, sino que añoran los dieciocho, de cintura pequeña, piel tersa y carne fina. No aceptan el paso de los años. Angustiosamente se comparan con los jóvenes y se disfrazan de adolescentes, perdiendo su verdadera capacidad de seducción. Resumiendo, el ambiente inmediato en el cual crecemos y las experiencias que en él tenemos sobre nuestra apariencia física determinan el grado de autoaceptación. Los diversos episodios de contacto con otras personas, y más tarde la propia comparación, son almacenadas en las memoria en forma de autoimagen. Todo este ir y venir, lo que nos dice qué somos y cómo somos, nuestros éxitos y fracasos con el sexo opuesto, las influencias del medio familiar y cómo nos vemos, está inmerso en un contexto mayor y bajo la influencia manipuladora de los medios de comunicación. Cualquier persona relativamente instruida aceptará el hecho de que no existe un criterio universal y absoluto de lo que “debe” ser lindo o feo. Recuerdo que mi abuela, cuando describía a alguna mujer de su época que había sido hermosa, según su parecer, decía: “¡Qué hermosura de mujer! Era gordita, blanca como la leche, con unos hermosos cachetes saludables y unos labios rojos como fresas”. Cuando ella comentaba esto, los nietos nos desternillábamos de la risa y los más grandecitos hacían muecas de desagrado. Hoy en día esa bellezas “antiguas” harían las delicias de más de un cirujano plástico. No es tan fácil “comprender” el atractivo de las divas del cine mudo, la miss uni verso de 1948 o los cuerpos “esculturales” (Boteros) de los años sesenta. Los indios Lesú de Guatemala gustan de mujeres grandes y fuertes, los franceses prefieren las modelos delgadas y los italianos a Sofía Loren. Es muy común reírse ante las fotos de la juventud, de las patillas tipo Elvis Presley o del pelo largo de los Beatles. La belleza es algo relativo a la época y al lugar. Nadie es dueño de la verdad. Se nos inculca y enseña qué cosa debe ser considerada “bella” o “fea”, pero de ninguna manera es una verdad absoluta. Esto significa que puedes decidir tu propio concepto de lo bello. Es difícil pero vale la pena intentarlo. Así como vestirse bien no implica seguir dócilmente la moda, para gustarte a ti mismo no tienes que utilizar los criterios que venden los medios de comunicación. No debes ser superestilizada, mona y de ojos azules, como las modelos de las propagandas televisivas de las Diet; tampoco debes parecerte necesariamente a Robert Redford. No hay razones teóricas y científicas para sentirte estéticamente agradable. Los requisitos sobre tus preferencias son básicamente afectivos. Me gusto porque me gusto. En las cuestiones afectivas, de agrado o desagrado, los “porqués” generalmente sobran y no aportan nada nuevo; por el contrario, confunden. En cuestión de gustos, la lógica sobra. Como en el amor, el sentimiento de atracción es total, no verbalizable, automático e inexplicable. Muchas veces co nocemos a una persona que “nos gusta” y no podemos explicar exactamente qué nos atrae. Más aún, a veces nos gustan personas que van en contra de todas nuestras exigencias estéticas. He conocido gente racista enamorada de gente de color, comunistas enamorados de burguesas y maquilladores enamorados de mujeres con un cutis que no tiene arreglo. No sólo hablo de amor, que suele ser ciego, sino de sentirnos atraídos físicamente por personas que conscientemente consideramos poco atractivas. Cuando se trata de uno mismo, le echamos demasiada cabeza al asunto. Nos comparamos con un ideal publicitario y con criterios ajenos a los propios. Podemos sentirnos atraídos por una persona que no sea bella, pero si se trata de la propia autoimagen somos implacables. No hay un criterio absoluto de belleza. La atracción es algo automático e inconsciente. Sin embargo, la propia aceptación física la llevamos a cabo mediante un proceso súper racional, utilizando para ello criterios masificados que digerimos sin cuestionamientos de ningún tipo. Si no somos capaces de aceptarnos sin chistar, por lo menos utilicemos estándares racionales. La mayoría de la gente no se aproxima siguiera a los criterios de belleza que nos venden los medios de comunicación, ni reúne los requisitos de la cultura occidental para ser considerada hermosa. Si la convención social hubiese sido más benigna en sus cánones, no existirían los concursos de belleza y se quebrarían todas las empresas que giran alrededor del negocio de lo hermoso. Lo importante, entonces, no es ser bello, sino gustarse a sí mismo. Para lograrlo no es conveniente utilizar criterios rígidos y estrictos. Las propagandas tienen por objetivo mostrarte cuánto te alejas de la belleza “perfecta”. Ellas te ofrecen un producto para alcanzar ese ideal. Si aceptas pasivamente ese modelo de belleza, terminarás pensando que eres horrible. Ya debes de haber sentido la sensación, no muy agradable, de estar metido en una llanta después del comercial. Sin embargo, no todo lo que se muestra y dice en publicidad es necesariamente exagerado o falso. Por ejemplo, es verdad que la belleza tradicional facilita la consecución de algunos objetivos y abre determinadas puertas. Pero de ninguna manera es imprescindible, fundamental y determinante para la gran mayoría de las metas. Muy posiblemente facilite la carrera de actriz o modelo, pero no es un requisito para estudiar agronomía o ingeniería –– a menos que el examinador se deje llevar por la apariencia física del solicitante. Lo correcto sería destacar las cosas que realmente te agradan de ti mismo y no lo que las convenciones establecen como adecuadas, lo que realmente te gusta, aunque no coincida con la “onda” general. Vale la pena arriesgarte a re visar tus conceptos estéticos. Si descubres que la mayoría coincide contigo en cuestión de gustos, bienvenida la moda. Los medios de comunicación te regalan en promoción un estilete para cercenar las pocas o muchas cosas que podrían gustarte de tu apariencia. No estoy en contra de que las personas sean sinceras consigo mismas, manifiesten su desagrado y se “arreglen”. El peligro son los criterios absurdos e irracionales del buen gusto y la belleza. Si los aceptas como una necesidad vital, serás esclavo de ellos. Tu poder de decisión quedará resumido a una revista de modas, a lo que la decoradora diga y lo que “se usa” o “no se usa”. Por ejemplo, sentirse bien vestido es algo agradable (a veces he pensado que la mayor felicidad que comparten los invitados a un casamiento, familiares incluidos, no es la alegría del que se casa, sino el sentirse elegantes), pero estar pendiente obsesivamente de los cánones puede resultar muy molesto. Una de mis pacientes convertía el supuesto placer de comprar ropa en un verdadero suplicio. “Doctor – –decía––, me angustio porque no sé qué debo comprar”. Yo le contestaba: “Lo que le guste”, a lo cual ella replicaba: “¿Y cómo sé que mi gusto es el correcto?” En cuestión de gustos no hay errores. Tienes el derecho a elegir lo que te plazca y lo que quieras. Inclusive gustar de ti mismo, aunque no seas aceptado por los estilistas, la moda y las decoradoras. Tu cuerpo y el modo en que lo cubras debe gustarte primero a ti. Quienes entren en tu territorio lo harán porque “gustan de tu gusto” y no porque admiran qué tan actualizada o actualizado estás en cuestiones estéticas. Vístete, píntate, adelgaza, pero para halagarte, no para halagar. Recapitulemos lo dicho hasta aquí. La autoimagen es aprendida a través de nuestras experiencias con el ambiente inmediato (amigos, novios, familia, etc.) y del aprendizaje social que hacemos de los medios de comunicación. Por lo general, los niveles de atracción o rechazo, es decir nuestras predilecciones de lo agradable o desagradable, son procesados inconscientemente y en un ámbito puramente afectivo. Cuando el gusto va dirigido hacia uno mismo, nos detallamos demasiado y la atención se orienta a los defectos. Utilizamos una lupa más potente que cuando nos dirigimos a los otros. Esta autocrítica es cruel e inclemente debido al patrón de medida ideal e irracional que muy amablemente nos ofrecen los vendedores de belleza. A veces ese ideal perfeccionista de la belleza produce estragos psicológicos. Una de mis pacientes mantenía la firme convicción de que no era atractiva, siendo en realidad muy hermosa. Pese a los intentos de persuasión, su idea se mostraba inquebrantable: “Doctor ––decía––, yo le agradezco sinceramente los esfuerzos. Entiendo además que usted jamás me diría que soy fea porque me precipitaría al suicidio o a cometer cualquier locura…” Se decidió aplicar procedimientos objetivos para mostrarle a la paciente la realidad tal cual era. Se diseñó un experimento típico de medición de actitudes para convencerla de que no era una mujer fea. La paciente se sentaba en la cafetería de la universidad junto a dos mujeres atractivas elegidas por ella, que hacían las veces de distractoras. Se le pidió a un grupo de cien estudiantes que evaluaran en una escala de uno a diez el grado de belleza, atractibilidad, deseabilidad y sensualidad, tanto de la paciente como de las otras dos mujeres que ella había seleccionado. Como era esperable, el noventa y cinco por ciento (95%) de los estudiantes la evaluaron como muy bella, sensual, atractiva y deseable. Se le sugirió que pensara y meditara en los resultados obtenidos ya que éstos no confirmaban la supuesta fealdad. La paciente se mostró sorprendida y anonadada. Pensó un rato y luego contestó: “Es increíble… No puedo creerlo… Estoy realmente sorprendida… ¡Jamás pensé que la gente tuviera tan mal gusto!” Pese a la evidencia irrefutable de los datos, nunca pudimos hacerle cambiar de opinión. Su idea era absolutamente inmodificable. Se sentía fea. La creencia de la perfección absoluta la absorbía hasta el extremo de castigarse por no ser perfecta. Muchas personas poseen el vicio de darle más im portancia a lo que les falta que lo que tienen. Sólo lo valoramos cuando lo perdemos. Desgraciadamente suele ser tarde. Mejorando la autoimagen Para salvaguardar tu autoimagen o rescatarla, si en del caso, debes tener en cuenta los siguientes aspectos: 1. Trata de definir tus propios criterios de lo que es bello o estético No te dejes llevar de la mano por los “conocedores”. En este tema nadie sabe nada. No te dejes regañar por tus gustos. Trata de ser una persona espontánea y auténtica cuando elijas. Lo atractivo para ti es una elección que solo tú puedes hacer. Arriésgate a ensayar e inventar sobre su arreglo personal. Juega y disfruta con variaciones sobre la manera de vestirte, peinarte o pintarte. A la pregunta estúpida: “Se usa”, simplemente contesta: “No tengo la menor idea”. Muy a pesar tuyo, descubrirás que la gente comenzará a imitarte. Arréglate para ti y no para otros. 2. Descarta la perfección física y los criterios estrictos No hay absoluto. Hay niveles de atracción. Hay gorditos atractivos, delgados insípidos, y viceversa. Hay bajitos sensuales, espigadas insulsas, y viceversa. No pierdas el tiempo pensando lo que te faltó para ser una Afrodita o un Adonis. Disfruta lo que tienes y no te exijas lo imposible. La idea de la perfección sólo te llevará a focalizar la atención en tus defectos y a olvidar tus encantos. 3. Descubre y destaca las cosas que te gustan de ti Siéntete orgulloso y feliz de tus atributos físicos. No importa si son muchos o pocos, eres afortunado por lo que tienes. No escondas las cosas que te agradan de ti: destácalas, muéstralas y disfrútalas. Nunca pienses que has “agotado” tus encantos. Explota y te sorprenderás de las cosas atractivas, interesantes, seductoras y sensuales que puedes hallar en ti. Focaliza la atención en las cosas tuyas que te resulten agradables. 4. Tu autoimagen se transmite a otros Si te sientes una persona poco interesante y atractiva, darás esa imagen a los demás. La gente te tratará como inadecuada y te hundirás cada vez más en una auto- imagen oscura y triste. Rompe el círculo vicioso. En cierta manera, la belleza es una actitud. Los famosos “feos” o “feas-atractivas” son el resultado de una actitud positiva hacia sí mismos. Si te autocompadeces, te compadecerán. Si te tienes lástima, inspirarás pesar. Si te ves a ti mismo como desagradable, te rechazarán. La mejor manera de romper el círculo negativo es gustarte. Si te sientes irresistible y atrayente, no cabe duda, serás una persona bella. Prueba a jugar el papel de alguien sin complejos, a ver cómo te sientes. Como un ensayo de conducta, siéntete irresistible con las demás personas e intenta comportarte en esa dirección. El círculo comenzará a quebrantarse. 5. El aspecto físico es sólo uno de los componentes de tu autoimagen Ser bien parecido es uno de los tantos requisitos de la atractibilidad. No es el único. Ni siquiera el más importante de la atracción interpersonal. Tu estructura molecular (aspecto físico) no garantiza todo. Las personas, además de “lindas” o “feas”, pueden ser cálidas, amables, inteligentes, tiernas, seductoras, sensuales, interesantes, educadas, alegres, afectuosas, graciosas, etc. Hay personas que poseen “magia”. Tienen muchas opciones para “gustarte”. No digo que descuides tu físico, sino que lo ubiques en el lugar que le corresponde. Pregúntate qué más tienes fuera de huesos y piel. 6. No importa qué seas y cómo seas. Si realmente te agradas y gustas, siempre encontrarás alguien que guste de ti El autodesagrado inmoviliza. Las personas que no se gustan anticipan el rechazo y evitan la gente. Muestran miedo a la evaluación negativa y ansiedad social. Viven con un alto nivel de frustración por considerar casi imposible que alguien se sienta atraído por ellas. No intentan la coquetería y la seducción, porque se consideran ridículas en ese plan. Nunca dan el primer paso, y si alguien se acerca, lo ahuyentan con sus inseguridades y prevenciones. Gustarse es abrir los horizontes afectivos. Es arriesgarse y aumentar las probabilidades de conocer gente. HACIA UNA BUENA AUTOESTIMA “Tal vez suceda que una vez cada siglo, la alabanza eche a perder a un hombre o lo haga insufrible, pero es seguro que una vez cada minuto algo digno y generoso muere por falta de elogio”. Si alguien dijera: “Mi pareja me elogia muy pocas veces, no suele darme gusto y cuando lo hace teme excederse, no se preocupa por mi salud, me dedica poco tiempo y casi nunca me contempla”, estaríamos de acuerdo en dudar de que existe un sentimiento de afecto. El amor se exterioriza hacia afuera con conductas. Si no expreso el sentimiento positivo y hago lo arriba mencionado, el amor se vuelve algo inconcluso, trunco y descolorido. De manera similar, el amor a uno mismo debe expresarse con compartimientos tangibles, aunque la cultura los vea mal. Promulgamos el amor el prójimo a los cuatro vientos, repudiamos la agresión y el maltrato a otros, pero se nos permite, y hasta es bien visto, que regateemos, economicemos y midamos las autoexpresiones de afecto. ¿Por qué debemos ser miserables con nosotros mismo? ¿Cuántas veces nos autoelogiamos, nos damos gustos y nos contemplamos? No suele haber tiempo para eso. Si el trabajo dignifica al hombre, el descanso y la recreación también. Planeamos con una exactitud rigurosa los compromisos asumidos, horarios de trabajo, presupuestos económicos, visitas de condolencia, cambios de aceite al carro, idas al dentista, etc. El tiempo libre es, en cambio, considerado como un efecto residual, algo que “sobra” después del trabajo y que muchas veces no sabemos más hacer con él. El trabajo es sagrado y nuestro tiempo libre no. La sociedad actual nos lleva a cien kilómetros por hora en un viaje donde no hay tiempo para el paisaje. Si alguien se detiene, le pasan por encima… ¡No hay tiempo! El descanso se ha reducido a una función pasiva de recuperación de fuerzas. Muchas personas no duermen, ¡se desmayan! Debemos disponer de tiempo para los hijos, la pareja, los padres, pero no se nos ocurre utilizar algunas horas en beneficio propio. Pensamos que el tiempo mejor aprovechado es el destinado a producir bienes materiales o dinero. No nos interesa producir salud mental. Muchos de mis pacientes se sienten culpables cuando están sentados debajo de un árbol mirando cómo se mueven las hojas. Otros sólo ven en el campo la posibilidad de una finca ganadera: la inversión sólo se justifica si redunda en cosas vendibles. Es indudable que la cultura no enseña a “perder el tiempo” de manera psicológicamente productiva, esto es, dándonos gusto y contemplándonos. El miedo a caer en el ocio ha desarrollado un patrón de conducta hiperactivo. Irracionalmente creemos que es fundamental mantenerse “activos” casi todo el tiempo, o sea, haciendo algo. Se considera que pensar, soñar, fantasear, dormir, meditar o mirar, no es actuar. Así, dedicarse a uno es sinónimo de vagancia o “buena vida”. Si pensamos de este modo, jamás disfrutaremos de amarnos, ya que siempre podríamos estar haciendo algo “más productivo”. Es un acto de irresponsabilidad no dedicar tiempo a ti mismo. Quererse a sí mismo, en principio, no debería ser distinto a querer a otros. Cuando amamos a alguien, intentamos hacérselo saber con actos dirigidos a producirle bienestar y satisfacción. De manera similar, debes demostrarte a ti mismo que te quieres con actos dirigidos a producir autobienestar y autosatisfacción. Es absurdo que algo tan obvio no se cumpla. Casi siempre ocupamos el último lugar en nuestra capacidad de expresión de afecto. Vivimos postergando las gratificaciones que merecemos y nos decimos: “Algún día lo voy a hacer”, pero ese día no suele llegar. Desde niños se nos inculca que el autocontrol y la postergación de lo placentero nos diferencia de los animales. Pensar que los humanos jamás deben reaccionar a sus deseos de manera inmediata y que deben aprender a esperar, se ha exagerado sin lugar a dudas. Postergar los reforzadores puede ser una habilidad importante en una dieta, para dejar de fumar o intentar no ser agresivo, pero si hacemos de la postergación del placer una manera de vivir, nos convertiremos en zombis. La vida irá perdiendo lentamente su lado ameno y satisfactorio. El costo será la insensibilidad. El estar con el freno de emergencia puesto las veinticuatro horas, viendo si es prudente, adecuado, conveniente o no, puede llevarte al letargo afectivo y a la indiferencia absoluta. Perderás la capacidad de vibrar y de emocionarte. Crearás una coraza y te acostumbrarás a lo rutinario. La vida cotidiana es la cultura industrializada no ofrece demasiadas oportunidades de disfrute. Nos anestesia. Si dejamos de autoadministrarnos una dosis de gratificación, nadie lo hará. El autocontrol no es, de ninguna manera, sinónimo de responsabilidad. Muchas personas se sienten irresponsables si se exceden o “caen” en ciertas tentaciones, como por ejemplo escaparse del trabajo un rato antes. La idea rígida del cumplimiento y el deber para con los otros nos ha hecho olvidar el compromiso que hemos contraído con nosotros mismos al llegar a este mundo: crecer como personas. Y es imposible crecer si no nos queremos a nosotros mismos. No controles todos tus “antojos”. Tírate una canita al aire. Quítate el freno y date gusto. El mejor antídoto contra el malestar psicológico es el autorrefuerzo. Desgraciadamente, tal como he venido diciendo, no nos autoexpresamos afecto de manera sistemática y consistente. La manera de comportarnos con nosotros mismos, al igual que el ejemplo inicial, deja grandes dudas sobre el amor que nos profesamos. Veamos algunos prerrequisitos y formas de expresar afecto a nosotros mismos. Filosofía hedonista Hedonismo significa placer, satisfacción, regocijo, goce y bienestar. Una filosofía hedonista implica un estilo de vida orientado a buscar el disfrute y a “sacarle el provecho” a las cosas que nos rodean. No expresa, como creen algunos, una conducta irresponsable y descontrolada. Tampoco significa desconocer la importancia de la disciplina y la organización. La persona hedonista no es un corrupto superficial que sólo busca los placeres mundanos de comer y beber. Tratar de pasarla lo mejor posible no es sinónimo de vagancia, pereza o donjuanismo. No es evitar la lucha cotidiana y los problemas, sino reconocer honestamente lo que te hace feliz, trabajar activamente para conseguirlo y disfrutarlo (sentirlo) intensamente, sin culpas ni remordimientos. Entre el extremo del autocontrol excesivo (ascetista) y la búsqueda desenfrenada del placer inmediato (epicureísmo), hay un punto intermedio donde es posible el deleite responsable. La filosofía hedonista encierra la aceptación implícita del derecho a disfrutar. La filosofía anhedónica (lo contrario de hedonista) es el culto a la insensibilidad; es el mejor caldo de cultivo para que prospere la infelicidad. Si vives enfrascado en una forma de vida avara, perderás la posibilidad de vivir con pasión. Es imposible aprender a quererte a ti mismo si no aceptas vivir intensamente. Algunas personas confunden el “no sentirse mal” con el “sentirse bien”. Dejar de autocastigarse y de sufrir no es suficiente. Hay que dar un paso más, premiarse y tener una filosofía orientada al placer. De otra forma, tu vida, de por sí corta, se irá convirtiendo en simple y aburrida. Como un huevo sin sal: insípida. Uno de los grandes males del siglo veinte es la escasa capacidad de sentir pasión. No importa hacia qué, la pasión es darle sentido a la vida, es crear un sentimiento de alto grado de fuerza y vigor, es vibrar con energía. Algunos afortunados, aun bajo la fuerte influencia de la analgesia social, logran una pasión que los lleva al pleno potencial hedonista. No hace falta subir la montaña más alta del mundo o cruzar a nado el Amazonas. El pleno disfrute se observa también en las cosas cotidianas, como coleccionar escapularios, cultivar rosas, leer, ir al cine, escribir, cocinar, jugar ajedrez, ser radioaficionado, pintar, etc. Cualquier cosa que elijas puede convertirse en tu pasión, si trabajas activamente en ello. Si sabemos que es vital para nuestra salud mental, ¿por qué no somos hedonistas?, ¿por qué nos resignamos a un estilo de vida rutinario y poco placentero? Los humanos, quizás por querer ser “demasiado humanos”, hemos perdido algunas capacidades fundamentales que heredamos de nuestros antecesores animales. El desarrollo de la corteza cerebral y del lenguaje, si bien ha permitido evolucionar en muchos aspectos, nos ha alejado del legado subcortical-emocional de nuestro pasado filogenético en dos factores principales: la conducta de exploración y la sensibilidad emocional. La exploración es uno de los comportamientos que más garantiza el desarrollo inteligente y el desarrollo emocional de nuestra especie. La búsqueda permite el descubrimiento de las fuentes de alimentación, de guaridas y del apareamiento sexual en las especies inferiores. Esta investigación instintivamente generada ayuda a que el sistema conductual heredado se enriquezca y permite aumentar el repertorio de recursos para afrontar peligros y preverlos. Es una forma de autoestimulación Algunas características de la vida animal son el desplazamiento y la modificación del medio para ponerlo al servicio de la subsistencia. La curiosidad es uno de los factores que ha permitido el desarrollo y mantenimiento de la vida en el planeta. Husmear, escudriñar y explorar llevan a una de las mayores satisfacciones: el descubrimiento y la sorpresa. La exploración abre puertas que estaban cerradas a los sentidos y al asombro. Chocar con una realidad insospechada y quedar pasmados ante el hallazgo, boquiabiertos y suspendidos en un mar de incógnitas no resueltas, es sin duda una de las mayores emociones. Lastimosamente, la civilización actual ha ejercido influencias desastrosas sobre nuestra capacidad de búsqueda. El avance tecnológico ha contribuido a la pereza y a la indolencia. Cada día caminamos menos. Nuestra vida ya no depende tanto de la capacidad de exploración. La atrofia del espíritu indagador ha dado paso a la costumbre sedentaria del ocio. La inercia ha reemplazado la audacia del explorador. Hemos desarrollado una intolerancia a la incomodidad que nos lleva a la postración, impidiendo ensayar cosas nuevas y experimentar. Poseemos listas interminables de rutinas y nos enorgullecemos estúpidamente de ellas porque generan “estabilidad”. Somos más teóricos que empíricos. Tenemos miedo a lo desconocido, pocas veces nos aventuramos más allá de nuestro territorio y cuando lo hacemos organizamos las cosas de tal forma que nada escape a nuestro control; nada de imprevistos. El que busca encuentra. La felicidad no llega a la puerta; hay que salir a buscarla y pelear por ella. ¿Hace cuánto que no sales a vagar sin rumbo fijo? ¿Que no improvisas? ¿Desde hace cuánto no ensayas comidas, ropas, paseos, depor tes o nuevas posiciones en el sexo? La frase que sirve como motor es: “¿Qué tal será ensayar esto?” Cuando induzco a mis pacientes a que incrementen su ambiente motivacional, muchos me dicen: “¿Y qué hago?”. Yo les contesto: “Buscar”. No hay una lista prefabricada sobre qué hacer de bueno con la propia vida. Hay que fabricarla escudriñando o indagando, y de cada diez puertas que abras, posiblemente una demuestre algo interesante y maravilloso que justifique el esfuerzo. La premisa: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, se convierte con el tiempo en la clave del entumecimiento y la inactividad emocional. Cuando lo cotidiano se vuelve demasiado usual y puedes prever tu futuro inmediato, significa que no has explorado lo suficiente. Cuando lo corriente se vuelve ritual, es hora de explorar. Necesitas desacostumbrarte y construir tu propia ecología. Si has perdido la capacidad de exploración, debes recuperarla. De otro modo, jamás podrás acercarte a una filosofía hedonista. El segundo factor que interfiere con un estilo de vida placentero es la capacidad de sentir. Algunas personas sólo perciben lo evidente. Si están en las cataratas del Niágara, sólo verán “mucho agua”. Cuando están frente a un vitral, sólo verán un “vidrio pintado”. El amanecer les recordará que llegó la hora de dormirse. Una mañana de sol les hará anticipar un día caliente. La lluvia sólo lo impulsará a buscar resguardo para “no mojarse”. Los sentidos primarios han sufrido, sin lugar a dudas, un adormecimiento. El olfato y el tacto han ido perdiendo importancia adaptativa para nuestra especie, pero son fuentes de placer si se reactivan. El oído se ha especializado en el lenguaje y ha perdido capacidad para detectar y discriminar otros sonidos de la naturaleza. El mirar, “sin echarle mucha cabeza”, ha quedado en un segundo plano. El sistema de procesamiento de la información humano tiene dos formas de operar. Una es voluntaria o controlada, y la otra automática o no consciente. La primera depende de aquellos estratos más desarrollados del sistema nervioso central (hemisferio izquierdo de la corteza cerebral) y procesa información lógico-lingüística. La segunda se estructura sobre la base de sistemas fisiológicos más antiguos (sistema límbico, hemisferio derecho, sistema nervioso autónomo) y procesa información emocional-afectiva. El sentimiento, a diferencia de los procesos de pensamiento, tiene algunas características que le son propias: es automático (no consciente), requiere menos esfuerzo mental, es inescapable, irrevocable, total, difícil de verbalizar, difícil de explicar y de entender. Cabe señalar que si bien ambos tipos de procesamiento presentan características distintas, interactúan y se entremezclan permanentemente. Dependiendo del caso, habrá predo minio del uno o del otro. Es muy difícil la emoción pura o la lógica pura. Dicho de otra forma, si bien los sentimientos tienen un canal propio de procesamiento, éstos pueden verse obstaculizados o facilitados por la influencia de nuestros pensamiento. Nuestra cultura, por puro aprendizaje social, privilegia la razón sobre la emoción, es decir, que el cerebro más joven y evolucionado ejerza control sobre el más antiguo. Esto ha sido un avance evolutivo importante en la adaptación de nuestra especie, ya que algunas emociones potencialmente peligrosas, como por ejemplo la ira, han sido reprimidas de manera considerable. Sin embargo, el costo que hemos pagado por esta política de economía emocional ha sido el subyuga- miento de la emoción a la razón. Hemos generado la insana costumbre de pensar demasiado sobre lo que sentimos, aunque el sentimiento sea positivo. El tratar de buscar explicaciones “lógicas” a nuestro afecto a veces nos coloca en callejones sin salida y nos perturba. En estos casos, los “porqués” deberían ser reemplazados por los “qué” (qué siento) y los “cómo” (cómo me siento). Veamos un extracto de entrevista donde intervienen los “porqués” inadecuados en uno de mis pacientes adolescentes: Paciente (P): ––He dudado de toda mi relación con mi novia, ya no comprendo por qué la quiero… Todo iba tan bien. Terapeuta (T): ––Explícate mejor. P: ––Siempre me pasa lo mismo cuando marchan bien las cosas. Me he puesto a pensar que realmente no somos el uno para el otro… No entiendo por qué se dio lo nuestro. T: ––¿De qué te servirá saberlo? P (con sorpresa): ––¡Necesito saber por qué la quiero! T: ––¿Estás arrepentido? P: ––No sé… Es muy difícil… No sé qué le vi. T: ––¿Ella se atrae físicamente? P: ––Sí. T: ––¿Te sientes bien cuando estás con ella? P: ––Sí. T: ––¿Te parece intelectualmente inquieta? P: ––Muchísimo. Es una de sus virtudes. T: ––¿Es cariñosa contigo? P: ––Mucho. T: ––Quizás no haya mucho qué entender. ¿No son suficientes las respuestas que has dado? P: ––No. No estoy tranquilo… Necesito entender mejor las cosas. T: ––Es posible que quieras estar seguro de haber hecho la elección adecuada, o mejor: LA ELECCIÓN. Sin embargo, si racionalizas permanentemente el sentimiento, corres el riesgo de dejar de sentir y de llegar a soluciones absurdas. Si pretendes dar un sentido metafísico y filosófico a tu afecto, lo colocas en un nivel de conocimiento que te será imposible procesar. Incluso puedes terminar dándoles a tus sentimientos juicios de valor de si es bueno o malo, conveniente o inconveniente, como si se tratara de la compra de un carro o de un apartamento. Si el ser humano tuviera que racionalizar todos los estados emocionales placenteros, éstos se convertirían automáticamente en displacenteros por la incapacidad misma de explicarlos. ¿Deberías preguntarte por qué te gusta una comida, un día de sol o determinada música? En tanto lo sientas así, para ti es válido y suficiente. Quizás lo adecuado no sea buscar respuestas a las preguntas, sino saber hacer las preguntas. Yo cambiaría los “porqués”, por los “qué” y los “cómo”. Esto probablemente te tranquilizará. P: ––¿Quiere decir que las personas debes resignarse a ser ignorantes frente a los sentimientos positivos? T: ––¡Exacto! P: ––Eso es muy difícil. T: ––Lo es si estás acostumbrado a pensar demasiado y a querer saberlo todo. Pero vale la pena intentarlo. No cabe duda de que el paciente se beneficiaría bastante su atención se orientara a vivir el aquí y el ahora, sin cuestionarse aspectos trascendentales sobre por qué se siente bien o por qué quiere a alguien. Obviamente, la premisa no es, de ninguna manera, dejar de pensar o convertirte en un ser visceral para el resto de la vida, sería peor el remedio que la misma enfermedad. Inclinar la balanza a favor del afecto positivo, buscando nivelar lo emocional y lo racional, no significa eliminar la razón, sino colocar el efecto en el sitio que se merece. La premisa de Pascal cuando decía: “Dos excesos: excluir la razón, no admitir más que la razón”, es una sugerencia que hay que tener en cuenta. Simplemente no es adaptativo, funcional, placentero, agradable ni relajante preguntarte compulsiva e innecesariamente el porqué de todos los sentimientos positivos. Dejar fluir y sentir es incompatible con la manía de autoanalizarse todo el tiempo. Algunos sujetos me recuerdan al Sr. Spock de la famosa serie televisiva Viaje a las Estrellas: rígidos, hipercontrolados, normativos, autoexigentes, perfeccionistas, inteligentes, fríos y desconectados de cualquier tipo de sentimientos. El mínimo esbozo de emoción es descartado por improductivo, o se reflexiona exageradamente sobre él, tratando de argumentar, resolver y explicar el “porqué” del inesperado desliz emocional. El sentimiento positivo, si no es perjudicial para ti o para otros, no necesita explicaciones. La gran mayo ría de las reacciones afectivas agradables escapan a la razón, son difíciles de verbalizar y de explicar; sólo hay que sentirlas. Desconecta la corteza cerebral de tus sentimientos placenteros de vez en cuando, déjate llevar por tus preferencias y preocúpate más por sentir que por comprender los eventos que te hacen feliz. Parafraseando a Tagore: “Un entendimiento sólo nutrido de lógica es como la hoja de un cuchillo sin mango, que hiere la mano de su dueño”. Otra causa de la insensibilidad, distinta a los “porqués” y a la racionalización computacional, es la creencia de que “no debemos dejarnos llevar por las emociones ni perder el control, ya que es de mal gusto mostrar el lado flaco”. Esta creencia, de mucho arraigo en nuestra cultura, conlleva a ver la expresión de emociones como una debilidad y el control de las mismas como un indicador de valentía y fortaleza. Nada más ridículo. No llorar, gritar, ofuscarse, “saltar de la alegría” o reírse a carcajadas de vez en cuando es estar muerto. El “no salirse de su punto” por ninguna razón es la virtud de los inseguros que temen hacer el ridículo o que la emoción se les salga de las manos. A uno de mis pacientes, un ejecutivo de éxito, muy tradicional y conservador en su manera de pensar, tuve que darle la mala noticia de que su mujer, a la cual adoraba, ya no le quería, se iba a separar de él y tenía una amante hacía cinco años. El señor frunció el entrecejo, asintió con un movimiento leve de cabeza, suspiró y dijo: “Debo reconocer que estoy algo incómodo por la noticia”. Paradójicamente, una de las causas de su fracaso matrimonial era la dificultad que presentaba de expresar sus sentimientos de una manera franca y abierta. La idea de inhibir las emociones a toda costa, ya sea por miedo a sentir o por miedo al qué dirán, se vuelve una costumbre que con el tiempo lleva a la anestesia. Muchas personas se “olvidaron de sentir” por haberse enviciado al control. Se han tomado al pie de la letra la consigna “excederse es malo y típico de personas ordinarias”, pondrán un dique de contención al afecto, y las supuestas ventajas de la moderación y la cordura se devolverán como un boomerang. Es común oír hablar maravillas de la entereza de ciertas viudas o viudos “por no derramar una sola lágrima”. Un duelo mal elaborado, un futuro paciente. La represión del sentimiento puede llegar hasta el punto en que el sujeto realmente cree no estar sintiendo nada. Aquí cabe el dicho: “La procesión va por dentro”. Como resultado obvio, no estoy promulgando la impulsividad ciega e histérica de hablar duro, llorar a toda hora o reírse por nada. Lo que comparto es la absurda idea de que la expresión franca y honesta de los sentimientos es “primitiva”, poco civilizada, impropia e inconveniente. ¿Impropia para quien? ¿Inconveniente para quien? Sentir, en el amplio sentido de la palabra, no es una enfermedad frente a la cual hay que crear inmunidad: es crear salud física y mental. Curiosamente, el permiso para sentir que nos da la cultura está ligada al rol sexual que marcan los estereotipos sociales. Si un hombre llora es visto como “débil”; si lo hace una mujer, es “sentimental, tierna y maternal”. No es muy mal visto que un hombre manifieste su atracción sexual hacia el sexo opuesto y goce por ello. Pero si la mujer disfruta “demasiado”, no sólo es socialmente rechazada como alguien inmoral, sino que se ha inventado una enfermedad exclusiva para ellas llamada ninfomanía. En los manuales de psiquiatría no existe la contraparte masculina, no hay ninfómanos. El sistema educativo colabora bastante en la cruzada contra la capacidad de sentir intensamente: “Cuidado, hijo mío, ten las emociones bajo control. No sueltes las riendas o se desbocarán y te llevarán, irremediablemente, al descontrol y al libertinaje”. Si bien la intención puede ser buena, también es importante enseñarles a nuestros hijos a nos personas encapsuladas. Es tan malo el descontrol desenfrenado como el control excesivo. Pero, pese a todo, en muchas ocasiones podemos descontrolarnos sin que sea dañino para uno o para otras personas. Puedes dejarte llevar sin límites cuando haces el amor (aullar si se te ocurre), puedes volar con tu mú sica preferida hasta las cinco de la mañana, llorar frente a La Piedad, gritar en una película de terror, darle una patada al carro porque se varó por quinta vez, abrazar tres veces a un amigo, decirle setenta veces “te quiero” a la mujer que amas, aplaudir a rabiar Concierto para piano No. 1, sentir nostalgia frente a la foto de un familiar que se ha ido para siempre, o reírte a carcajadas y estruendosamente cuando ves a Chaplin. Puedes sentir lo que te dé la gana, si no violas los derechos de las otras personas, si no te hace daño y si eso te hace feliz, aunque a ciertos constipados emocionales no les agrade. Lo único que te separa de las máquinas es la capacidad de sentir: duélale a quien le duela. Es cierto que algunas emociones son desagradables y nefastas; los psicólogos bien sabemos esto. Pero, incluso en los casos donde se hace preciso modificar un sentimiento negativo patológico, el primer paso es aceptar y discriminar su existencia. Si realmente es fuente de sufrimiento y malestar, se debe dejar salir para proceder a eliminarlo. “Sentir” no es la actitud masoquista de resignarse a aceptar aquellas emociones que te perjudican. “Sentir”, como aquí está planteado, es una manera de investigar y explorar qué te gusta y qué no. Es la condición sine qua non para descubrir maneras de quererte a ti mismo. No les pongas tantos requisitos a tus emociones para aceptarlas. Ellas son parte de ti. Sentir es tu con dición de ser vivo. Si las niegas o les temes, estarás perdiendo no sólo la capacidad de amarte a ti mismo sino de amar a otros. Aprende a convivir con ellas. Elige las que te convengan y desecha las que no te gustan. Tienes derecho a esta elección. Resumiendo lo dicho hasta aquí, aceptar vivir en un contexto de vida hedonista es generar un estilo personal de libertad emocional. Orientarse sanamente al disfrute y al placer es el terreno más fértil para que prospere la capacidad de quererse a uno mismo. Un espíritu desinhibido y sin restricciones emocionales indudablemente favorecerá el desarrollo de una sensibilidad aguda y perceptiva, la cual a su vez mejorará la comunicación afectiva y la comprensión de los estados internos. Dicho de otra forma, un estilo hedonista produce una mayor sensibilización frente a los estímulos naturales que llegan al organismo y amplía el rango de situaciones potencialmente placenteras. Si se aprende a disfrutar de la realidad, no es necesario alejarse de ella. Los estimulantes artificiales sobran. Explorar, y no colocar restricciones irracionales a las emociones, es acercarse a una forma de vida hedonista. Una vida alegre. El gran poeta francés Jacques Prevert muestra en uno de sus poemas un ejemplo de libertad emocional que, aunque sancionado por las “buenas costumbres”, nos recuerda aquella frescura y alegría de nuestra infancia: El mal estudiante Dice no con la cabeza pero sí con el corazón dice sí a lo que le gusta dice no al profesor está de pie lo interrogan y le plantean todos los problemas de pronto le da un ataque de risa y lo borra todo cifras y palabras fechas y nombres frases y trampas y sin hacer caso de las amenazas del profesor ni de los abucheos de los sabelotodo en la negra pizarra de la desgracia dibuja el rostro de la dicha Las siguientes guías de acción pueden servirte para acercarte a un estilo de vida hedonista: 1. Saca tiempo para el disfrute La vida no se ha hecho sólo para trabajar. Se trabaja para vivir, no lo contrario. Tu momento de descanso, tu recreación y tus vacaciones no son un “desperdicio de tiempo”, sino una inversión para tu salud mental. No postergues tanto la satisfacción esperando “el día”. No hay un tiempo para el amor, como no hay un tiempo para quererte a ti mismo. Tú lo defines de acuerdo con tus necesidades y ganas. No hagas de la responsabilidad una obligación extenuante y dogmática. 2. Decide vivir hedonísticamente Acepta que la búsqueda del placer es una condición del ser humano. Forma parte de ti como algo natural. No es algo malo y sucio, primitivo y sórdido. Ser hedonista no es promulgar la vagancia, la irresponsabilidad o los vicios que atentan contra tu salud. Es vivir intensamente y ejercer el derecho a sentirte bien. Sería inhumano contigo mismo negarte esta posibilidad. Haz un alto en el camino de la rutina y piensa qué te hace vibrar y emocionar, qué te gusta y qué no, si en ese andar monótono y plano no te has olvidado de sentir. Recuerda las veces que, innecesaria e irracionalmente, has evitado buscar lo agradable por creer que no era lo correcto o por miedo a excederte. ¿Cuántos momentos de felicidad has perdido por creer que no los merecías? ¿Cuánto tiempo has desaprovechado de la poca vida que tienes haciendo cosas que no te producen satisfacción? Busca en tu interior y encontrarás un vacío: la pasión. Tienes la obligación de generar alternativas de vida para mantenerte feliz. Si te resignas a un estilo de vida de mera subsistencia, ella se reducirá a su mínima expresión y perderá su principal encanto: la alegría de vivir. Si potencias tus experiencias placenteras, se abrirán nuevos horizontes y te harás inmune a la peor de las enfermedades: el aburrimiento. Tienes un talento innato para vivir “bien”, no lo desaproveches. 3. Explora, busca, indaga Una vez que decidas darle más importancia al principio del placer, debes comenzar a trabajar para sentirte bien. Tu principal arma es la exploración. No esperes a estar “totalmente seguro” para ensayar cosas nuevas. ¡Arriésgate! El placer no sólo está en encontrar nuevas fuentes de gratificación, sino en buscarlas. No necesitas tener un rumbo fijo. ¡Improvisa! Explorar no es hacer un mapa detallado de cada paso que vas a seguir, sino dejarte llevar por la intuición, sin pensar demasiado y sin razones claras. El “porqué sí” es aquí tan válido como cualquier otra razón. No te resistas a probar lo nuevo. Si te invitan a un programa diferente, no lo descartes de entrada; ve y prueba. Nunca sabrás con certeza donde encontrarás algo agradable y apasionante. No tengas opiniones a priori cuando de conocer se trata. Deja entrar la información libremente, sin ideas preconcebidas, y simplemente siéntela; si te agrada, acéptala y si no, apártala de ti. El hedonista es un incansable investigador de lo increíble y lo prodigioso (que no necesariamente debe ser un récord Guinnes). Lo inaudito puede estar en las personas más sencillas y en las cosas aparentemente más simples. Los aspectos placenteros de la realidad están a la espera de que los descubras: ¡Anímate! 4. No racionalices tanto las emociones agradables La idea no es negar la importancia del pensamiento. De hecho, tu manera de pensar tiene influencia sobre el tono afectivo (agradabilidad o desagradabilidad) de tus sentimientos. El problema es que si intentas “explicarte” y comprender permanentemente los sentimientos, los obstruyes irremediablemente. Obstaculizas su fluidez, los inhibes, los distorsionas e impides su normal desarrollo. La influencia cultural ha sido tanta, que no somos capaces de oír, mirar o tocar “sin pensar”. Hay una tendencia clara a “ubicar” la emoción en categorías conceptuales, juicios de valor y opiniones. Es muy difícil lograr una imagen emocional desprovista de razón. Con esfuerzos y entrenamiento, algunas pocas personas, como por ejemplo los yogas, logran “limpiar” en parte la imagen y dejarla lo más pura posible. Pero la gran mayoría optamos por la alternativa opuesta. Las imágenes emocionales tienen más de razón que de sentimiento. Si lo intentas, puedes “balancear” la influencia de la razón y sentir de una manera más pura. El objetivo no es convertirte en un maestro budista. Simplemente, alejar un poco los porqués y descorticalizar las emociones placenteras. Sal un día a caminar con la sencilla idea de escuchar los ruidos que te ofrece la ciudad. Si estás en el campo, descubre los sonidos que te ofrece la naturaleza. Discriminarás chirridos, crujidos, voces lejanas, el paso de una vaca, el taconeo de una tabla movida por el viento, un carro lejano, algún pájaro, el viento, etc. Un idioma entendible, pero desapercibido. En los recorridos diarios, mira con detalle las cosas que conviven contigo en el mundo: un cartel, una fachada, el color descolorido de las aceras, un viejo árbol, las caras de las personas que miran por las ventanillas de los atestados buses, etc. En tus paseos a la finca, mira los colores y sus tonalidades, detalla desde las pequeñas hormigas hasta la conducta asombrosa de los pájaros, recorre la formación montañosa, detente en una flor, en las hortalizas, en los frutales que cuelgan de los árboles, en las piedras, en los charcos, etc. Cuando mires, no seas un inquisidor evaluativo, sólo mira. Si te sientas a comer, disfruta de tu comida. Demórate un poco más en masticar y en degustar los alimentos. Saboréalos, deshácelos y déjalos en tu boca hasta que las papilas los asimilen. Intenta degustar sin condimentos de vez en cuando; sin sal, vinagre o pimienta. No comas sólo para no morirte de hambre; paladea y estimula el gusto. Igualmente, sensibiliza y recupera tu olfato. Oler no es de mala educación. Es uno de los mayores placeres cercenados por la cultura occidental. No sólo me refiero a olfatear un buen vino, sino todo aquello que valga la pena, como por ejemplo la comida (aunque digan que no es correcto), las flores, el pelo, los perfumes naturales, la brisa, la boñiga, los caballos, el amanecer, el humo, lo nuevo, el plástico, lo limpio, lo sucio, etc. El olfato es uno de los principales recursos de las personas sensuales, refinadas y sibaritas. Los que promulgan su represión no son otra cosa que abstemios de placer. Finalmente, todo tu cuerpo posee la facultad de sentir a través del tacto. Tu piel es uno de los mejores sensores. Desgraciadamente, debido a su relación con la actividad sexual humana, es el más castigado y censurado. No temas a tu piel, ella te pondrá en relación con un mundo adormecido por el uso de la ropa y los tabúes. Te permitirá establecer un contacto más directo e impactante del que te produce ver u oír. No sólo te posibilita “tocar” una persona, una superficie tersa o áspera, algo frío o caliente, sino también ser “tocado” por otro ser humano, por la lluvia o por cualquier objeto. No debes darle a tu epidermis un sentido ofensivo y vulgar como hacen los mojigatos. Si quieres acariciarte y sentir tu propia piel, ¡hazlo!; después de todo, es tu cuerpo. Enfréntate a la naturaleza sin tantas defensas, quítate a veces la camisa o la ropa si te provoca, siente la brisa, el frío o la tibieza del sol. No esperes las vacaciones para sacar tu piel a sentir. Cuando acaricies a alguien, concéntrate en lo que sientes piel con piel, déjate llevar por la “química”. Juega con tus dedos len tamente, deslízalos, apóyalos, retíralos; fisiológica- mente encantador. Camina descalzo, revuélcate en la hierba. Si te bañas, no te seques inmediatamente y concéntrate en cómo tu piel evapora el agua, siente el agua correr lentamente. Sal a caminar en plena tormenta y déjate llevar por el viento. Busca algo que nunca hayas tocado y hazlo. Preséntate y conócelo. Sin pensar y sólo a través del idioma de la piel. El contacto físico es la mejor manera de comunicar afecto. No necesitas hablar, ni justificar, ni elaborar, ni explicar nada. El amor tiene la facultad de comunicarse sin más lenguaje que un abrazo, una caricia o un beso. En definitiva, la mente y la emoción pueden estar juntas, y de hecho así lo hacen. Sin embargo, dependiendo de las situaciones, debe prevalecer una sobre otra. Por ejemplo, en tus decisiones de trabajo, la emoción debe dar paso al razonamiento concienzudo; pero cuando estás haciendo el amor, disfrutando de un paseo, escuchando tu música favorita o pasándola bien, los juicios fríos y los “porqués” sobran. Autoelogio Una de las características más determinantes y distintivas de los humanos es, sin lugar a dudas, la capacidad de reflexionar y pensar sobre uno mismo. Más aun, poseemos el don de ser conscientes de nuestra propia conciencia. Pensamos sobre lo que pensamos y analizamos la propia manera de actuar y sentir. Al fenómeno de “ser conscientes” se lo llama metacognición. Evaluativamente, los animales no han alcanzado aún este estadio de conocimiento. De ser así, probablemente habría vacas deprimidas, hipopótamos suicidas y jirafas con problemas existenciales. Permanentemente estamos hablando en silencio con nosotros mismos y rumiando sobre esto o aquello, a veces de manera automática (no consciente) y otras de manera controlada o consciente. El diálogo interno comienza en la infancia y se desarrolla en la adolescencia. Alrededor de los cinco años, los niños estructuran e internalizan lo que los autores han llamado “lenguaje interno”. Este lenguaje, a medida que el niño crece, va ejerciendo cada vez más dominio sobre los estados emocionales y la conducta, permitiendo su control o liberación, dependiendo de las necesidades del sujeto. No cabe duda de que el pensamiento determina en gran parte, no totalmente, la forma de comportarnos y de sentir. Dicho de otra forma, las autoverbalizaciones o el diálogo interno pueden afectar positiva o negativamente, de manera similar a como las palabras de otros también pueden ejercer un determinado efecto sobre tu estado de ánimo. Si alguna persona que para ti es muy impor tante te insulta o te habla mal, sin duda te disgustarás e incluso podrás llegar a deprimirte un poco. Si esa misma persona se dirige a ti con palabras halagadoras y estimulantes, muy probablemente te agradará y te hará sentir bien. Las autoverbalizaciones poseen la misma facultad de aquellas verbalizaciones que llegan de otros. Es indudable entonces que aceptar el poder del pensamiento y del diálogo interno, siempre y cuando no se exagere su uso como el de la racionalización excesiva, es adoptar una posición optimista frente a la condición del ser humano. La investigación en psicología clínica muestran que muchas patologías se caracterizan por un tipo especial de pensamiento. Por ejemplo, los sujetos depresivos poseen lo que se conoce como la tríada cognitiva: pensamientos negativos frente a sí mismos (se autocatalogan como inadecuados, deprivados e inútiles), frente al mundo (hostil, rechazante y con infinitos obstáculos) y frente al futuro (incierto, oscuro y triste), Si te recriminas tu manera de actuar, si te dices a ti mismo que el mundo es un asco y el futuro una porquería, obviamente no te agradará esta vida, ni probablemente otra. Antes de seguir adelante vale la pena insistir en que reconocer la importancia del diálogo interno no es, tal como lo vimos en el apartado anterior, hacer un culto a racionalizar. Tampoco es “engañarse a uno mismo” y distorsionar la información. No es “tapar el sol con el dedo” y decir que está nublado. Cuando tengas tus diálogos internos, en lo posible que sean positivos, pero con una dosis de realismo. El autoelogio es una manera de hablarte positivamente. Es una forma de contemplarte y de reconocer tus actuaciones adecuadas. No hace falta, ni es necesario que lo hagas en voz alta y en público; serías sancionado y duramente criticado. La autoestimulación puede ser más poderosa en sus efectos que la felicitación o el elogio que viene de afuera. Permite el fortalecimiento de la autoestima, genera buenos hábitos de higiene mental y, lo más importante, ayuda a que la conducta autoelogiada se siga dando en el futuro. Debido a la absurda costumbre cultural de ver el autocastigo y la autocrítica de los comportamientos negativos como una mejor vía de aprendizaje que el autorreforzar las conductas positivas, se ha desarrollado el vicio de focalizarse en lo malo. Si lo único que ves son tus comportamientos incorrectos, el autoelogio será inaplicable. Parecería que la sociedad considera el autoelogio como dañino, inútil o superfluo: el ego no debe alimentarse mucho y el deber no necesita felicitaciones. ¿De dónde provienen estas absurdas e irracionales ideas? Por lo general, se considera que es más digno dar que recibir y es más importante el otro que uno. El autoelogio re presenta la máxima expresión de “yo con yo”. Como decía un personaje de Mafalda: “Para mí, lo más importante soy yo”. Definitivamente, el quererse es sospechoso, es síntoma de narcisismo y de suficiencia. El amor dirigido a uno mismo es visto como “egolatría” y el amor dirigido a otros como “altruismo”. Sin embargo, el quererse también puede ser visto como amor propio y como un acto de dignidad. Las “razones” a las cuales se apela para negar el autoelogio son varias. Señalaré las más comunes: a. “No soy merecedor” o “no fue gran cosa”. Típico de las personas que ven la modestia o la subestimación de los logros personales como un acto de entrega y humildad, a la manera de los grandes hidalgos. En realidad, es un acto de hipocresía en la gran mayoría de los casos. La otra explicación, tampoco muy prometedora, se refiere a personas cuyas metas son tan inalcanzables, que el elogio y la felicitación se hacen imposibles. Todo lo que hagas bien, o así te parezca, es digno de autoelogio. No debes ganar un premio Nobel o hacer verdaderas cruzadas al mejor estilo de los caballeros del medievo. Subestimar tus logros y tu desempeño, siendo en realidad buenos, es una señal de que tu salud mental empezó a flaquear. Siempre eres merecedor de tus propias felicitaciones. b. “Era mi deber” o “era mi obligación”. Esta actitud mili tarista, típicas del más obsecuente recluta, no le sirve a tu autoestima. ¿Llevaste a cabo bien tu deber? ¡Felicítate! ¡Regálate un “muy bien”! Tu principal deber es para contigo. ¡Date un abrazo! Se ha dicho con vehemencia que el deber no se premia. De ser cierto, muchos deberían devolver medallas. Hasta en el más vertical y autoritario de los sistemas se premia y se elogia. Si tu diálogo interno es el de la obligación absoluta, no te sentirás con el derecho de elogiarte. Los vivirás como un acto de cobardía, dejarás de lado el placer de colocarte medallas cuando tu esfuerzo te acerque a las metas personales. c. “Autoelogiarse” es de mal gusto. Si lo haces en tu fuero interno, simplemente nadie se dará cuenta. El buen gusto comienza por casa. Autoelogiarse es una necesidad. Si no alimentas tu autoestima, tu ego será anémico y raquítico. ¿Es de mal gusto tener gases, orinar, dormir, bostezar? Si lo haces en público, muy posiblemente sí, pero a solas se te permite hacer eso y cualquier otra cosa más. El autoelogio, por definición, es un acto que realizas a solas, de manera encubierta, sin espectadores de ninguna índole. El amor nunca es de mal gusto. El castigo sí. El autoelogio puede ser entendido como si se tra tara de un elogio a otros, sólo que dirigido a uno mismo. Cuando intentamos halagar a alguien, podemos utilizar al me nos cuatro formas de elogios, según el grado de compromiso. Elogios impersonales. Ampliamente fomentados por la cultura de los buenos modales y la etiqueta, son considerados signos de buena educación y diplomacia. Lo que se admira en estos casos son cosas materiales que posee la persona, sin hacer mención a ningún atributo personal y sin involucrarse uno. “Tu camisa es muy linda”, “Tienes una hermosa casa”, “Tu perfume huele muy bien”, etc. La persona receptora por lo general acepta el halago del objeto material que le pertenece con un “gracias”. Aunque no puede considerársele una expresión de sentimientos o afecto, es un hecho de cortesía (por lo general no sentido). De todas maneras, no está de más que intentes ser cortes contigo mismo, elogiando las cosas materiales que realmente te agradan. Admira las cosas materiales que te rodean y te pertenecen. ¡Felicítate por tenerlas! Elogios personales donde se involucra parcialmente a la persona a la cual va dirigido el elogio. Algunas personas se aventuran a dar un paso más en la expresión de elogios y, además de referirse al objeto, tangencialmente hacen referencia a la persona. “La camisa te queda bien”, “Ese peinado te sienta muy bien”, “Tu casa muestra que tienes buen gusto”, etc. Este tipo de elogios son de mayor exigencia, pero aún el compromiso del emisor del mensaje es poco. Puedes involucrarte en tus propios auto- elogios. “Esta camisa me queda bien”. “Definitivamente, mi casa muestra que tengo buen gusto”, “El vestido de baño me sienta”, “Hoy estoy muy bien vestido”, “Sé elegir muy bien a mis amistades”, etc. Elogios dirigidos a ciertas características de la persona. Aquí el compromiso del que dice el halago es mayor. “Eres muy inteligente”, “Tu cuerpo es muy bello”, “Tu voz es espectacular”, “Eres una gran persona”, “Eres una persona ejemplar”, “Eres muy buen amigo”, etc. Como puede verse, el elogio va dirigido a rasgos, valores, características físicas o habilidades de otras personas. Busca qué cosas te gustan de ti, elógiate y, de paso, agradécete, como te agradecería cualquier persona que recibiera el halago. La educación también comienza por casa. Elogios dirigidos a características de la persona donde el dador del elogio se involucra. Muy pocas personas son capaces de dar este tipo de halagos sin sentirse ridículos, nerviosos o inseguros. Aquí el dador dice lo que le produce la persona. Se expresa un sentimiento asociado al elogio. “Admiro tu inteligencia”, “Me encanta tu cuerpo”, “Adoro tu sonrisa”, “Envidio tu alegría”, etc. Este tipo de elogios genera estrés en el receptor y en el dador. Ambos se turban y no saben qué decir. La expresión de afecto dirigida a otras personas tiene tantas condiciones y requisito en nuestra cultura, que se vuelve cada vez más difícil decirle “te quiero” a alguien sin que se sospeche alguna tendencia homosexual o algún tipo de perversión. Si le dijera a algún amigo que lo quiero mucho y que me gusta estar con él, me vería con desconfianza. Si se lo dijera a alguna amiga, probablemente ella lo interpretaría como una cuasi-declaración de amor imposible. La expresión libre y franca de sentimientos positivos a las personas que nos rodean no es fácil. Hay prevención y desconfianza en el ambiente. No obstante, estos problemas parecen desaparecer a la hora de autoelogiarse. Decirse: “Me gustan mis ojos”, “Me encanta ser inteligente”, “Me fascinan mis piernas”, etc., no ocasiona riesgos, ni rechazos, ni malentendidos. La autoexpresión de sentimientos positivos nos hace sentir bien, sencillamente porque es agradable el buen rato. ¿Qué hacer para generar la sana costumbre de autoelogiarse? En primer lugar, debes conectarte a un procesamiento controlado, es decir, hacerte consciente de tu diálogo interno y de lo que te dices cuando has alcanzado un logro. Puedes descubrir que no te dices nada (el éxito pasó desapercibido) o te autocastigas (el éxito ha sido insuficiente para las aspiraciones que posees): “Lo debería haber hecho mejor”. Recuerdo que a los 20 años, mi nivel de autoexigencia en cuestiones académicas llegaba a límites absurdos. En esa época estudiaba ingeniería electrónica, una carrera que dejé en quinto año cuando decidí ser sincero conmigo mismo. Lo importante es que, pese a la poca vocación por los cables y los chips, si mis notas bajaban de nueve o diez, me deprimía profundamente. Mientras mis compañeros celebraban un siete en álgebra, yo me castigaba (verbalmente) por un ocho. La insatisfacción frente a mi propio rendimiento no daba cabida al autoelogio. Desde mi óptica rígida, era absurdo que un seis o un siete merecieran tanto alboroto. Hoy he aprendido que mientras no sea perjudicial, dañino o peligroso para mí u otros. Puedo felicitarme por lo que quiera: cada uno fija sus estándares. Mi excesiva autoexigencia era perjudicial para mi salud mental: no sólo me generaba estrés sino también insatis facción y tristeza. El siguiente método te ayudará a adquirir la sana costumbre de autoelogiarte: El primer paso consiste en hacerte consiente de cómo te tratas y de lo que te dices a ti mismo. Esto se logra llevando un registro detallado durante una o dos semanas, donde figure el comportamiento susceptible de autoelogio y lo que te dices después de realizarlo. El segundo paso es estar pendiente, ya sin anotar, de cuándo haces algo bien hecho para autoelogiarte. En las etapas iniciales, el autoelogio debe ser en voz alta (a solas) para que te puedas escuchar: “¡Eso estuvo bien!”, “¡Genial!”, etc. El tercer paso consiste en autoadministrarte el autoelogio en voz baja, hasta que se convierta en pensamiento. El cuarto paso es ensayarlo bastante, para que a través de la práctica se afiance y se vuelva automático, como manejar un carro o escribir a máquina. El autoelogio, como cualquier reforzador, debe utilizarse de manera discriminada. O sea, debe ser selectivo para que no se desgaste y pierda su poder. Tú eliges qué conducta vas a autoelogiar, pero si quieres mantener su capacidad motivadora, no lo utilices compulsiva y ciegamente. No la malgastes. Autoelógiate cuando pienses que vale la pena. No es una dádiva que tienes que darte por pesar, sino un premio que has ganado y por lo tanto mereces. En resumen, posees la capacidad innata de hablarte a ti mismo y de comprenderte. Este diálogo encubierto, al cual sólo tú puedes acceder, tiene una enorme influencia sobre tu manera de actuar y sentir. Estas autoverbalizaciones tienen el poder de hacerte sentir bien (por medio del halago, el elogio y el trato respetuoso) o mal (el castigo, la burla, el menosprecio y el irrespeto). Si te dices: “Tengo capacidades y por lo tanto debo confiar en mí”, te estás autoelogiando. Si te dices: “Soy el ser más ridículo del mundo”, te estás irrespetando y tratando mal. Si el autoelogio sigue a un comportamiento positivo, este comportamiento se fortalecerá y tendrá mayor probabilidad de repetirse en el futuro. El autoelogio es un arma poderosa que debes cuidar y no usar indiscriminadamente. No malogres su fuerza utilizándolo de manera ciega. Aplícalo a aquellas conductas que valgan la pena y que te hagan crecer como ser humano. Autoelogiarte por lastimar a alguien, sacar una mala nota o traicionar a un amigo, no te conducirá sino a la autodestrucción. Finalmente, el autoelogio tiene ventajas que le son propias: es rápido, económico, se puede aplicar cuando y donde uno quiera, no se ve (pero se siente), no es criticable, es de uso exclusivo personal y, utilizado con caute la, no se desgasta. Tienes el derecho a la autoexpresión de sentimientos. El lenguaje encubierto es una de las tantas vías de acceso a quererte. Autorrecompensa Es otra manera de autoexpresarte el afecto. La autorrecompensa es el proceso por el cual nos autoadministramos estímulos positivos. Aunque parezca extraño, algo tan obvio y claro, intrínseco al ser humano, en nuestra cultura se vuelve confuso y enredado. El culto al ahorro excesivo nos ha llevado a creer que todo aquello que no redunde en plata o en beneficios materiales es una mala inversión. De otra parte, el egoísmo es tan mal visto y tan duramente sancionado, que en muchas ocasiones caemos nuevamente al otro extremo y preferimos regalar que regalarnos (no vaya a ser cosa que nos digan individualistas). Las ideas de que nada es imprescindible y que sólo es necesario lo urgente e imperioso, nos llevan irremediablemente a considerar como derroches intrascendentes muchas cosas que nos harían vivir un poco mejor. De hecho, podríamos prescindir de un buen carro por uno de menor costo y más pequeño, de gran parte de la ropa, de los cinturones, del últi mo botón de la camisa, de la Coca Cola, de los estilógrafos elegantes, de los gemelos o mancornas, del pisapapeles, de las mesas de noche, de las lámparas, etc.; la lista sería interminable. La mejor manera de ahorrar es irse a vivir debajo de un puente. Uno de mis pacientes, un señor ya de edad avanzada sufría una depresión moderada, evitaba estar en su casa y no había hallado la razón. Cuando fui a observar cómo era su hábitat y a intentar hallar la causa, descubrimos un cúmulo de pequeñas-grandes cosas que realmente no favorecían el buen estar del anciano. Muchas de ellas, inexplicablemente, seguían en su territorio y convivían con él. Un cuadro de caballos que le aterraba; una cajón de la mesita de noche (donde guardaba sus gafas, remedios, etc.) siempre ponía problemas cuando intentaba abrirlo y, al lograrlo, por lo general el cajón terminada en el suelo; el color de la pared del comedor era de un mostaza subido (color que odiaba); la mitad de sus toallas eran apelmazadas y almidonadas (“me encantaría comprar toallas”, decía); las cobijas eran cortas y se le enfriaban los pies por la noche; le fastidiaba la nata en la leche, pero los coladores la dejaban filtrar; la cortina de la biblioteca transparentaba la luz; la radio portátil tenía problemas de sonido, etc. Contrariamente a lo que pensarán muchos, el anciano no “era de malas”; ¡tenía dinero y recursos para cambiar estas cosas! Todos te nemos algo de mi anciano paciente. Irracionalmente aceptamos convivir con cosas que no queremos o nos disgustan, simplemente porque nos sentimos culpables al salir de ellas. En mi propio clóset encuentro que la mitad de la ropa no me agrada, no me la pongo, pero la dejo colgada. Modificar esas pequeñas-grandes cosas ayuda a sentirse mejor. El culto al ahorro nos hace almacenar cualquier cosa. Botellas, cables, clavos oxidados, recortes de periódicos, etc. Todo, por si algún día… En mis mudanzas tiro a la basura cajas de desperdicios que he venido guardando estúpidamente con mucho cuidado. Atesorar demasiado lleva a como dice el refrán: “Vivir como pobres y tener un entierro de ricos”. No estoy defendiendo el descuido y la irresponsabilidad en el manejo de los bienes personales. La idea tampoco es vivir algunos años en la opulencia y los otros en la miseria más espantosa. El espíritu del ahorro es bueno si se hace con prudencia. Ahorrar no debe convertirse en un fin en sí mismo, sino en una actitud previsora. Tener por tener te ubica del lado de los avaros y gastar por gastar, del lado de los derrochadores. Aunque resulte poco comprensible, algunos de mis pacientes ultraahorrativos disfrutaban coleccionado dinero como si se tratara de estampillas. El culto al ahorro no da tregua: gastar en cosas “intrascendentes” es despilfarro, y botar cosas, aunque no nos sirvan mucho, es derroche. En muchas ocasiones, teniendo modo, dudamos en darnos gusto. Si hemos visto una camisa que nos parece espectacular y muy cara, teniendo forma de comprarla, preferimos una menos linda y más barata. Una de mis pacientes era amante de las fresas con crema, pero cada vez que compraba una porción de ellas se quedaba con ganas (en realidad no suelen echar más de cuatro o cinco fresas). Inexplicablemente, nunca había pedido dos porciones. Cuando se le sugirió que así lo hiciera, disfruto mucho la tarea. Otro señor que asistía a mi consulta comentaba, con cierta pena, que deseaba saborear unas ciruelas pasas que había traído de San Andrés. Cada vez que se lo insinuaba a su señora, ella lo miraba algo extrañada porque no hallaba méritos suficientes para proceder. No había invitados ni una “ocasión especial”. De más está decir que la excusa perfecta para comerse dos tarros de deliciosas ciruelas (él solo) fue: “Sugerencia del doctor”. La señora nunca entendió la relación existente entre las ciruelas y la salud mental de su marido. Tampoco comprendió que el antojo de su marido era un motivo más que suficiente. Aunque pueda parecer simplista, si prefieres entregar tu dinero a las farmacias, a los psicólogos y médicos, no te des gustos. La filosofía cicatera del que se apega demasiado al dinero y a las cosas no permite la autorrecompensa. El tacaño siempre verá la recompensa como innecesaria, debido a que no producirá nada tangible. Dirán: “No es necesario, ni vital, ni de vida o muerte”. Tú necesitas la autorrecompensa. Al igual que el autoelogio, ella fortalece tu autoestima y no permite el auto- castigo, el automenosprecio y la insatisfacción. Evita que te vuelvas insensible a tus logros. Te enseña a autoexpresarte, a ser detallista con tu propia persona y explícito con el propio autorreconocimiento. Tú no eres menos importante que tus amigos o que las otras personas. Es inútil que intentes una postura de dureza e insensibilidad. Todos somos sensibles a las manifestaciones y automanifestaciones de afecto. Nadie es tan fuerte. La carencia del autorrefuerzo no te hará psicológicamente más recio. No hay callos que puedan desarrollarse frente a la necesidad innata de amarse. La fortaleza no está en aceptar tus éxitos de manera inquebrantable y estoica, negando que necesites alguna autorrecompensa. Cuando hayas hecho algo que valió la pena, o simplemente porque se te dio la gana, date gusto. Un acto de delicadeza para con tu persona. Piensa por un momento en antojos que hayas tenido hace tiempo. Revisa con cuidado cuántos de ellos no han podido llevarse a cabo, simplemente porque tú no has decidi do hacerlo. No es que no hayas podido, sino que no te has animado. No has tenido el coraje para perder el norte y salirte momentáneamente de la impasible actitud ahorrativa y contemplativa del que deja para mañana lo que debería hacer hoy. Los autorrefuerzos materiales, como comida, ropa, joyas, etc., no son los únicos. Darte gusto implica la auto- administración de cualquier cosa que te haga sentir bien, y que obviamente no sea nocivo para tu salud. Hacer la actividad que te agrada, o dejar de hacer algo desagradable, es una forma de premiarte. ¿Te premias? ¿Te das gusto?, ¿Cuánto tiempo a la semana estás contigo? ¿Cuánto tiempo has dedicado en construir un espacio agradable a tu alrededor? Disponer de varias formas de autorrecompensa es organizar un ambiente motivacional sano para tu salud mental. Algunas personas tienen una habilidad sorprendente para “fabricar” ambientes lúgubres e insulsos: construyen así su propio nicho ecológico. El que sabe quererse deja su marca en todas las cosas. Su territorio está “diseñado” por él. No es un cúmulo de cosas puestas por una decoradora porque están de moda. Ser arquitecto de su propio ambiente es uno de los lujos que aún se nos permite y que no aprovechamos. Revisa algunos aspectos de tu ambiente e intenta remodelar lo que te desagrada. Piensa, por ejemplo, en tu casa, tu vida social y tu recreación. ¿Tu casa está acoplada a tus necesidades? ¿Cuán tas cosas te molestan y pese a eso aún subsisten contigo? ¿Qué te gustaría hacer con tu habitación? ¿Cuántos “amigos” no te gustan? ¿A cuántos lugares concurre que no quisieras ir? ¿Cuántas comidas comes que te aterran, pudiendo comer otras cosas? ¿Planeas tu diversión? ¿Hace cuánto no sales a lugares que te agradan simplemente por “descuido”? ¿Cuánto dinero inviertes en recreación? En fin, pregúntate si lo que has construido a tu alrededor contribuye a tu felicidad o a tu entierro en vida. Muchos dirán que no es fácil, que el siglo veinte nos lleva demasiado rápido, con estrés y consumismo. Pues con más razón debemos “refugiarnos” en un estilo de vida donde compensemos la adrenalina y generemos inmunidad. La autorrecompensa ayuda a este fin. No a los cultos Como hemos visto hasta aquí, la autoestima puede fortalecerse por medio de varios recursos. Estos caminos hacia la autoestima, por influencia del aprendizaje social, se han visto obstaculizados debido a ciertas creencias. Hemos creado una especie de veneración por un conjunto de atributos, los cuales consideramos indispensables para sentirnos “buenos humanos” y separarnos de las especies inferiores. Hemos pen sado que estas características típicamente humanas nos dignifican y enaltecen; nos colocan por encima de otras especies vivientes y permiten ir por la vida de manera más digna. No obstante la buena intención de nuestros antepasados, estas ideas se han llevado a extremos perjudiciales para nuestra propia autoestima y sensibilidad. Dichas ideas ritualistas son: el culto a la habituación, el culto a la racionalización, el culto al control, el culto a la modestia y el culto al ahorro. Ellos son los peores enemigos de su autoestima. La exaltación casi ritual de estas cinco creencias nos lleva al menosprecio y a la subestimación personal. Por querer realzar la condición humana, se ha mutilado y restringido su esencia fundamental. Como tantas otras cosas, nos pasamos de la raya. Si eres una persona que se maneja dentro de las costumbres, muy racional, siempre en su punto, que no se ufana de sus logros y que no se excede en sus gastos, serás el partido ideal para más de una suegra o suegro. No importa que tanto te aburras o te sientas asfixiado por tus normas y reglas, serás una persona “estable”. O lo que es lo mismo: inmóvil, invariable, inconmovible, inalterable, definitivo y constante. Algo así como un árbol o un monumento de granito. Si haces un culto a las ideas mencionadas, te extralimitarás en su uso y te convertirás en un ser de plástico. No critico las creencias en sí, sino su emulación y glorificación extrema. Su uso indiscriminado sólo te llevará a la “incultura” del sentimiento: la capacidad de expresar. El culto a la habituación te impedirá innovar y descubrir otros mundos. No te posibilitará el cambio en ningún sentido, irremediablemente quedarás a la saga y tu ambiente motivacional se reducirá cada vez más. El culto a la racionalización te convertirá en una especie de computador. Filtrarás absolutamente todo sentimiento. Te servirá para evitar las malas emociones, pero distorsionará las emociones placenteras. El amor será una partida de ajedrez o un problema que se debe resolver. El culto al autocontrol será un dique de contención a todas tus emociones y sentimientos. Temerás tanto excederte, que te olvidarás de sentir y gozar. El culto a la modestia te llevará a no valorar tus éxitos y esfuerzos. Terminarás negándote a ti mismo. El culto al ahorro te impedirá darte gustos. Creerás que el dinero es un fin en si mismo y no un medio para autorrecompensarte. Tal como dije antes, estas creencias no son malas en sí mismas, pero en altas dosis y llevadas al extremo son perjudiciales para tu salud mental. Nuestra cultura ha hecho especial hincapié en los efectos perjudiciales de la pedantería, el despilfarro, la impulsividad, etc., indudablemente dañinos, pero olvidó alertar sobre su uso indiscriminado. Deja siempre un espacio para moverte. Que su tradicionalismo permita algunos cambios, que tu modestia deje escapar un autorreconocimiento, que tu corteza cerebral deje de vez en cuando jugar a las emociones, que tu autocontrol te permita una cana al aire, que tu presupuesto se salga de vez en cuando de lo previsto, etc. Date la libertad y un espacio para moverte. Para poder amarte a ti mismo debes darte permisos de vez en cuando. Sin embargo, estos permisos no debes ser nocivos para tu salud ni para las personas que te rodean. Si así fuera, ésa no sería una manera de quererte o querer a otros. Una filosofía sana, orientada al autoamor, es cuidarte por sobre todas las cosas y no producirte daños. Ningún padre prostituiría a una hija, ni daría drogas a un hijo. El no hacer un culto de las ideas mencionadas no significa irte para el otro lado y volverte un loco descontrolado, irracional e irresponsable. Quererte a ti mismo es contemplarte, cuidarte y expresarte amor de manera responsable, buscando tu crecimiento personal y no tu ruina. “No a los cultos” significa reconocer que determinados valores inculcados por nuestra sociedad se han llevado demasiado lejos, y que su ponderación exagerada, en muchas ocasiones, impide fortalecer la autoestima. Si tomas muy a pecho las creencias mencionadas y las conviertes en dogmas de fe, te sentirás un pecador cada vez que no cumplas al pie de la letra. Te sentirás culpable de amarte a ti mismo. HACIA UNA BUENA AUTOEFICACIA “Nadie puede hacerte sentir inferior, sin tu consentimiento”. ROOSEVELT Como se vio en la primera parte, el autoconcepto puede verse maltratado debido a la trampa de establecer metas irracionalmente altas y a una ambición desmedida. Es decir, funcionar con un estilo demasiado competitivo, autocrítico y estricto con el propio rendimiento, a la larga, o a la corta, conduce al fracaso adaptativo. El resultado final será un autoconcepto debilitado, apagado y endeble. Sin embargo, no exigirse es tan malo como sobre- exigirse. El extremo opuesto lo constituyen aquellas personas cuyas metas son pobres, vacilantes e inseguras, que desfallecen ante el primer obstáculo y se muestran indecisas ante los problemas. Así como la autoexigencia desmedida destruye y castiga el ego, la falta de ambición impide un buen crecimiento del mismo. Los retos y los propios desafíos son el alimento principal con los cuales se nutre el autoconcepto. Si no posees metas o son demasiado diminutas, tu ego será raquítico y frágil. Si no enfrentas los problemas y no peleas para alcanzar tus metas, tu ego morirá de inanición o se atrofiará. No lo dejarás crecer. Sobrerrevolucionar el motor es tan malo como no despegarlo. Ambos caminos conducen al mismo final. El principal enemigo para el crecimiento del autoconcepto es la falta de confianza en sí mismo. Si desconfías de ti, no podrás amarte. A la confianza y convicción de que es posible alcanzar los resultados esperados se la denomina autoeficacia. La baja autoeficacia te llevará a pensar que no eres capaz. Entrarás en un círculo vicioso, pero por lo bajo. Si no tienes confianza en ti mismo, tus retos personales serán pobres, evitarás enfrentar los problemas, el primer obstáculo te hará desertar, te sentirás fracasado y perderás nuevamente autoeficacia; lo que a su vez bajará tus metas y autoexigencia. Tu terrible círculo seguirá retroalimentándose negativamente y tú estarás perdiendo, cada vez más, seguridad y confianza. Una alta autoeficacia hará que tus metas seas sólidas, te permitirá persistir ante los imponderables y afrontar los problemas de una manera adecuada. La autoeficacia es básicamente una opinión efectiva de uno mismo. Dicho en otras palabras, las personas pueden pensar que poseen todas las habilidades y capacidades para obtener determinados resultados y, pese a todo, no estar convencidas de alcanzar exitosamente las metas. Imaginemos un atleta próximo a realizar un salto donde hay en juego una medalla de oro. Supongamos que el hombre está seguro de poseer las habilidades, un buen entrenamiento, un excelente estado físico y el público a favor. Consideremos además que ya había saltado esa marca anteriormente. Todo está a su favor. Sin embargo, de pronto e inexplicablemente, duda. Se dice a sí mismo: “¿Seré capaz?”, “¿Si me equivocara en el salto?” Las dudas generarán ansiedad y tensión. Sus músculos no responderán y su salto no será bueno. Posiblemente su próxima competencia estará anticipada por pensamientos inhibitorios y de desconfianza en sí mismo: “No soy capaz”, aunque todo esté a su favor. La expectativa de éxito no solo implica, como aparentemente podría pensarse, un análisis racional y frio de las posibilidades objetivas de éxito (expectativas de resultados), sino también la valoración subjetiva de qué tan capaz se siente el sujeto (expectativa de eficacia). Como cualquier creencia, esta última valoración es cuestión de fe y confianza. La desconfianza en uno mismo barre con las capacidades y habilidades. En mi consulta psicológica veo a diario personas que, aunque poseen todos los recursos necesarios, fracasan porque su autoeficacia es débil. Mas aún, una mayoría considerable de ellas ni siquiera intentan luchar por sus metas; su argumento es: “No me siento capaz de hacerlo”. Cuando se les plantean las altas probabilidades de éxito, mostrando que los pro son más que los contras y que poseen las capacidades e inteligencia necesarias, suelen contestar: “Usted tiene razón. Tengo todo a favor, pero no me tengo confianza”. Si se les presenta la alternativa de intentarlo de todas maneras y arriesgarse a ver qué ocurre, dicen: “Para qué, yo sé que me va a ir mal”. El pesimismo es la guía de las personas inseguras. Si bien la resignación cumple una función adaptativa para nuestra especie, en el sentido de que nos lleva a economizar fuerzas en situaciones donde es inútil intentarlo, es sumamente nociva cuando se utiliza precipitada e irracionalmente. ¿Cómo pueden llegar los seres humanos a dudar de sí mismos y a resignarse ante el sufrimiento y la adversidad sin intentar producir cambios, cuando existe la posibilidad de lograrlo? ¿Cómo se llega a un autoesquema de “perdedor”? ¿Por qué se hacen anticipaciones negativas del propio rendimiento en situaciones fáciles y potencialmente exitosas? ¿Por qué algunas personas se inmovilizan ante la posibilidad de superar las dificultades? Existen varias razones por las cuales las personas se ven a sí mismas como incapaces y derrotadas. El control percibido, o la percepción de la propia capacidad para modificar las contingencias inadecuadas e inconvenientes, se configura con base en las propias experiencias de éxito y fracaso y en la manera de procesar esa información. Las investigaciones en psicología indican que al menos tres factores parecen estar asociados a los problemas de autoeficacia: la percepción de incontrolabilidad, el punto de control y los estilos atribucionales. Analizaré cada uno por separado. La percepción de incontrolabilidad La imposibilidad de modificar un evento aversivo desarrolla depresión y desconfianza en sí mismo. De manera similar, una historia de fracasos que escapen al control del sujeto producirá la percepción de incapacidad, si no se sigue intentando el éxito. La experiencia de incontrolabilidad tiene un efecto demoledor sobre la conducta de lucha en personas poco persistentes. Veamos un experimento clásico realizado con animales hace algunos años en psicología experimental. En una caja que no presentaba posibilidad de escape, se colocó a un grupo de perros. El suelo de la caja estaba formado por una rejilla conectada a una fuente de electricidad. El experimento consistía en dar choques eléctricos inescapables e impredecibles para los perros. Al comienzo, los animales intentaban escapar, saltaban, ladraban, corrían por la caja, etc. Sin embargo, al cabo de un tiempo los perros mostraban una conducta pasiva, se quedaban quietos, se veían tristes, inapetentes, inmóviles y aislados. Parecían “resignados” a su suerte. El experimentador decidió, entonces, cambiarlos a una nueva caja a la cual se le agregó una puerta para que pudieran escapar si recibían las descargas. Era de esperar, que ante la nueva posibilidad de huída, los perros aprendieran a evitar los choques eléctricos. Para sorpresa de todos, los perros seguían soportando el castigo. Pese a repetir los ensayos una y otra vez, ¡los perros no escapaban! No aprovechaban la nueva alternativa que se les había colocado y se resistían a pasar por la puerta. La única forma de que aprendieran a evitar los choques eléctricos fue llevarlos a la fuerza un sinnúmero de veces fuera de la caja. Sólo así aprendieron que la puerta abierta era realmente una alternativa de alivio y solución. La única terapia fue “mostrarles” a los perros que estaban “equivocados”. Los investigadores interpretaron este fenómeno, al cual llamaron desesperanza aprendida, como causado por una percepción de incontrolabilidad exagerada. Es decir, los perros “vieron” que sus esfuerzos eran inútiles e ineficaces para lograr controlar el castigo. Se resignaron porque “pensaron” que nada podía salvarlos del dolor agobiante. Nada iba a ser capaz de cambiar la situación. Veían la puerta, pero no el escape que proporcionaba la misma. Otros experimentos realizados en humanos ante situaciones de incontrolabilidad, obviamente distintas al choque eléctrico, han arrojado resultados similares. La percepción de incontrolabilidad de eventos aversivos puede producir una baja en la autoeficacia o en la confianza en sí mismo. Una mala racha suele ser suficiente para generar sentimientos de inseguridad y depresión. De manera similar, si el fracaso se ve como ineludible, sobrevendrán sentimientos de ineficacia que podrán generalizarse a nuevas situaciones. El sujeto llegará a considerarse inepto para hallar la solución y aunque ésta se le presente como alternativa viable, descartada por considerarse él mismo incompetente. Si cobra mucha fuerza, este sentimiento de incapacidad hará que la persona no intente afrontar situaciones nuevas: las evitará. Con el tiempo, no importará qué tanto la nueva situación que deba ser solucionada sea real y objetivamente manejable, se percibirá como incontrolable pese a no serlo. Será incontrolable porque el sujeto se considerará incapaz de manejarla: habrá perdido autoeficacia. La percepción de sí mismo comenzará a ser pobre, se sentirá derrotado e incapaz de avanzar por la vida. Su autoconcepto se debilitará y no se sentirá merecedor de amor. Dejará de quererse y respetarse. Afortunadamente, como veremos más adelante este panorama desalentador puede modificarse si decides arriesgarte a enfrentar los problemas. Lo que jamás debes perder es tu capacidad de lucha. Como decía Hermann Hesse: “Para que pueda surgir lo posible, es preciso intentar una y otra vez lo imposible”. Mientras estés en la pelea, siempre habrá una esperanza de la cual puedas aferrarte. Y si pierdes, o no alcanzas lo que esperabas, por lo menos lo habrás intentado. Tu auto- eficacia y tu autoconcepto saldrán bien librados. No te sentirás un cobarde. El punto de control El estar sometido a situaciones incontrolables y catastróficas, como por ejemplo un terremoto, una inundación o una guerra, no son la única causa de una baja autoeficacia. A veces, el no intentar modificar los eventos nocivos y desagradables se debe a creencias culturalmente aprendidas. Las personas pueden ser divididas en internas o externas, de acuerdo con el lugar donde ubiquen el control de su conducta. Las personas internas colocan el control dentro de ellas mismas. Dirán que ellas guían su conducta y que son las principales responsables de los que les ocurra. Asumen el destino, no como algo dado desde fuera, sino como algo que deben construir por su propio esfuerzo. No suelen echarle la culpa a otros de lo que acontezca con su vida. Desde ese punto de vista, son realistas, perseverantes y no tienden a darse por vencidos fácilmente. Son personas seguras, aunque sí son demasiado “internas” pueden generar un estilo de superhéroes y no medir las consecuencias. Por su parte, las personas externas creen que sobre su conducta operan una cantidad de eventos y causas que escapan de su control. Piensan que su comportamiento está gobernado por factores externos a ellas mismas, frente a los cuales no pueden hacer nada. Por ejemplo, la suerte, los astros, los ovnis, el destino, etc. Suelen ser personas fatalistas y resignadas ante las adversidades. Su pensamiento es inmovilizador: “Nada puede hacerse, así lo quiere el destino”, o “Para qué intentarlo”. Si esta creencia de punto de control externo es generalizada, verán los intentos de modificar el ambiente negativo como infructuosos, o como una pérdida de tiempo inútil que a nada conducirá. La mayoría de las veces, actuar con un punto de control externo desemboca en una baja autoeficacia. La posición que asuma cada uno frente al punto de control está regulada por los aprendizajes sociales, los modelos y el sistema de valores de los grupos familiares y culturales. La propuesta no es descartar la fe, sino ponerla al servicio de tu crecimiento personal. Las creencias deben servirte como fuente de motivación y empuje, no como frenos e impedimentos para alcanzar la felicidad por ti mismo. El auge cada vez más prominente del misticismo y la superstición en nuestro medio pone de manifiesto la impe riosa necesidad de aferrarse a señales de seguridad externas. El renacer del pensamiento primitivo, no cabe duda, es síntoma de desconfianza en el ser humano. No deja de sorprenderme cómo el pensamiento mágico genera cada día más adeptos. Acepto la probabilidad de que exista vida en otros planetas, pero de ahí a que los extraterrestres vivan entre nosotros, esperando la oportunidad de entregarnos los grandes secretos de la felicidad, es francamente improbable. Además, el solo hecho de considerar esta posibilidad indica al escasa confianza en la capacidad del ser humano para alcanzar su madurez. ¡Necesitamos la sabiduría extraterrestre para superarnos a nosotros mismos! El estudio de la cultura egipcia es sin duda apasionante y misteriosa, pero confiarse a los poderes curativos de las pirámides no deja de ser un suicidio. Conozco varios fanáticos al respecto que, cuando están enfermos, recurren rápidamente a los médicos. Estas creencias ofrecen alternativas de crecimiento y mejoría de manera facilista. Pensemos en la astrología. Pese a que las investigaciones científicas serias no han encontrado prueba alguna sobre la validez de sus predicciones, los más prestigiosos periódicos del mundo tienen su sección de “adivine su futuro”. Quizás sea más fácil pensar que el futuro está ahí, a que debamos construirlo nosotros mismos con tra bajo y sacrifico. Que la posición de la luna y otros planetas afecten la conducta humana es hoy día, desde un punto de vista científico insostenible. Carl Sagan dice al respecto: “La astrología puede ponerse a prueba aplicándola a la vida de los mellizos. Hay muchos casos en que uno de los mellizos muere en la infancia, en un accidente de coche, por ejemplo, o alcanzado por un rayo, mientras que el otro vive una próspera vejez. Cada uno nació exactamente en el mismo lugar y con minutos de diferencia el uno del otro. Los mismos planetas exactamente estaban saliendo en el momento de su nacimiento. ¿Cómo podrían dos mellizos tener destinos tan profundamente distintos? Además, los astrólogos no pueden ni ponerse de acuerdo entre ellos sobre el significado de un horóscopo dado. Si se llevan a cabo pruebas cuidadosas, son incapaces de predecir el carácter y el futuro de las personas que no conocen más que el lugar y la fecha de nacimiento”. Aunque a muchos ciudadanos típicos de la edad media les hubiera parecido increíble e irrisorio, somos más artífices de nuestro destino que la posición de los planetas. La entrada a cualquier librería muestra claramente una “invasión” de literatura seudocientífica que propone alcanzar la felicidad por los caminos del esoterismo, la magia, el Caballo de Troya, los Ummitas, las sociedades secretas, la invasión inminente de fuerzas desconocidas o la visita de alguien a un lejano planeta. Lo más grave es que no se plantean como novelas de literatura fantástica tipo Bradbury, sino como material verídico de investigación. La fantasía y la imaginación son un buen ingrediente para vivir mejor. Pero si las conviertes en normas de conducta, vivirás como Alicia en el País de las Maravillas. Te alejarás tanto de la realidad que perderás el camino a casa. Si no te sientes a gusto en este mundo, antes de viajar a las estrellas intenta modificarlo. Tu planeta te ofrece maravillas incontables. La realidad supera a la imaginación si logras entrar en ella. Poner la responsabilidad de la propia vida en manos de alguien más poderoso muy posiblemente sea relajante, pero no deja de ser hasta cierto punto humillante. Entregarse pasivamente y capitular ante los obstáculos, porque así debe ser, es un acto de deslealtad con tu persona. No puedes declararte fuera de combate porque “está escrito”. Tú eres el que escribe tu destino. Dios te ha dado la tinta y el papel para hacerlo, te ha dado el poder del pensamiento y el don de la inteligencia, no para que seas víctima sino triunfador. Si todo lo pones fuera de ti, no podrás tenerte confianza. Si acaso tienes la tendencia a dejarte llevar por un punto de control externo, revisa la creencia, vuélvela más flexible y racional. Si crees en Dios, piensa en él como un asesor o como un padre que respeta la libertad de sus hijos. Si crees en los astros, piensa que ellos se equivocan demasiado. Si tu horóscopo ha salido “malo”, desafíalo. Si te lo propones, tendrás un buen día. Las cosas dependen de ti más de lo que crees. Resumiendo, si la creencia de control que posees es externa, tu empeño en alcanzar las cosas que te interesan corre el peligro de debilitarse. O, dicho de otra forma, peligra tu autoeficacia. Si tienes fe en algo o alguien, que sea un motor y una fuente de convicción de que eres capaz, no el recostadero de los cómodos. Como dice el refrán: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Los estilos atribucionales Cuando estamos ante situaciones de éxito fracaso, los humanos hacemos interpretaciones sobre las causas del porqué se dio el hecho en cuestión. Tratamos de entender lo ocurrido buscando explicaciones causales. Pues bien, esta manía de los seres inteligentes es un arma de doble filo que, mal utilizada, puede producir heridas a nuestra autoeficacia. Veamos un ejemplo de cómo una situación de éxito en un examen puede ser interpretada de distinta manera por dos adolescentes que utilizan estilos atribucionales opuestos. El adolescente uno dice: “Realmente había estudiado mucho. Si estudio así durante todo el tiempo, me irá bien en los otros exámenes y probablemente en la universidad”. El adolescente dos dice: “El examen estaba demasiado fácil, los otros exámenes no creo que sean así. Siempre son más difíciles”. El adolescente uno atribuyó el éxito a sí mismo, a su esfuerzo y perseverancia en el estudio. Más aun, interpretó que el éxito se reflejará en otras materias y será duradero en el tiempo. Conclusión: el éxito dependió de él. El adolescente dos atribuyó su éxito a factores externos (la facilidad del examen). Pensó que en el futuro los exámenes no serán tan fáciles. Conclusión: el éxito no dependió de él, sino de la escasa dificultad del examen. El primer adolescente se motivó a seguir adelante y a confiar en sí mismo. El segundo no confió en sus capacidades. El primero fortificó su autoeficacia. El segundo le dio un duro golpe. En situaciones de fracaso pasa algo similar, pero a la inversa. Si dices: “El fracaso dependió de mí, será igual siempre y en toda situación”, te sentirás incapaz de enfrentar la vida. Harás de tu futuro una oscura profecía. Si en cambio te dices: “El fracaso dependió de mí sólo en parte, no tiene por qué ser siempre así”, te sentirás capaz de intentarlo de nuevo. Harás de tu futuro una profecía de esperanza. Los estilos atribucionales son las tendencias idio sincrásicas que utilizamos los humanos para explicar la propia conducta, o la ajena. Las personas que utilizan un estilo atribucional pesimista y negativo se sentirán responsables de los fracasos pero no de los éxitos. Por su parte, la gente que hace uso de un estilo atribucional racional, optimista y positivo, tenderá a evaluar la situación de manera objetiva y se hará responsable de los fracasos o los éxitos, si realmente es así. El estilo atribucional irracionalmente optimista es tan malo como el pesimista, debido a que el sujeto también distorsionará la realidad, se atribuirá todos los éxitos y le echará la culpa del propio fracaso a los demás. Su autoeficacia no crecerá adecuadamente sino que se inflará como un globo hasta reventar. Salvar la autoeficacia y el autoconcepto a costillas de otro, o negando la verdad, no es una salida sana para tu integridad psicológica. Quererte a ti mismo es hacerlo, por sobre todas las cosas, de manera honesta. Por lo tanto, si te echas la culpa de todo lo malo y no tienes en cuenta tu contribución a lo bueno, tu autoeficacia se verá afectada. Te dirás: “Soy un fracasado”. Si nunca aceptas tu responsabilidad en lo malo, y piensas que todos los éxitos dependieron exclusivamente de ti, tu autoeficacia crecerá en falso. Te dirás: “Soy Supermán”. Y como de hecho no lo eres, es esperable que te estrelles violentamente contra la realidad. Las tres causas mencionadas tienen algo en común: inmovilizan. Todas terminan disminuyendo la autoeficacia y afectando tus expectativas de éxito. Por un motivo u otro, todas desencadenan en la tenebrosa premisa de la imposibilidad de cambio. Si percibes las cosas como incontrolables, funcionas con un punto de control externo y utilizas un estilo atribucional orientado a responsabilizarte siempre y totalmente por lo malo, terminarás dudando de tu propia capacidad para resolver los problemas. Perderás la confianza en ti mismo. El problema de la evitación Cuando tenía 10 años, salí a caminar por el barrio con una vecinita a la cual yo consideraba mi novia. Al llegar a una esquina donde solían reunirse una serie de muchachos mayorcitos, uno de ellos levantó la falda de mi amiguita y le acarició la nalga. Al ver el tamaño de mi oponente y el festejo de sus acompañantes ante la hazaña, sólo opté por agachar la cabeza y seguir caminando con ella como si nada hubiese pasado. Al llegar a casa mi padre me vio evidentemente preocupado y me preguntó que había ocurrido. Cuando le expliqué lo sucedido, entre lamentos y autorreproches, me miró fijamente a los ojos y me dijo: “Mira mijo, lo que te acaba de pasar es sumamente incómodo. A mí también me ocurrió algo similar alguna vez. Si dejas que el miedo te venza, te cogerá ventaja”. Luego de meditar unos segundos, agradecí el consejo y me levanté rumbo al televisor. Mi padre me tomó del brazo y me dijo con voz firme: “No me has entendido. Tienes dos opciones. O sales a enfrentar a esos idiotas o te la ves conmigo”. Realmente no dudé mucho de la elección. Mi padre era un napolitano inmigrante de la Segunda Guerra Mundial que cuando se ofuscaba pegaba muy duro. Opté entonces por la salida más digna, aunque obligada, de salvar el honor. De más está decir que la hinchazón y el morado de los ojos duró más de una semana. Pero valió la pena. Mi amiguita descubrió en mí a un verdadero príncipe azul, levanté prestigio frente a mis amigos y otras niñas comenzaron a mostrarse interesadas por esa mezcla rara de amante latino y Bruce Lee. Sin embargo, lo más importante fue la enseñanza que me dejó la experiencia en el aspecto psicológico. Luego de la pelea, mi padre me estaba esperando con hielo, aspirinas y cierto aire de orgullo. “Muy bien ––me dijo––, es preferible tener un ojo hinchado y no la dignidad maltratada”. Esa noche dormí como nunca lo había hecho antes. Maquiavelo dice: “Los fantasmas asustan más de lejos que de cerca”. Eso es verdad. La única manera de vencer el miedo es enfrentarlo. De igual modo, no hay otra forma de solucionar un problema que haciéndole frente. No obstante las ventajas del método, los humanos nos resistimos a pagar el costo de la superación. Optamos por el camino más fácil: el alivio que nos produce la evitación y la postergación. La evitación impide que el organismo esté expuesto el tiempo suficiente para vencer el miedo o solucionar el problema de que se trate. Enfrentarte a cosas desagradables es incómodo, pero es el precio para modificarlas y vencerlas. ¿Qué opinarías de alguien que prefiere no curarse su amigdalitis, sabiendo las graves consecuencias de una fiebre reumática, por no soportar el chuzón de una inyección? En los trastornos graves de pánico, está comprobado que la mejor estrategia terapéutica es la exposición a la fuente fóbica. En estos casos, cuando el sujeto se somete al miedo, la adrenalina se dispara y produce determinadas reacciones fisiológicas como taquicardia, sudor, cambios de temperatura, náuseas, mareos, etc. Estas sensaciones son incómodas, pero después de un tiempo disminuyen, se agotan y el organismo se habitúa al objeto temido. Esto se denomina extinción del miedo. Desgraciadamente, no soportamos el tiempo necesario de acostumbramiento y escapamos antes de que la extinción ocurra. Más aún, ni siquiera enfrentamos, sino que evitamos de todas las maneras posibles hallarnos frente a frente con la fuente de temor. A veces la vida nos coloca en encrucijadas donde se debe sacrificar “el ahora” por “el des pués”. Si quieres superar tus inseguridades, debes ponerte a prueba y exponerte. Debes arriesgarte y someter a contrastación las ideas que tienes de ti mismo. Si haces de la evitación una costumbre, nunca sabrás valorarte. La baja autoeficacia produce efectos similares a los arriba mencionados. La desconfianza en sí mismo genera un amplio repertorio de evitación. Los sentimientos de inseguridad, por considerarse uno mismo incapaz, impiden que se persista el tiempo necesario para superar los inconvenientes. Cualquier obstáculo es visto como un abismo infranqueable del cual hay que alejarse rápidamente. Con esta manera de obrar, las anticipaciones catastróficas de fracaso absoluto nunca podrán ser rebatidas y contrastadas en la práctica. Otra forma de evitación de las personas poco autoeficaces es imponerse metas pobres y resignarse a su suerte de mediocres. La autocompasión es un veneno que mata lentamente. La única opción para conocerte a ti mismo es arriesgarte y ponerte a prueba. El balance costo-beneficio es justificable bajo todo punto de vista. Tal como comenté en otra parte, las supuestas ventajas de la sociedad industrializada han desarrollado intolerancia a la incomodidad y el sufrimiento. Los avances tecnológicos facilitan la consecución de un cúmulo de cosas sin demasiado esfuerzo (las escaleras mecánicas son un buen ejemplo de ello). Se ha configurado un estilo general de comodidad y baja tolerancia al dolor que prácticamente raya en la cobardía. Para vences la baja autoeficacia hay que actuar con valentía. No hay nada que no puedas lograr si te lo propones. Tu fuerza es siempre mayor de lo que crees. Un número considerable de hechos atestiguan que, en situaciones límite, los seres humanos desplegamos capacidades inusitadas dignas del mejor libre de ciencia ficción. La evitación no siempre es inadecuada. En cierta ocasión, uno de mis pacientes me comentaba: “Yo creo que la evitación no es tan mala. Hay momentos en que uno debe evitar para salvar su vida o para ayudar a salvaguardar una amistad… En fin. Hay muchas ocasiones en que es bueno evitar; pero también entiendo lo que usted dice… Lo que me parece difícil es definir cuándo es psicológicamente adecuada y cuándo no”. Es indudable que el escape y la evitación son las mejores opciones cuando el peligro, físico o psicológico, es objetiva y realmente dañino. Supongamos que alguien te dice que en la habitación contigua se encuentra un león hambriento próximo a derribar la puerta, e inmediatamente escuchas un terrible y estruendoso rugido. El león, objetivamente, puede hacerte daño. Si te ven correr delante del animal enfurecido, la gente opinará de ti: “¡Pero qué hábil es!” Si te dicen que hay un pequeño gatito blanco detrás de la puerta, y luego de ahogar un grito y ponerte pálido sales aterrorizado, las personas que te observen correr delante del inofensivo animalito dirán: “¡Se le aflojó un tornillo!” El grito, objetivamente, no puede hacerte daño. Sin embargo, si huyes despavorido frente a él, subjetivamente lo ves como amenazante. A este miedo los psicólogos lo llamamos fobia: un temor irracional. Por su parte, el terror y el posterior escape ante el león es considerado adaptativo. No cabe duda de que un león hambriento es peligroso para tu integridad física. De igual modo, existen situaciones donde el daño irracional anticipado es puramente psicológico. Por ejemplo, puedes sentir que si te comportas de tal o cual manera la gente te rechazará. Si es muy importante para ti ser aceptado, evitarás ser sincero. Pero si tú no dejas, el rechazo no tiene por qué hacerte daño. Depende de la seguridad que tengas en ti mismo. Objetivamente, la no aprobación no es dañina. Nuestra debilidad la vuelve amenazante. Las condiciones y aprendizajes responsables de la evitación han sido muy importantes para la especie humana. Muchos de nuestros miedos son “preparados” o heredados, porque le servían a nuestro antecesor prehistórico. La evitación era (y es) una forma de defenderse anticipadamente de los depredadores potenciales. Sin embargo, algunas personas poseen un “calculador” de peligros demasiado sensible y, en consecuencia, ven el mundo como supremamente amenazante. Resumiendo, si estás ante una situación difícil, pero importante o vital para ti, pregúntate lo siguiente. “¿Si enfrento la situación, las consecuencias que temo son reales? ¿Objetivamente puede pasarme algo grave e irremediable? ¿Mi calculador no está exagerando las consecuencias? ¿Lo que hay en juego, lo justifica? ¿La meta propuesta es alcanzable o inalcanzable? ¿Hay probabilidades de obtener lo que busco?” Si objetivamente no puede pasarte nada, no lo dudes: ¡arriésgate! Si existe alguna probabilidad de peligro o costos, pero hay en juego cosas vitales: ¡arriésgate! Si la probabilidad de recibir consecuencias negativas es muy alta, piénsalo. Pero si hay en juego principios muy importantes, como la dignidad o la vida, n hay más remedio: ¡arriésgate! Definitivamente, la balanza se inclina hacia la no evitación. En tu interior se atesora el mayor de los poderes: la voluntad. Como un león dormido, descansa en ti la sed de superación. Si lo impacientas y lo retas, despertará. No importa que falles. Tu autoeficacia no sólo se alimenta de éxitos sino también de intentos. Pero recuerda que estos intentos deben ser racionales. Exigirte no es lo mismo que sobreexigirte. Superación no es sinónimo de ambición y afán desmedido. Ya viste en el primer capítulo cómo se autodestruyen las per sonas que permanentemente viven insatisfechas consigo mismas. Sin embargo, el otro extremo de inseguridad y miedo a progresar también afecta tu salud mental. Inclínate hacia el enfrentamiento, pero en lo posible sin convertirte en un suicida kamikaze. Si crees que no eres capaz y te tienes lástima, concédete la oportunidad de demostrarte a ti mismo lo que puedes hacer. El intento será incómodo al principio. Sentirás miedo, dolor y malestar. Pero habrá en juego algo mucho más importante que tu estado fisiológico: tu autoconcepto. La propia dignidad merece el “sacrificio” del chuzón inicial. Enfréntate a lo que temes aceptando que debes pagar el costo de sentirte mal un instante. La evitación te provee alivio inmediato, pero a largo plazo te hará sentir indigno e indeseable. No cabe duda, es mejor un ojo morado. Venciendo la baja autoeficacia Recapitulemos lo dicho hasta aquí. La autoeficacia es la “opinión afectiva” que se tiene sobre la posibilidad de alcanzar determinados resultados, es decir, la confianza de alcanzar las metas exitosamente. Las causas más comunes que contribuyen a que la autoeficacia baje son: ver las cosas como incontrolables, creen que la propia conducta está regulada más por factores externos que por uno mismo, y utilizar un estilo atribucional donde siempre se es responsable de lo malo y nunca de lo bueno. A estas tres causas psicológicas se les puede agregar una cuarta causa ambiental: una historia de fracasos. Con el tiempo se genera un autoesquema de desconfianza e inseguridad, por el cual se comienza a anticipar que el éxito es imposible y a evitar las situaciones de reto, los problemas o cualquier evento que implique la intervención personal para su solución. La persona hará de la evitación un estilo. Las siguientes estrategias te permitirán pelear contra la baja autoeficacia o conservarla en un punto adecuado. 1. Elimina el “no soy capaz” Si te tratas mal y eres irrespetuoso contigo mismo, tu diálogo obrará como un freno. Elimina de tu repertorio el “no soy capaz”. Cada vez que te lo repites confirmas tu inseguridad. Esta calificación negativa, automáticamente, te inmovilizará. Si el entrenador del atleta antes mencionado le dijera al oído, en el momento justo de saltar. “No eres capaz”, ¿crees que su resultado sería bueno? Muchas personas han vivido en carne propia los efectos de la desconfianza familiar: “El niño no es capaz, mejor hazlo tú”. ¿Cómo te sentirías si en el trabajo tu jefe eligiera darle un encargo especial a un compañero tuyo con el argumento de: “Le di el trabajo a Juan porque usted no es capaz” Aunque no seas consciente de ello, las consecuencias psicológicas de decirte a ti mismo: “No soy capaz”, son tan contraproducentes como cuando te lo dicen otras personas. Si alguien a quien quieres mucho se ve impedido de una de sus piernas después de un accidente, pero tiene posibilidades de recuperación con fisioterapia y esfuerzo, ¿les regalarías un bastón, diciendo: No es capaz? Si te dices: “Soy un inútil”, “Soy un fracasado”, “Soy un idiota”, terminarás siéndolo. Respeta tu condición de ser humano; no te menoscabes. Cada vez que te encuentres rumiando el nefasto: “No soy capaz”, aléjalo y expúlsalo de tu mente. Detén el pensamiento, diciéndote: “Para”. Cambia de actividad, habla por teléfono, escucha música, canta en voz alta u orienta tu diálogo positivamente. Por ejemplo, puedes decirte: “Esta manera de hablar no es sana para mi salud mental. Nadie es totalmente capaz o incapaz. Además, debo darme otra oportunidad. Esta forma de tratarme me inhibe, me vuelve inseguro y dubitativo. Ya es hora de que empiece a respetarme y a tratarme bien: si me lo propongo, soy capaz”. 2. No seas pesimista Las personas con baja autoeficacia anticipan el futuro negativamente. Cuando se trata del propio rendimiento, sus expectativas son de fracaso e incapacidad. Siempre se ven a sí mismas como las peores actrices ––o actores–– de la película. No seas pesimista. Si ves venir el fracaso en cada una de tus actuaciones, ni siquiera te provocará intentarlo. Las profecías negativas suelen convertirse en realidad, porque nosotros mismos nos encargamos de que se cumplan. Si te dices: “Me va a ir mal”, la motivación, la tenacidad y la perseverancia necesarias para alcanzar la meta flaquearán. No tendrás la energía suficiente. Tu predicción se cumplirá, pero por culpa tuya. Cada vez que haces un mal vaticinio sobre tu conducta, la autoeficacia se debilita porque estás desconfiado de ti mismo. Cuando te encuentres haciendo demasiados malos pronósticos sobre tu futuro, pregúntate si eres realista o no. Analiza si el fatalismo está influenciando exageradamente tu juicio. Una vez hayas hecho tus predicciones, sean ellas buenas o malas, acostúmbrate a verificar luego su validez. Contrástalas con la realidad y comprueba si tenías razón o no. El método de cotejar las hipótesis con los datos objetivos te hará descubrir que tus anticipaciones no suelen ser exactas. Te darás cuanta de que tus dotes de oráculo dejan mucho qué desear. La costumbre de examinar las anticipaciones con la realidad te permitirá pulir y perfeccionar los procesos de deducción hacia el futuro. Lleva un registro detallado sobre los aciertos y fallas en tus conjeturas. Si una anticipación X no se cumple dos, tres o cuatro veces, descártala y ya no la utilices. Si te dice, por ejemplo: “Soy muy malo para conversar y las chicas se aburren conmigo”, somete a examen tal anticipación. Define exactamente lo que esperas que ocurra: “Ellas se burlarán” (se reirán, harán gestos y muecas), “se aburrirán” (bostezarán, se querrán ir rápido y no hablarán), “No volverán a salir conmigo”, etc. Utiliza categorías definidas y claras, que puedas realmente verificar y refutar. Luego de salir varias veces con distintas niñas podrás comparar lo que esperabas con lo que verdaderamente ocurrió. Si las niñas no se burlaron, no parecieron aburridas y volvieron a salir, tus anticipaciones catastróficas no se cumplieron. Somete a verificación tus predicciones, sin tram pas. Recuerda que muchas veces, de manera inconsciente, hacemos todo lo posible para que nuestras profecías se cumplan. Resumiendo, intenta desarrollar en ti la sana costumbre de autoevaluar tu capacidad de dar malos pronósticos. Te agradará saber las veces que te equivocas y lo mal vidente que eres. 3. No seas fatalista Eres el arquitecto de tu futuro. En una gran proporción, construyes tu destino. Por lo tanto, tienes el poder de modificar muchas cosas. No veas el mundo como aristotélicamente inmodificable. Si tienes un punto de control externo para todo, tenderás a ser fatalista y verás los infortunios como incontrolables. Quita de tu repertorio verbal la palabra “siempre”. El pasado no te condena. De hecho, su presente es el pasado de mañana. Si cambias en el aquí y ahora, estarás contribuyendo de manera significativa a tu destino. Es cierto que los acontecimientos de tu niñez y adolescencia tienen influencia sobre ti, sería absurdo negarlo, pero esta influencia es relativa y modificable. No eres un pequeño animal de laboratorio expuesto a los caprichos del experimentador. Los humanos, afortunada o desafortunadamente, tenemos la posibilidad de construir nuestra propia historia de manera activa y participativa. Podemos modificar la naturaleza y desafiarla. Es verdad que no siempre alcanzamos lo que nos proponemos, y también es posible que seamos responsables de más de una catástrofe, pero hemos logrado avances sumamente saludables y fructíferos, que eran absolutamente imposibles para nuestros antepasados. Si haces demasiado hincapié en el azar y la suerte, tu autoeficacia no podrá crecer. Verás obstáculos insalvables por todas partes. Cuando analices los pros y los contras, inclúyete tú mismo como el principal recurso de afrontamiento. El futuro no está sentado esperando que llegues a él, sino aguardando a que lo fabriques. Si crees que todo está determinado de antemano, te sentirás totalmente incapaz de cualquier cosa. Un día cualquiera toma la decisión de programarte positivamente. Piensa que durante ese día serás el dueño de tu vida y el único juez. Podrás hacer y deshacer a tu gusto. Juega el papel de director y violinista. Ese día dirigirás tus pasos con la firme convicción de que eres tú, y sólo tú, el artífice de lo que quieres conse guir. Siéntete, aunque sea un día, dueño de ti mismo. Ese día no habrá horóscopos ni guías externas, serás interno y desafiarás los pronósticos. Harás tu propia cábala. Jugarás a ti mismo sintiéndote ganador. Ensaya un día. Si te gusta, seguirás intentándolo. No hay mejor sensación que sentirse el principal motor de la propia vida. 4. Trata de ser realista a. Si todo lo ves con la óptica “externa”, nada dependerá de ti. El éxito no te provocará satisfacción y nada harás frente al fracaso. b. Si evalúas todos los éxitos con un punto de vista “externo” y los fracasos como “internos”, te derrumbarás hasta la depresión. c. Si atribuyes todos los éxitos como “internos” y los fracasos como “externos”, te engañarás a ti mismo. No te deprimirás, pero serás deshonesto. Éste no es un optimista sano. Trata de funcionar privilegiando el punto de control interno, pero de manera realista. Sé objetivo con tus éxitos y con tus fracasos. Responsabilízate con lo que realmente has tenido que ver. Los puntos a y b representan la forma típica de cómo piensan las personas con baja autoeficacia: muy pesimistas. El punto c muestra la estructura psicológica de aquellas personas que aparentemente poseen una alta autoeficacia, pero falsamente construida. Acepta tus éxitos; sería injusto contigo desconocer tus logros. Pero también acepta tu cuota de responsabilidad en los fracasos. Esto te permitirá sentarte a disfrutar las victorias y a superar la adversidad. Intenta hacer balances objetivos frente a tus logros y derrotas. Toma lápiz y papel, el lenguaje escrito permite un mejor análisis, y escribe tu contribución real a lo bueno y lo malo. No te apresures a echarte la culpa. Felicítate por tus logros y repasa tu cuota de fracaso, para intentar modificarla. Recuerda que las cosas nunca son totalmente buenas o malas. Estudia los hechos con la idea del balance: tres malos y cuatro buenos indica uno bueno a favor. Si sólo ves los tres malos, el saldo será espantoso. Si sólo ves los cuatro buenos, será un saldo mentiroso. 5. No recuerdes sólo lo malo La visión negativa de uno mismo se alimenta principalmente de los recuerdos. Si el esquema que tienes de ti es negativo, los recuerdos que llegarán a tu mente serán confirmatorios de este esquema. Recorda rás más lo malo que lo bueno. Si tu autoeficacia es baja, los fracasos estarán más disponibles que los éxitos. No entres en el juego de las evocaciones negativas. Durante algunos minutos al día, intenta activar tu memoria positiva. Descubrirás la existencia de una gran cantidad de buena información acerca de ti mismo que habías olvidado. Escribe y anota los éxitos del pasado. Trata de mantenerlos activos y presentes. Aprende a degustar el pasado, a revivirlo en sus aspectos agradables y a disfrutar del recuerdo positivo (aunque sólo sea a través de la imaginación y la fantasía). A nadie le gustaría ver varias veces una mala película. Deja esa actitud masoquista de esculcar en la basura del pasado. Busca en otras partes de la memoria y hallarás tesoros ya olvidados. El pasado te espera para que lo rescates y reivindiques a ti mismo. 6. Revisa tus metas Si tu autoeficacia es baja, pecarás por defecto y no por exceso (como vimos en la parte de autoconcepto). Te estarás subestimando y adaptando las metas a la supuesta incapacidad que percibes en ti mismo. Si crees que eres Supermán, saltarás de un piso treinta: será tu último reto. Si te sientes inválido, tu meta será solamente dar un paso o dos. Revisa tus metas. Muy probablemente pueden estirarse un poco más y hacerse más exigentes. Esto no significa que deban crecer exageradamente y de manera inmediata. El proceso lleva su tiempo. Comienza a levantarlas para confrontar luego si eres capaz de alcanzarlas o no. Recuerda que las metas son las manifestaciones de la autoeficacia. No dejes que el miedo y la inseguridad decidan por ti. Si no hay retos, la resignación estará manejando tu vida. Haz una lista de las cosas que dejas de hacer y cuántas se han adaptado a tu minusvalía psicológica. Cuestiónate qué tan resignado estás. ¿Tus metas actuales muestran confianza o desconfianza en ti mismo? Tienes el derecho a esperar más de ti y de la vida. 7. Ponte a prueba y arriésgate Los puntos anteriores son condiciones necesarias pero no suficientes para ser autoeficaz. Es fundamental que te animes a dar el paso decisivo: actuar para alcanzar la meta. Recuerda, la única forma de confiar en ti mismo es ponerte a prueba. Cuando decidas enfrentar tus miedos e inseguridades, los seis pases anteriores te ayudarán a no distorsionar la realidad a favor del automenosprecio. Si te sometes racionalmente (esto es, sin “suicidarte”) obtendrás datos sobre tu propio rendimiento y podrás averiguar si las anticipaciones de fracaso que hacías eran verdaderas o falsas. La filosofía: “Más vale pájaro en mano…”, no te lleva a ninguna parte; es el pasaje al conformismo y al estancamiento. Si tu autoeficacia es baja, ¿qué podrías perder al intentar nuevos retos? Un plan que podrías proponerte es el siguiente: a. Define un objetivo que exija esfuerzo. El objetivo debe ser racional, o con probabilidades razonables de éxito. Recuerda que el estilo superhéroe también lleva al fracaso adaptativo. b. Define tus expectativas de manera objetiva, clara y precisa, para que puedas después compararlas con los resultados obtenidos. Al explicitar estas anticipaciones, sé lo más sincero posible. Anótalas. c. Antes y durante el enfrentamiento en sí, no utilices verbalizaciones inhibitorias. No te digas a ti mismo: “No soy capaz”, “Nada puede hacerse”, “Siempre seré un fracasado”, etc. Maneja un punto de control interno. Recuerda aquellos momentos de tu vida cuando has mostrado tu estirpe de luchador. d. Ponte a prueba. e. Durante el enfrentamiento, no evites. Persiste el mayor tiempo que puedas ante los obstáculos. soporta al máximo la adrenalina. Recuerda, las sensaciones pasan y no pueden dañarte. f. Compara los resultados con las anticipaciones que habías escrito antes. Analiza las discrepancias entre tus predicciones y la realidad; es decir, cuáles profecías se cumplieron y cuáles no. Intenta descubrir si tus anticipaciones estuvieron guiadas por el fatalismo y/o el pesimismo. g. Inténtalo de nuevo. Que tu meta aún sea la misma, pero modifica tus anticipaciones. Sé más realista en tus predicciones. Elimina las actitudes catastróficas. Cuando te sientas cómodo y seguro en tus intentos, pasa a una meta mayor. A medida que subas en los niveles de la autoexigencia personas, la autoeficacia y la confianza en ti mismo se fortalecerán. Podrás vencer al cuarto jinete. A MANERA DE EPÍLOGO Si has llegado a esta parte del texto, debo suponer que has leído todo lo anterior. Posiblemente ya tienes algunas conclusiones sobre el amor que te profesas a ti mismo. Quizás pudiste descubrir que no te amabas tanto o que no lo hacías de un modo contundente. Puedes haber llegado a la convicción de que siempre te has querido lo suficiente y estas páginas no agregan nada sustancioso a lo que ya sabías. También te puede haber parecido muy “narciso” o un buen recordatorio de cosas que se nos olvidan por estar pensando en otros más que en nosotros mismos. De todas formas, los caminos para llegar al autoamor son incontables. Tú decides por cuál debes transitar, cuál te agrada y cuál no. Lo que jamás debes perder es la capacidad de búsqueda y de cuestionamiento. Muchas veces tememos crear nuevas necesidades porque ellas generan nuevos problemas e interrogantes. Así, preferimos reprimir infinidad de sentimientos que nos acercarían a nuevas perspectivas de vida, a nuevas sensaciones y descubrimientos. Como los sacerdotes de Galileo que se negaban a mirar a través del catalejo por miedo a descubrir que la tierra no era el centro del universo; fue más fácil aniquilar al genio que revisar las creencias. Si decides sacar la cabeza del hoyo, habrá incomodidades y sinsabores. Habrá confusión y dudas. Descubrirás nuevas contradicciones que no estaban calculadas por la educación tradicional. Deberás convertirte en autodidacta y aprender por ensayo y error, simplemente porque carecemos de reglas claras y transparentes. No hay verdades absolutas sino propuestas que deben ser ensayadas. Lo que es bueno para alguien es malo para otro, y viceversa. Las palabras iniciales de Tagore ubican claramente el problema: nos debatimos entre la universalidad (lo que compartimos con todo el cosmos) y nuestra pequeña-gran individualidad, que nos hace distintos y únicos. Quizás los impresionantes cambios socio- políticos recientes en el mundo no sean más que el intento de rescatar el polo olvidado del individualismo sano. Hacerte cargo de ti mismo es la mayor de las responsabilidades. Es apenas comprensible que semejante tarea nos ponga a tambalear, so sólo por la importancia que ello implica, sino además porque carecemos de las herramientas. Ni la familia, ni los colegios, ni los preescolares, con todo su auge y modernismo, han considerado la posibilidad de enseñar a quererse a sí mismo como uno de los principales objetivos de formación. El llamado desarrollo socioafectivo no trasciende más allá de lo elemental. Tomar conciencia de que existes, eres importante y tienes el derecho a pensar en ti por sobre todas las cosas, te coloca en un lugar de privilegio, pero al mismo tiempo te produce nuevas angustias. La lucidez tiene un precio: “Sé lo que debo hacer, pero no siempre sé cómo hacerlo”. Si la lectura de este libro te ha generado algo de confusión, me alegro de que haya sido así. El espíritu de los cambios importantes está en la duda y en la contradicción subyacente. La duda te lleva a repasar tus concepciones, ya sea para afirmarlas o modificarlas, y mientras vacilas y fluctúas, se reafirma tu condición de ser vivo. Si esperabas encontrar verdades categóricas y definitivas, que produjeran alivio y tranquilidad, siento haberte defraudado. Quererse a sí mismo es una tarea ardua. Es navegar contra la corriente de la masificación y la intolerancia sociocultural. Como reza una canción basada en los versos de Brassens: “A la gente le sienta mal que haya un camino personal”. No existe LA SOLUCIÓN, sólo la tendencia. Como un péndulo que nunca se detiene, sólo podemos apaciguar o acelerar su ritmo, pero jamás seremos capaces de que se detenga en un punto exacto. Estas tendencias son aproximaciones, más o menos gruesas, que disminuyen la probabilidad de daño psicológico. Las orientaciones para quererte a ti mismo no siempre son claras, definidas y fijas. Ser avaro es nocivo para tu salud mental, entonces ahorra menos. Funcionar con un punto de control externo extremo no es recomendable, entonces inclínate más hacia un punto de control interno. La modestia excesiva es perjudicial, entonces sé menos modesto. Para amarte a ti mismo, debes inclinar la balanza. Aunque no hay un punto definido, existen tendencias a las cuales puedes recurrir. La propuesta es: desplázate en el sentido contrario al que marcan muchas convenciones, sin caer en el otro extremo. Esto implica un rango o un espacio donde es más probable que prospere la autoestima, el autoconcepto, la autoimagen y la autoeficacia. Las metas demasiado altas e inalcanzables son malas para tu autoconcepto, pero las metas pobres también. La tarea es encontrar tu propio punto de equilibrio evitando caer en lo perjudicial de cada extremo. Ése es el reto: halla tu dimensión personal y las distancias adecuadas para quererte cómodamente, sin sobresaltos ni culpas. Pese a todo, el solo intento será saludable: habrás creado la maravillosa necesidad de quererte a ti mismo. 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